Reseña: Ensayando identidades. Estado
e indígenas en el Perú contemporáneo
de Ludwig Huber
Juan Martín-Sánchez
doi: 10.46476/ra.v2i2.111
Huber, Ludwig (2021): Ensayando identidades. Estado e indígenas en el Perú contemporáneo, Lima: IEP.
Esta reseña surgió tanto de la lectura del libro como de la presentación del mismo que se realizó el 14 de julio de 2021 en sesión virtual (disponible en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=BEz5aPnqJbQ). Como un libro es un acto de comunicación objetivado en el papel, pero que se recrea en sus lecturas y discusiones, he querido presentar mis comentarios como una conversación, productiva e inacabada, con el autor, Ludwig Huber.
En aquella presentación, Huber hacía explícito que el libro era resultado de su compromiso profesional con el Instituto de Estudios Peruanos, en el corto plazo, ya que debía entregar un texto para publicar, y con su trabajo de cuatro décadas en diversidad de estudios, proyectos, temas y responsabilidades, que lo han llevado y traído por las geografías humanas del Perú. Sin tratar de ser literal respecto de sus palabras, también dijo que la identificación como indígena y la categoría social que esta implicaba, ya fuera para comunidades, personas o pueblos, eran hechos sociales sumamente contradictorios y polémicos que debían ser observados y valorados por sus resultados y no por la autenticidad de los atributos o las esencias referidas en la calificación de indígena. Por supuesto, lo anterior nos lleva a señalar la importancia de la posición desde la que se observa y valora: no es lo mismo el juicio que se realiza desde una u otra agencia del Estado peruano, que levanta un registro de pueblos indígenas, o desde un organismo internacional, que prescribe un procedimiento de consulta previa, que el que se realiza desde una localidad que usa la identificación de indígena en un litigio por los recursos naturales y los salarios frente a una multinacional minera, o desde un ejercicio académico (por momentos, pareciera que Huber argumenta desde todas estas posiciones).
En ese amplio campo social para los juicios intelectuales, sociales y políticos, Huber subraya y critica el peso diferencial que ha tenido y tiene el Estado a la hora de nombrar y clasificar jerárquica y geográficamente a las personas y los colectivos en el Perú. Sobre esas dos referencias centrales —por una parte, las construcciones históricas y la eficacia social de las categorías sociales de lo indígena y, por otra, el papel del Estado en el Perú respecto de esas categorizaciones— versaron los interesantes comentarios de Laura Giraudo (desde la historia académica y el estudio del campo indigenista) e Iván Lanegra (desde las responsabilidades burocrático-políticas y las ciencias sociales), durante la presentación crítica del libro.
En el conjunto de los cuatro capítulos del libro se cruzan esas dos polémicas en una amplia discusión bibliográfica y temática. En este sentido, el libro de Huber es un texto útil, pues trata de poner en conexión los debates teóricos, que han participado en la construcción de los discursos, de las categorías de lo indígena y de la institucionalización de un marco estatal e internacional para su aplicación, con tres casos ejemplares sobre el uso de la categoría de pueblo indígena en el Perú más reciente: (i) el diseño y puesta en marcha de la consulta previa por el gobierno de Humala; (ii) el reclamo de reconocimiento como pueblo indígena para una comunidad, los kañareses de Lambayeque, que antes no habían sentido la necesidad de reconocerse como tales; (iii) y la inclusión de preguntas de auto-adscripción étnicas en el censo de población de 2017.
Aquí, quiero limitar mis comentarios a dos asuntos que me parecen centrales para analizar los límites de las interpretaciones y la legitimidad de los usos de la noción de pueblo indígena.
El primero tiene que ver con algo que Huber señala en el libro y que dejó más claro en su réplica a los comentarios durante la presentación del libro. Se trata de la defensa crítica de la autoidentificación como indígenas que las personas, comunidades, localidades o pueblos concretos puedan usar, por muy forzada que esa identificación pueda resultar en términos históricos, antropológicos, jurídicos o sentidos. La idea es que, quienes han sido y son sometidos a una identificación colectiva, externa y descalificadora, que es parte de una historia estructural de desventaja y abuso del poder, pueden usar legítimamente esa identificación si es útil en la lucha por sus intereses y su subsistencia frente a fuerzas económicas y políticas más poderosas, para las que esa confrontación entre identidad indígena e intervención externa supone contradicciones y límites a su poder. Huber usa el argumento de Lon Fuller sobre las ficciones jurídicas (que suena al conocido argumento de Norberto Bobbio sobre los derechos humanos, según el cual estos son históricos en su constitución, pero naturales en su eficacia política) para sostener que, tal como se ha construido, la identidad indígena es, fundamentalmente, una ficción jurídica que debe de ser valorada por su utilidad y no por su correspondencia con una realidad sustantiva o un derecho subjetivo derivado de la “naturaleza” de las personas o de los colectivos.
Como apunte crítico a lo anterior, subrayaría que en el mundo moderno-contemporáneo sometido, para bien o mal, con mayor o menor eficacia, al imperio de la ley, toda identidad es, más allá de su referente material, una ficción jurídica, como lo es la de indígena, la de obrero, la de empresa o la de ciudadanía, y todas tendrán a los estados y sus sistemas de organizaciones internacionales como sancionadores últimos (no únicos) de sus correctas interpretaciones y sus legítimos usos. Cualquiera de esas identidades jurídicas ficticias podrá y deberá ser juzgada de acuerdo con los intereses y los resultados de las partes (las identidades solo tienen sentido como elementos relacionales más o menos conflictivos), como bien defiende Huber para colectivos que usan la auto-identificación indígena, ya sea de manera coyuntural o históricamente sentida. Pero el mismo planteamiento vale para otras posiciones en conflicto, como el despectivo argumento del autoritario y vanidoso Alan García en sus artículos bajo la imagen del perro del hortelano en 2007 y en 2008, que recuperaron una gran atención tras los acontecimientos en Bagua del 5 de junio de 2009. Una mera confrontación de usos de la identidad propia tiene incertidumbres y peligros difíciles de conducir moralmente.
Comparto con Huber la apuesta por la visión política de las identificaciones indígenas, pese al alto riesgo de naturalización ahistórica y victimización recursiva, pero no lo que me ha parecido un cierto relativismo posicional en función de los agravios acumulados y la desventaja en la relación con el poder y la dominación. Me parece que, si ponemos toda la atención en el poder de la resistencia, según situaciones concretas y actores particulares —sea en Cañaris, en el norte del Perú, o en la Cañada Real, junto a Madrid en España—, se hace más difícil reivindicar el papel fundamental de la representación jurídica, política e histórica de la sociedad como conjunto de obligaciones y derechos recíprocos, y, con ello, el paso del poder, como mera relación de fuerza, a la política, como problema y posibilidad de la vida y el gobierno compartido. La defensa y la crítica de las identidades colectivas parciales (indígena, persona, clase, género, etc.) solo tiene sentido como parte y muestra de una defensa de la sociedad como realización común, ya sea regional, de país o supraestatal (el nivel local fragmenta la realidad colectiva en un archipiélago sin capacidad para ampliar la representación política, como señalaba Antonio Gramsci respecto de la fragmentación municipalista en Italia, y la referencia a una humanidad genérica diluye la decisión política y su crítica, según argumentaba Jacques Rancière).
Entiendo que si es posible y útil usar la identidad indígena para los kañaris, para los iquichianos o para los shipibos, es porque tiene efecto en un marco común de legitimidad del poder que permite las interpretaciones justas de la ley y de las acciones, y permite denunciar los abusos, los actos corruptos, las ignominias, las ilegalidades, etc., es decir, los usos ilegítimos del poder. Para señalar esa ilegitimidad de unos usos respecto de otros posibles, se necesitan interpretaciones coherentes —no únicas ni autoevidentes— con el sentido de una representación social coparticipada, común, en la que se funde la ley y la acción política. Estoy convencido de que Huber comparte este razonamiento, pues trata de ampliar y orientar su defensa crítica del uso de la categoría de identificación indígena más allá de cada caso concreto y de la auto-identificación.
La discusión anterior me lleva al segundo asunto, que no es explícito en el libro ni en las palabras de Huber, pero sí es muy relevante en el contexto intelectual y político que ha creado la connivencia entre multiculturalismo y neoliberalismo. Se trata de la ausencia de la sociedad como problema y promesa en la que situar y juzgar el valor hermenéutico y político de identificaciones como la que se pretende con la noción de indígena. Sé que Huber puede no estar de acuerdo con el señalamiento de esa ausencia en sus argumentos, pues mi comentario va más allá de su libro y, seguramente, estamos usando aproximaciones distintas cuando nos referimos a la sociedad. Huber pone el acento en el hacer social de la vida común y yo lo pongo en su estructura-imaginario global; igual que los libros anteceden y escapan a sus páginas, el hacer social y las realidades colectivas se superponen y desbordan mutuamente.
El contenido del libro se refiere al Perú y a los procesos sociales que han ocurrido en las últimas décadas, incluso con una acotación de acontecimientos entre 2009 y 2018. Pero tanto la discusión teórico-bibliográfica del primer capítulo, como los análisis de caso de los siguientes tres capítulos, toman a la identidad indígena como punto de partida y de llegada. Aquí surge, en mi lectura, una interpretación por contraste entre el papel que se otorga a la categoría indígena en la auto-realización de identidades colectivas (pueblos), según el multiculturalismo, y la contradictoria noción de indígena que desplegó el indigenismo durante el corto siglo XX.
Entiendo que la defensa del uso reivindicativo y estratégico de la categoría «pueblo indígena», sin mayor fundamento que su eficacia frente a la dominación que los constituyó como indígenas, favorece la reificación de un determinado concepto de indígena y soslaya que se trata de un resultado histórico, de un sedimento, entre otros, y esa reificación se fija en la forma de auto-identificación, como realización de la propia identidad. Lo anterior acota y encierra a las personas y sus tramas colectivas en los atributos y contrastes de la formalización jurídica, política y simbólica de ese sedimento histórico que es la categoría pueblo indígena. Hasta los años de 1970, el denostado indigenismo, por asimilacionista o integracionista, desarrolló ese proceso de delimitación y fijación de lo indígena. Sin embargo, pese a las muchas continuidades racialistas y racistas, ese indigenismo construyó lo indígena como elemento necesario de sociedades nacionales heterogéneas e históricas y de una representación trasversal a toda América.
Huber pone el foco en las décadas recientes y no discute la historia del indigenismo en el Perú y en América, por lo que no es legítimo reprocharle que no compare los efectos de la actual categoría de pueblo indígena con lo ocurrido en el indigenismo precedente. Sin embargo, ese contraste ayuda a una lectura crítica del texto de Huber y, sobre todo, a mostrar cómo, pese a su reseña crítica, hace eco del discurso multiculturalista, en el que la identidad, sea como realidad, categoría o recurso intelectual y político, se ha convertido en el centro de gravedad de los debates y los rencores, hasta el punto de subsumir en sus atributos la práctica social y la trama histórica de la que hace parte. A esto me refiero como ausencia de sociedad.
Las muchas críticas que se han hecho del indigenismo, calificado de asimilacionista, incluso de etnocida o heredero colonial desde el siglo XVI —críticas y denuncias muy legítimas en muchos casos y, también, muy forzadas en otros—, descuidan el papel que jugó en la representación social y política de las sociedades americanas en las que los indígenas y lo indígena son constituyentes problemáticos y necesarios. En esa mediana duración, en la que se solapa una primera generación, que proyectó el indigenismo, con otra que lo institucionalizó y lo llevó a la política y las burocracias, se construye la noción moderna de indígena, en diálogo, deuda y contraste con las interpretaciones del pasado, pero con un innovador papel político. El multiculturalismo reifica ese proyecto indigenista en la categoría de pueblo indígena con valor natural, como una realidad colectiva ya consumada y sólo actualizable, sin más enmarque societario que la discriminación y la resistencia recurrente (hago caricatura de una muy espesa y concurrida discusión de la que Huber ofrece una muestra en el primer capítulo del libro).
No es cosa de reivindicar aquí aquel indigenismo que se constituyó en un campo social de poder (en los términos de Pierre Bourdieu) a nivel interamericano y, desde ahí, confluyó con otros procesos equivalentes que se desarrollaban en las décadas de la descolonización de Asia y África. Tan sólo me parece interesante, para una lectura más completa, el contrapunto con el indigenismo del programa multiculturalista y sus anexos, que lo sucedió y lo heredó mediante la crítica de sus efectos nacionalizadores y la apropiación de su principal capital simbólico, lo indígena como denominador común para identificaciones colectivas. El acento multiculturalista en las identidades propias y la dificultad para defender representaciones de sociedad que no recaigan en atributos inmanentes, nos deja bajo el mito neoliberal del mero sumatorio de individuos y familias (con sus genealógicas formas de tribus, clanes, comunidades o pueblos sin la generalidad ni la ficción jurídico-política que supone la ciudadanía), o frente a la imagen del triángulo sin base con la que Julio Cotler criticaba la falta histórica de una nación en la que las oligarquías gobernaban el Perú.
El libro de Ludwig Huber tiene grandes virtudes, comenzando por su sugerente título, Ensayando identidades, que hace del estudio de la historia colectiva un laboratorio político-social. De hecho, un punto fuerte del texto es que analiza el marco teórico básico en conexión con tres casos casi experimentales en los que el indigenismo multiculturalista ha sido aplicado y sometido a prueba.
Tengo claro que esta no es una reseña al uso, ni de las que extienden innecesariamente la contraportada del libro y publicitan los reconocidos méritos de su autor, ni de las que logran buenas descripciones y críticas del contenido con las que tanto aprendemos. Aquí he tratado de explicitar algunos elementos que surgieron de conversaciones en torno a la mesa o a los libros. En esos diálogos siempre ha habido y habrá más colegas, textos y asuntos de interés, incluso quienes corrigen las borrosas primeras versiones de un texto antes de publicar. A Ludwig, gracias por mantener la conversación.