Huanta, Pamplona y Cobriza: tres casos de represión en el gobierno militar de Velasco Alvarado (1968-1971)
Alejandro Santistevan
Pontificia Universidad Catolica del Perú
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1353-6499
Recibido: 31/05/22 / Aprobado: 21/09/22
doi: 10.46476/ra.v3i1.130
Resumen
El gobierno de Juan Velasco (1968-1975) es normalmente distinguido por su discurso humanista y populista de las experiencias dictatoriales, donde la doctrina de seguridad nacional se materializó en una política represiva de persecución a la izquierda. Este artículo trata de estudiar las luchas políticas concretas que tuvo que enfrentar el gobierno y la represión que desplegó para aplastar la disidencia, especialmente de la «ultraizquierda». El objetivo de este artículo es presentar tres casos de represión: Huanta, Pamplona y Cobriza a través de las actas del consejo de ministros y las publicaciones Oiga y Caretas; asimismo, analizar el proceso de toma de decisiones y justificación de la violencia estatal. Esta revisión mostrará que el gobierno no tenía una idea unitaria sobre el uso de la represión, ya que la violencia durante esta época siguió un patrón de larga duración y, en ese sentido, finalmente la represión se impuso como hábito y marcó la conflictiva relación entre el sindicalismo magisterial y minero con el gobierno militar de Velasco.
Palabras clave: doctrina de seguridad nacional, gobierno militar Perú, violencia estatal, sindicalismo, movimiento estudiantil.
Abstract
The government of Juan Velasco (1968-1975) is normally differentiated by its humanist and populist discourse among dictatorial experiences, where the doctrine of national security materialized in a repressive policy of persecution of the left. This article tries to study the concrete political struggles that the government had to face and the repression that it deployed to crush dissent, especially from the «far left». The objective of this article is to present three cases of repression: Huanta, Pamplona and Cobriza through the minutes of the council of ministers and the publications Oiga and Caretas; also, it analyzes the decision-making process and justification of state violence. This review will show that the government did not have a unitary idea about the use of repression, since the violence during this period followed a long-term pattern and, in this sense, repression finally prevailed as a habit and marked the conflictive relationship between teachers’ and miners’ unionism with the military government of Velasco.
Keywords: national security doctrine, Peru military government, state violence, trade unionism, student movement.
Resumo
O governo de Juan Velasco (1968-1975) distingue-se normalmente por seu discurso humanista e populista das experiências ditatoriais, nas quais a doutrina da segurança nacional se materializou em uma política repressiva de perseguição à esquerda. Este artigo tenta estudar as lutas políticas concretas que o governo teve que enfrentar e a repressão que implantou para esmagar a dissidência, especialmente da “ultra-esquerda”. O objetivo deste artigo é apresentar três casos de repressão: Huanta, Pamplona e Cobriza através das atas do Conselho de Ministros e das publicações Oiga e Caretas, e analisar o processo decisório e a justificativa da violência estatal. Esta revisão mostrará que o governo não tinha uma idéia unificada sobre o uso da repressão, já que a violência durante este período seguiu um padrão duradouro e, neste sentido, a repressão finalmente se tornou um hábito e marcou a relação conflituosa entre os sindicatos de professores e de mineiros e o governo militar de Velasco.
Palavras-chave: doutrina de segurança nacional, governo militar peruano, violência estatal, sindicalismo, movimento estudantil.
Introducción
El presente artículo es una aproximación al problema de la represión en el gobierno de Juan Velasco (1968-1975). Estudiar tres casos de violencia estatal: Huanta, Pamplona y Cobriza, en el marco de la revolución militar, ofrecerá elementos para discutir cómo los procesos de cambio político se enfrentan a estructuras de larga duración que le dan forma y soporte a la violencia estatal: el acceso desigual a la justicia, la inclinación de la burocracia policial-militar a la represión y el andamiaje mental que legitima el uso de la fuerza estatal en contextos de conflictividad social. (Esparza, 2009; Lvovich, 2020; Grandin y Joseph, 2010; Méndez, 2021) El objetivo del texto es dar cuenta de la tensión entre el discurso reivindicativo del gobierno y su forma represiva de lidiar con la disidencia popular. Este es un tema muy amplio que no se podría agotar en un artículo de estas características. La identificación del gobierno como revolucionario y la centralidad del estudio de las reformas en la historiografía han conducido a que se conozca poco sobre algunos hechos clave de represión estatal, los cuales desdibujan la lectura apologética del velasquismo. Entre ellos tenemos la represión a los estudiantes y campesinos en Huanta en 1969, la represión luego de la invasión de Pamplona en 1971 y la masacre de Cobriza a fines de ese mismo año. Por cuestiones de espacio y tiempo se dejan de lado aquí las deportaciones, la censura de la prensa, los juicios a los funcionarios del régimen belaundista, PPK entre ellos, el uso de la prisión militar contra opositores como Horacio Zeballos o el debate sobre el acceso a la justicia en medio de la revolución. Un estudio sobre el papel de la represión en la lucha política y la identidad del gobierno militar peruano que considere todos estos aspectos sería un proyecto ambicioso, pero necesario, especialmente considerando la derechización del gobierno y el papel de la policía y la derecha militar en su caída (Zapata, 2018).
El gobierno se enfrentó a tres casos, Huanta, Pamplona y Cobriza, donde hubo un desborde popular del programa de reformas oficial y en los tres casos utilizó la fuerza letal del estado para dirimir el conflicto. El lector encontrará a continuación una reconstrucción de estos tres casos emblemáticos de represión sobre la base de la revisión de los semanarios Oiga y Caretas y de los borradores de las Actas del Consejo de Ministros. En una primera sección se discuten las versiones de la doctrina de seguridad nacional que albergaba el gobierno de Velasco; en la segunda sección, se analiza la represión en Huanta; en la tercera sección, se aborda la represión en Pamplona y la caída del ministro del Interior, Artola. Finalmente, se estudia la masacre de Cobriza y la figura de Ritcher Prada.
Más allá de la reconstrucción y la síntesis sobre estos hechos, la intención de este artículo es percibir las continuidades y las tensiones entre el discurso populista del gobierno y el patrón de violencia estatal frente a la disidencia que se extiende antes y después del período de Velasco. La hipótesis que guía este trabajo es que las decisiones sobre represión no estuvieron al centro de la discusión política al interior del gobierno, en el Consejo de Ministros, porque se aceptó una aproximación tecnocrática a la misma. Fue entonces potestad del ministro del Interior y no del presidente, decidir el uso de la fuerza estatal. Veremos que, al contrario de la imagen de Velasco como un líder absoluto del proceso, en el caso de la represión hay tensión entre lo que el presidente declaraba y lo que las fuerzas represivas hacían.
Doctrina de seguridad nacional y represión en el caso peruano
La historiografía de la Guerra Fría en América Latina ha superado ampliamente la vieja lectura de las dictaduras latinoamericanas como simples peones de Washington. Las «rupturas externas» del período, es decir los procesos internacionales como la conformación de la doctrina de seguridad nacional, deben ser considerados a la luz de las «rupturas internas», es decir la historia de las luchas políticas alrededor del agotamiento del sistema político y económico en América Latina (Casals, 2020; Pettina, 2018). En el caso peruano, el sistema de partidos hacia fines de la década de 1960 era muy débil y poco representativo, además la escena política seguía controlada por una élite que combinaba liberalismo económico con revanchismo y autoritarismo político. El resultado era un país subdesarrollado, un estado incapaz de liderar cualquier reforma y unos actores políticos tradicionales desprestigiados. El golpe de Velasco se produjo por una combinación de este escenario político y la maduración dentro del ejército de un grupo de oficiales que se sentía no solo capaz, sino compelido a realizar la «tarea histórica» de desarrollar al país (Zapata, 2021).
Detrás de ese mandato de la historia, había una preocupación por la seguridad de la patria entre los militares devenidos en revolucionarios. La difusión de las doctrinas de seguridad nacional es clave en la idea de que es urgente tomar el poder, pero de ninguna manera se trató de una asimilación mecánica de lecciones imperialistas ni un plan digitado desde afuera en el que los peruanos no tenían agencia. En cambio, fue un proceso complejo de transformación del ejército al calor de las ideas de los sesenta globales, la crítica a la modernización capitalista como horizonte y el surgimiento de una cultura disidente y de ruptura (Zolov, 2014). La presencia de ideas como la teología de la liberación, la lectura cepalista de la economía latinoamericana y la lectura crítica de la historia, le dieron un cariz renovado a la formación intelectual de los militares peruanos durante los años de 1960 (Krujit, 2008). No obstante, es complicado sostener que estas ideas correspondan a la identidad del gobierno. En cambio, el gobierno puede describirse a partir de lo que Lisa North llamó un «consenso militar básico» que no tenía demasiado de radical o socialista, sino que estaba basado en el desprecio a los civiles, la unidad de las fuerzas armadas por sobre todas las cosas y la necesidad de cierto nivel de reforma económica y social que evite el caos social (North en Sánchez, 2002). Este consenso y el liderazgo de Velasco fueron las condiciones de posibilidad para un gobierno con personajes tan disímiles entre sí, como veremos a continuación.
Es posible considerar a dos militares ministros del gobierno de Velasco como tipos ideales de las posiciones ideológicas dentro de las Fuerzas Armadas peruanas, sin desestimar la necesidad de estudios a profundidad del camino retórico, jurídico y burocrático de la represión en el Perú. El primero es Edgardo Mercado Jarrín, graduado de la escuela de oficiales en 1940, fue canciller del gobierno de Juan Velasco de 1968 a 1973 y primer ministro entre 1973 y 1974. Fue también uno de los que planificó en secreto el golpe del 3 de octubre de 1968, por lo que era del círculo de confianza de Velasco (Mercado en Tello, 1983). Mercado Jarrrín se graduó del posgrado militar en el Centro de Altos Estudios Militares (CAEM) en 1963, una época donde la instrucción estaba marcada por una lectura desarrollista de la economía, la teología de la liberación y una lectura desde la crítica de la historia peruana (Toche, 2008; Rodríguez, 1983). Mercado fue luego profesor del CAEM y director de inteligencia de la Escuela Mayor del Ejército, desde donde se posicionó como un intelectual militar crítico. Especializado en temas de geopolítica y desarrollo. El general peruano «concibió un cruce o hibridación entre tercermundismo, no alineamiento, desarrollo y seguridad nacional» (Alburquerque, 2017). Su visión de seguridad estaba centrada en el desarrollo socioeconómico y en el bienestar más que en el anticomunismo y la represión. Un ejemplo de esto es su lectura sobre el peligro del comunismo:
Las Fuerzas Armadas del hemisferio tienen plena conciencia del peligro comunista y no tolerarán su implantación en el Continente. Pero el anticomunismo de la Fuerza Armada no sería suficiente para garantizar y preservar nuestra libertad si la política de los Estados no está encaminada al desarrollo económico, sin privilegios de grupo, y al cambio estructural que haga una efectiva justicia social que permita eliminar las contradicciones existentes. (Mercado en Rodríguez1983, p. 201)
El segundo es el general Armando Artola, ministro del Interior de 1968 a 1971. Artola también fue graduado de la escuela de oficiales en 1940. Fue ministro de Trabajo del régimen militar de Manuel Odría (1948-1956), un dictador que persiguió al aprismo y al comunismo y que instauró prácticas de violencia contra enemigos políticos, sobre todo a manos de los agentes del infame ministro del Interior, Alejandro Esparza Zañartu. Otros ministros del régimen de Velasco, como el Primer Ministro, Ernesto Montagne, o Mercado Jarrín, no participaron del golpe militar de 1948 y se opusieron a Odría. Artola tuvo una experiencia clave como jefe de inteligencia del Ejército cuando surgió el foco guerrillero del Ejército de Liberación Nacional y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria a mediados de la década de 1960. Su experiencia está recogida en el libro titulado Subversión, publicado en 1976, allí muestra un anticomunismo de corte macartista donde asocia a toda la izquierda como parte de una conspiración violenta contra la civilización occidental. El libro acusa al gobierno de Velasco de haber sido infiltrado por comunistas y haber pervertido la honorable misión «nacionalista, humanista y cristiana» que tenía en sus inicios. Extrae una llamativa lección sobre la experiencia contrainsurgente que merece ser reproducida en su totalidad:
Una de las enseñanzas más valiosas de la campaña anti-subversiva fue la decisión de abandonar en ciertas situaciones, algunos escrúpulos de nuestra civilización occidental y cristiana para hacer frente a quienes no los tenían, porque cuando se lucha empleando métodos o consideraciones obsoletas contra un adversario que ha sido especialmente entrenado para tener muy en cuenta lo que se considera una debilidad burguesa, se pierde antemano (Artola, 1976, p. 185).
Esta visión represiva contrasta con la lectura desarrollista de Mercado Jarrín y se ubica más bien en las antípodas de la retórica nacionalista y humanista del CAEM hasta antes de 1964. No obstante, no era un caso aislado dentro del Ejército. Entre 1964 y 1966 el CAEM fue dirigido por un militar proamericano y anticomunista, como el general José Giral, lo que indica que las posiciones progresistas no dominaban todo el ejército peruano y que durante la época de Belaunde se buscó despolitizar el posgrado militar. Giral, como Artola, consideraba que la subversión no tenía nada que ver con la pobreza, sino con una agresión comunista externa «del bloque soviético» y que había que combatirla a sangre y fuego (Giral en Rodríguez, 1983).
Estas dos posiciones, aparentemente contradictorias sobre la seguridad nacional, coexisten en el seno del gobierno gracias al liderazgo que tenía Velasco sobre sus camaradas de armas. Velasco, que no fue formado en el CAEM y que desconfiaba de políticos e intelectuales, no estaba interesado en producir una línea política que unifique y liquide las diferencias, sino en colocarse a la cabeza de un régimen que contente a las diversas facciones de las Fuerzas Armadas y haga viable un gobierno eficiente que logre las reformas prometidas. De ahí que su estilo de gobernar haya sido descrito como uno de «feudalización del poder» en el que se delegaba un poder casi absoluto a los ministros y encargados sectoriales (Krujit, 2008). Velasco fue un militar que siempre rehuyó a la política y a la aparición pública, a pesar de que se elevó como una figura carismática, no era realmente un líder hacia afuera, sino hacia adentro de las Fuerzas Armadas. De ahí que su prioridad, antes que mantener una línea coherente en lo político-retórico, era mantener la unidad de la corporación militar. La represión estatal en los casos estudiados a continuación tendrá que ver con esta dinámica de pragmatismo y segmentación en la toma de decisiones.
En una sesión del Consejo de Ministros, en mayo de 1969, le preguntaron a Artola por la situación de la seguridad nacional, respondió: «el problema principal es que el gobierno está plagado de comunistas».1 La figura de Artola empezará a surgir como el impulsor de una lectura anticomunista de la situación política y de una intensificación de la represión ante la disidencia. Los siguientes meses estarán marcados por enfrentamientos con estudiantes en Lima y Ayacucho, alrededor de la Ley Universitaria que quería sacar adelante el gobierno y que afectaba la participación estudiantil y la gratuidad de la enseñanza. Esto fue suficiente para desatar las primeras grandes movilizaciones populares contra el gobierno de Velasco.
De la Católica a Huanta, represión estudiantil en 1969
El gobierno militar se enfrentó a un gran problema: la demanda de educación creció más rápido que la oferta estatal y privada. Al mismo tiempo, la situación económica heredada del gobierno de Belaúnde era muy desfavorable: déficit fiscal del 4 % en 1967, plazos de pago de la deuda externa a punto de vencer y bloqueo de créditos blandos para financiar gasto público. En pocas palabras, no había dinero para el aumento del gasto público que implicaban cumplir con las promesas de la revolución (Ugarteche, 2019). Esto configuró un escenario donde el gobierno era presionado por sectores sociales organizados, como estudiantes y maestros, para aumentar el gasto público al mismo tiempo que los estudios del Ministerio de Economía que exigían la contracción fiscal. Entonces, la respuesta de la revolución militar fue congelar los aumentos de sueldos a maestros, detener la creación de nuevas universidades y parar los aumentos de gasto. El gobierno buscó nuevas formas de financiar el sector Educación como fue el Artículo 1 del D. S. 006 de mayo de 1969, mediante el cual se obligaba a los alumnos que reprobaban un curso y lo querían volver a llevar, a pagar la suma de 100 soles, lo que anulaba de facto la gratuidad de la enseñanza. En ese mismo mes, además, el gobierno buscó suprimir la autonomía universitaria y despolitizar la educación superior. Las universidades, especialmente en el caso peruano donde no existían partidos que canalicen efectivamente las demandas de las organizaciones sociales y las clases populares, se convirtieron, desde inicios del XX, en un espacio de lucha antioligárquica y de vanguardia política. En 1961, gracias a la lucha de los estudiantes y en el proceso de apertura luego de la dictadura de Manuel Odría, se aprobó el establecimiento del co-gobierno estudiantil en las universidades. Esto agudizó el proceso de politización del estudiando y desató una competencia entre el aprismo, el maoísmo (Bandera Roja y luego Patria Roja), el troskismo (MIR y luego Vanguardia Revolucionaria) y una diversidad de grupos políticos por el poder en las universidades (Lynch, 2021). Los militares aborrecían esta situación, ya que veían estos núcleos de estudiantes radicales como un peligro para la seguridad nacional, como lo señala Artola constantemente en el Consejo de Ministros. La reciente aparición de esta fuente nos da acceso a los procesos de toma de decisión, alrededor de la represión y a los efectos que causó en el equilibrio político al interior del gobierno2.
En febrero de 1969, el ministro Artola informó que la inteligencia había detectado la conformación de un frente estudiantil a favor de la gratuidad de la enseñanza y el libre acceso a las universidades. Dice que en universidades de todo el país hay comunistas preparando acciones y que la policía les sigue los pasos.3 A inicios de junio de 1969, en el consejo se tomó otra decisión que generó rechazo entre los estudiantes. El Ministerio de Educación, en un intento de controlar la politización, decidió que los miembros del consejo estudiantil solo podían ser representantes del quinto estudiantil, es decir entre los mejores alumnos, lo que iba contra la idea del co-gobierno y la democracia universitaria4. En la Universidad Católica, una institución privada de clase media-alta, protestaban hombro a hombro apristas, comunistas y liberales contra la nueva legislación universitaria. En el local de Letras de dicha universidad, en el centro de Lima, protestaban estudiantes y autoridades contra el gobierno. El día 11 hubo escaramuzas e intimidación de la policía, pero el día 12, la universidad cerró sus puertas para evitar que entre la Guardia Civil. La respuesta, según la versión de la PUCP, fue desmedida y sin que mediara provocación: un carro antidisturbios rompió la puerta, ingresaron decenas de tropas lideradas por oficiales de alto grado, se dispararon gases lacrimógenos y líquidos abrasivos, se utilizaron varas eléctricas y regulares y se detuvo a estudiantes y profesores. Incluso el rector, Felipe McGregor, y el reputado lingüista, Luis Jaime Cisneros, se vieron afectados por la violencia policial5.
En la sesión del Consejo de Ministros del 17 de junio de 1969, el general Velasco intervino para explicar que la revolución debía ser hecha con los estudiantes, por lo que invitaría al rector McGregor y a una comisión de cinco estudiantes para que asistan al Consejo de Ministros y se calmen las tensiones. La actitud de Velasco contrasta con el violento ataque ordenado por el ministro Artola unos días antes. La situación, sin embargo, ya se había desbordado y la represión policial generó una respuesta organizada y violenta de los estudiantes de la Universidad Nacional Mayor San Marcos, Universidad Nacional Agraria y la Universidad Nacional Federico Villareal, situación que dejó un saldo de más de 100 detenidos y varios estudiantes heridos de gravedad6. Se utilizaron bombas de paquete, es decir vomitivas, lacrimógenas e irritantes, a la vez.
Caretas, 13-06-69. Felipe McGregor y Luis Jaime Cisneros contra la Guadia Civil
La amplia información sobre los choques estudiantiles en Lima, en los semanarios Oiga y Caretas, contrasta con el absoluto silencio respecto a lo que ocurría en Ayacucho, donde un frente conformado por padres de familia, estudiantes secundarios, estudiantes universitarios, maoístas y campesinos rurales se reunía para pedir la derogatoria del Decreto 006. Es interesante notar que mientras en Lima la protesta es sobre todo por la libertad, la autonomía y contra el militarismo, la reivindicación de los ayacuchanos es la derogación total del decreto y el regreso a la gratuidad plena de la educación pública.
Un elemento clave en esta historia es la Universidad San Cristóbal de Huamanga, ya que era la única de la región y recibía un buen número de hijos de campesinos y trabajadores que veían la educación superior como uno de los pocos espacios de ascenso social en el país. Esta universidad fue reabierta en 1959, después de un largo período de abandono, y se convirtió rápidamente en un núcleo de ideas radicales que se conectaban, vía los estudiantes, con el tejido social de toda la región de Ayacucho. De ahí que esta protesta no fue solo una acción de grupos radicales estudiantiles, sino de una red donde se mezclaban organizaciones campesinas, organizaciones políticas de ultraizquierda, organizaciones estudiantiles y redes de padres de familia. En ese ambiente se conformó el Frente Único de Estudiantes de Huanta (FUEH), que fue la principal plataforma política en esa lucha. En este frente, aunque había gente de todas las corrientes, el peso de los maoístas del Frente de Estudiantes Revolucionarias (FER) era evidente, por lo que terminó tomando una posición intransigente: huelga o derogatoria total del decreto. Entre el primero y el 20 de junio, aproximadamente, se sucedieron expulsiones de alumnos, tomas de locales y pequeños choques entre estudiantes y la policía ayacuchana que fueron empeorando el problema, generando resentimiento y un ánimo de lucha callejera difícil de apagar (Escamilla, 2019; Degregori, 2014). La situación solo reforzaba la idea de un estado centralista que olvidaba a las provincias y solo aparecía para reprimir. Al mismo tiempo, los ministros en Lima pedían seguir «estudiando» las implicancias económicas y sociales del Decreto 0067
La situación, sin embargo, no daba para análisis ni estudios, ya era muy tarde. Uno de los detonantes del estallido social fue la herida de bala a Mariano Maccerhua, un joven estudiante huamanguino. El 20 de junio, los estudiantes respondieron con protestas en el centro de Huanta; sin embargo, fueron cercados en el Mercado Central y asfixiados con bombas lacrimógenas. Se trató de un acto de escarmiento y violencia, ya que los estudiantes protestaban en forma de pasacalle, acompañados de padres de familia y campesinos. Ese día fue el punto de quiebre y los choques se extendieron hasta la madrugada. Al día siguiente, el 21 de junio, se desplegaron agentes de la Policía de Investigaciones del Perú en Huanta y Huamanga, deteniendo a decenas de personas acusadas de agitadores. Uno de esos detenidos fue Abimael Guzmán Reynoso, profesor de filosofía y dirigente de Bandera Roja. Guzmán fue el conductor de Sendero Luminoso, organización subversiva terrorista que declaró una guerra contra el estado entre 1980 y 2000. Bandera Roja, sin dudas, estaba detrás del movimiento en Huanta y la idea de que estaban enfrentando a un gobierno «fascista», como calificaron ellos a Velasco, alimentaba su radicalismo (Dorais, 2011). Un informe desde Ayacucho señala la cifra de 37 detenidos que fueron conducidos a Lima, al penal de El Sexto, donde fueron agredidos y maltratados8.
El 22 de junio, Huanta amaneció rodeada de los Sinchis, una unidad contrasubversiva de la policía, formada específicamente para combatir a las guerrillas de 1965. Su actuación fue implacable ante una movilización social que se tornaba cada vez más violenta. Para el mediodía, la situación se había desbordado, reventaban bombas molotov en las calles, los manifestantes habían tomado una comisaría y buscaban atrincherarse en la plaza de armas. Aproximadamente, 200 Sinchis entraron a la plaza y empezaron a disparar contra la movilización. La diferencia en poder de fuego era notable, un testigo recuerda, entre lágrimas: «pero con una huaraca, con una honda, contra una metralleta… no se podía, pues…» (Mucha, 2019). Los manifestantes se desbandaron, pero hubo una intensa persecución por las calles de la ciudad. A las seis de la tarde ya todo estaba consumado, la ciudad estaba bajo Ley Marcial y los manifestantes que no habían sido alcanzados por las balas o capturados llamaban a la resistencia en vano. La ciudad fue militarizada, al igual que la vecina Huamanga, y sobrevolaron aviones de guerra los siguientes días. En esos días circularon denuncias de desaparecidos, lanzados al río o colocados en camiones de basura, a fin de evitar responsabilidades para los Sinchis. La cifra oficial de 14 muertos debe ser contrastada con estas versiones (Escamilla, 2019). El gobierno reaccionó acusando que la movilización era un boicot contra la Ley de Reforma Agraria que se iba a dar el 24 de junio y señaló que los campesinos que protestaban en Huanta habían sido «utilizados» por la derecha y unos cuantos extremistas. Un periodista ayacuchano, corresponsal de Oiga, decía que la revuelta había sido orquestaba por unos cuantos «aventureros chinos», la derecha y la CIA. Mientras que otro corresponsal limeño llamaba a lo ocurrido «agitación pigmea», la cual buscaba detener la obra de la revolución y la Reforma Agraria9.
En la sesión del Consejo de Ministros, posterior a la represión en Huanta, Velasco se mostró muy preocupado. Ordenó que se envíe una comisión de militares para investigar qué pasó y pidió que se estudie una nueva Ley de Seguridad Interna. Velasco temía que lo de Huanta pueda contagiarse a otras regiones. Le pidió a Artola su versión de los hechos, quien sostuvo que la policía solo actúo en defensa propia y que los campesinos estaban armados con dinamita, armas automáticas y estaban acompañados de al menos 25 agitadores profesionales, enviados desde Lima. Velasco ordenó en esa sesión que se derogue del Decreto 006 y que se reinstituya la gratuidad de la enseñanza10.
Tanto el caso de la PUCP como el de Huanta parecen señalar un primer patrón en la represión estatal en estos años. Velasco no ordenó la represión directamente, sino que actuó ex-post para contener los daños. Otro elemento que surge de la comparación de ambos hechos es la diferencia en el grado de represión. En la PUCP, la represión fue bastante desmesurada y violenta, pero no llegó al grado de uso de armas letales como en Huanta. Pertenecer a un espacio de élite como esa universidad no salvó a los estudiantes y autoridades de la represión estatal, pero probablemente sí de un ensañamiento mayor. En cambio, en Huanta las autoridades percibían mayor grado de violencia de parte de los manifestantes y un riesgo de que la protesta se extienda hacia las masas campesinas de la región. Ayacucho ya había sido identificado por Artola como un posible foco de guerrillas, debido a la presencia del MIR, pero también porque el movimiento magisterial podría radicalizarse por la presencia de los maoístas11. El ministro del interior parece estar convencido de que es “«evidente la existencia de un plan organizado para oponer a la acción del Gobierno Revolucionario, utilizando a los estudiantes y a los obreros, corriendo dicha acción a cargo del APRA»12. No es seguro si Artola exageró ante el Consejo de Ministros la importancia de las amenazas o si realmente percibía estar ante un complot liderado por el APRA o una inminente guerrilla en Ayacucho. Lo cierto es que ese diagnóstico fue el origen de la orden y luego la justificación para la intervención de los Sinchis en Huanta en 1969.
Como se verá en la siguiente sección, la represión no era una decisión del gobierno «como tal», es decir, no respondía a un plan político conciliado entre los ministros o con la anuencia de Velasco, sino más bien era una respuesta del aparato policial represivo, que mantuvo un alto grado de autonomía, al desborde de los conflictos sociales. Se va perfilando entonces una dinámica que nos aleja de la idea de un dictador todopoderoso y nos acerca a entender la complejidad de un gobierno institucional de la Fuerza Armada, donde se priorizaba el pragmatismo, el espíritu de corporación militar y la unidad del gobierno por sobre el principismo ideológico. La segmentación del poder y la unidad interna de las Fuerzas Armadas, sin embargo, tendrían un límite, ya que Artola fue cesado como ministro en 1971, en medio de una polémica sobre represión.
La caída de Artola y la represión en Pamplona, 1971
El general Artola fue un ministro del interior que contrastaba con los elementos más progresistas del gobierno revolucionario de Velasco. Mientras, ministros como el de minería, Jorge Fernández Maldonado, se esforzaba en visitar universidades y convencer a los estudiantes de que estaban luchando «en la misma trinchera» contra un enemigo común que era la oligarquía y el imperialismo, Artola insistía en el anticomunismo y la represión contra los estudiantes13. La represión estudiantil y la persecución de la prensa que Artola ordenó dañaron la reputación del gobierno, ya que lo acercaban a las tradicionales dictaduras represivas de las que quería distanciarse. Otros ministros que seguían ligados al antiguo régimen y que contradecían el núcleo ideológico de la revolución, como Ángel Valdivia, de economía, o José Benavides, de agricultura, fueron expectorados antes del primer aniversario de la Revolución. En cambio, Artola duró hasta 1971, probablemente por su importancia y antigüedad dentro del ejército y los servicios de inteligencia, pero también por su cercanía personal con Velasco14.
Es interesante notar cómo Artola adapta su discurso a los nuevos tiempos y trata de generar cierta adhesión popular a través de giras y mítines que hacía en los pueblos jóvenes. En mayo de 1969, Artola decía ante una multitud popular: «Ni los leones, ni los rotarios, ni los industriales poderosos les dan nada a ustedes», mientras entregaba donaciones a la gente. Esa misma noche, como reportaba Caretas con ironía, Artola cenaba en la casa de Gonzalo Lavalle, uno de los hombres más ricos del Perú15. Artola, además, había formado parte del gobierno de Odría, recordado por aplicar una política clientelista con lo que llamaba «barriadas». Durante estos años, las barriadas se mantuvieron deliberadamente precarizadas como forma de crear una relación de dependencia entre ellas y el estado odriista. No se entregaban títulos de propiedad ni se construía vivienda pública de calidad, el «paternalismo» y la «informalidad» reemplazaban la planificación (Collier, 1978). No sorprende entonces que Artola haya querido replicar esto durante el gobierno de Velasco.
A diferencia de la época de Odría, en 1969 había más pluralismo político y organización social que disputaban lecturas como la de Artola. El principal crítico de Artola fue el sacerdote jesuita y Obispo Auxiliar de Chimbote, formado en la opción preferencial por los pobres y el catolicismo progresista, Luis Bambarén. Junto con otros religiosos y líderes sociales impulsó la organización Pueblos Jóvenes del Perú (PUJOP), que buscaba mejorar la calidad de vida en lo que antes se llamaba «barriadas». Este fenómeno se disparó en la década de 1960 y las tomas de terrenos eran cada vez más organizadas y cerca de las zonas urbanas y «decentes» (Lerner y Stiglich, 2019). En contra de la visión paternalista de Artola, Bambarén declaró en 1969: «en vez de calmar a los pobres con panetones y ropa usada, hay que transformar la sociedad»16.
La invasión de Pamplona, en mayo de 1971, marcó el fin de Artola como ministro del interior. La migración del campo a la ciudad y el enorme crecimiento demográfico se encuentran con una escasa oferta de vivienda barata y muy pequeños programas de vivienda social. Esta situación marca la proliferación de la vivienda auto-construida en Lima, especialmente a partir de la década de 1950. El gobierno militar de Juan Velasco trató de cambiar el lenguaje y la forma de relacionarse con los pueblos jóvenes, al insistir en que era necesario el acompañamiento técnico del estado mediante procesos de «participación popular» para la construcción de viviendas. Al menos en lo retórico, esto se distanciaba del lenguaje liberal y disciplinante de la política de vivienda previa (Abad, 2021). La política de vivienda, después de 1968, fue sumamente limitada por las contradicciones entre los radicales planes, desde el SINAMOS de desarrollar un modelo de comunidades autogestionadas, pero apoyadas por el gobierno y las constricciones económicas del gobierno para ofrecer ese apoyo. Experiencias exitosas como el acompañamiento estatal a la creación de Villa El Salvador fueron excepcionales y no pudieron replicarse de manera sostenida. No existió una política masiva de construcción estatal de viviendas y el sector privado no ofreció una solución para la demanda de vivienda barata. Esta situación, junto con el discurso de movilización y participación del gobierno, terminaron alentando invasiones y presiones al gobierno para que entregue tierras (Gyger, 2019). La invasión de Pamplona respondía a una necesidad concreta por vivienda, pero también correspondía a un intento de materializar el discurso de participación y movilización que estaba en el ambiente. Oiga reportaba que una madre de familia en Pamplona utilizaba un retrato del general Velasco como escudo contra la policía. Es una imagen poderosa, que es elocuente sobre las expectativas que generaba el gobierno y al mismo tiempo su incapacidad para cumplirlas17.
El 28 de abril de 1971, alrededor de 200 familias llegaron a Pamplona, en lo que hoy es San Juan de Miraflores. El gobierno, inicialmente, permitió que las 200 familias se establezcan en lo que hoy se llama Pamplona Alta. Cerca de ahí estaban los terrenos del colegio La Inmaculada, de los jesuitas y donde estudiaban los hijos de clase media-alta. En los primeros días de mayo de 1971, al notar que no hubo desalojo, los primeros invasores trajeron consigo familiares y amigos que ocuparon terrenos del colegio e incluso espacios ya lotizados por constructoras privadas, en lo que hoy es Vista Alegre, Surco. Esto generó protestas de la asociación de padres de familia del colegio La Inmaculada y la alarma de varias asociaciones de inmobiliarias y de propietarios. El 3 de mayo, Artola envío policías a desalojar, pero fue imposible ante la gran cantidad de personas que había llegado y la extensión de la invasión, Pamplona fue la más grande que vio el gobierno militar hasta ese momento. El Ministerio de Vivienda envió una comisión para negociar una posible reubicación. Los invasores no aceptaron la promesa de un lote en Lurín frente a la seguridad de la posesión, por lo que las negociaciones no avanzaron. El 5 de mayo, al parecer sin consulta con el Ministerio de Vivienda, Artola ordenó el desalojo de la invasión con un operativo de gran despliegue. Se utilizaron armas de fuego, bombas lacrimógenas, camiones lanza-aguas y una gran cantidad de efectivos policiales. El resultado fue un muerto, Edilberto Ramos y 64 heridos. La cifra de 50 policías heridos indica que los manifestantes también resistieron la carga policial con piedras y palos. Ramos había llegado a Pamplona siguiendo a un familiar, no era un dirigente ni tampoco un líder político. Su muerte parece producto de una intervención violenta con armas de fuego ante una movilización popular desbordante y no un asesinato selectivo18.
Bambarén llegó a Pamplona el 8 de mayo para oficiar una misa en memoria de Ramos. Ahí condenó la violencia del gobierno militar y se solidarizó con la lucha por la vivienda digna. Artola ordenó su inmediata detención y defendió su decisión diciendo que el religioso quiere «obtener propaganda barata y se siente celoso de no ser el único que ingresa a los pueblos jóvenes. ¡Es un agitador con sotana! ¡Bien claro lo digo!»19 La detención de Bambarén es el clímax de un enfrentamiento político que Artola trató de solucionar con la represión.
A los pocos días, el Consejo de Ministros se reunió y Velasco increpó a Artola porque la represión no fue discutida a nivel de los ministros y porque, a pesar de que conversaron la misma noche de la detención de Bambarén para que no se le procese, Artola continúo con la detención. Agregó que, al ser liberado luego por un juez, el gobierno ha quedado pésimo. Esto es interesante, ya que la lógica anticomunista de Artola contrasta con la supervivencia de un sistema judicial relativamente independiente durante estos años que no permitió una detención arbitraria contra el religioso. Veremos casos de otros sectores sociales, dirigentes campesinos, mineros y magisteriales, quienes sí fueron procesados por tribunales militares y enviados a prisiones donde eran abusados.20 Esta desigualdad en el acceso a la justicia existía antes del gobierno militar y persiste hoy, a pesar del cambio de régimen y la democratización.
En el Consejo de Ministros, Velasco argumentaba que a Bambarén había que liberarlo porque «es importante, pesa en el país y lo tenemos a nuestro favor». Velasco estaba más cerca de la línea ideológica donde la seguridad pasaba por la estabilidad política, la conformación de alianzas y la legitimación de la revolución. En cambio, Artola quería purgar del bloque del poder a elementos progresistas y críticos como Bambarén. En la sesión del 11 de mayo de 1971, esta confrontación explotó. Artola trató de defender su accionar y sostuvo que Bambarén no era realmente un religioso, sino un agitador y que se le detuvo para que «viera que no puede hacer lo que le da la gana». La mayoría del Consejo se colocó en la línea de Velasco y sostuvo que Bambarén es un amigo y que ha demostrado con hechos y palabras que está con la revolución peruana. En las siguientes sesiones, se dio un choque entre Artola y Velasco. El ministro del interior argumentaba que la policía había sido desautorizada y que se le ha ordenado retirarse de Pamplona, permitiendo así el desborde de la invasión, mientras que Velasco señalaba que en ningún momento ordenó el retiro de la policía, sino que pidió que se eviten más muertes. El ministro de Guerra, Ernesto Montagne, coincidía en la línea moderada de Velasco y señalaba que no se debía utilizar la fuerza para desalojar a los invasores, sino solo para evitar que se expandan hacia la propiedad privada. Tanto Velasco como su Ministro de Aeronaútica, Rolando Gilardi, insisten en que el APRA y la ultraderecha podrían estar detrás del complot y que estarían buscando un muerto más para encender los ánimos. Javier Tantaleán, ministro de Pesquería, identificado con una línea autoritaria, exigía en cambio que se intervenga y se desaloje para evitar otras posibles invasiones. Artola opinaba igual, pidiendo a los ministros su anuencia para una nueva intervención policial en Pamplona y señalando que «esta misma noche los puede desalojar», pero que no está seguro de «poder actuar». Remarcada su posición pragmática y el estilo sectorializado de gobernar, el presidente afirmó:
[...] cada uno tiene su función y que recomendar que no se meta bala es lógico y recomendar que se respete la propiedad privada es lógico; que la Policía tiene un Reglamento, que lo cumpla, ellos saben cómo hacerlo y cuando deben usar sus armas21.
Velasco insistía que la solución del problema debía venir de la comisión multisectorial de Interior, Vivienda y Educación que se había formado para atender el problema de Pamplona. Incluso, el presidente le sugiere a Artola que todo el problema se hubiera evitado si se hubiera analizado en conjunto y no solo desde el lado de la seguridad. Finalmente, no hubo otro desalojo en Pamplona ni tampoco otra muerte. Artola perdió y fue cesado como ministro.
La reiteración de acciones represivas sin consulta, Huanta y Pamplona, y el inútil enfrentamiento con un aliado como la iglesia progresista, marcaron el fin de Artola como ministro. No obstante, su reemplazo no fue un militar progresista o de una línea menos represiva. La duración de Artola en el cargo se explicaba por su peso en el Servicio de Inteligencia y el Ejército, de ahí que su reemplazo haya sido Pedro Richter Prada, jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, educado en guerra contra subversiva en Estados Unidos e ideológicamente más cercano al bloque derechista de Morales Bermúdez. Al mismo tiempo que tenía un perfil menos popular que otros personajes claves del régimen, Ritcher Prada tenía la lealtad de Velasco y había apoyado silenciosamente el golpe desde su posición en la División Blindada en 1968 (Krujit, 2008). Luego de su nombramiento en 1971, durará hasta el golpe de agosto de 1975 en la cartera del Interior, lo que lo coloca como uno de los personajes claves del gobierno militar, aún más considerando la huelga policial de febrero de 1975 y luego el papel de Ritcher Prada en la represión del Plan Cóndor. A pesar de esto, Ritcher Prada es poco conocido por los historiadores, por lo que este último capítulo será una aproximación a la represión en tiempo donde él manejó el Ministerio del Interior a partir del estudio de la masacre de Cobriza.
Huelga minera y represión en Cobriza, 1971
A diferencia de Artola, el nuevo ministro era de perfil bajo, evitaba dar explicaciones y producir escándalos. En cambio, se empezó a utilizar de forma más activa el servicio de inteligencia y hacer referencia de los informes de esta institución en los consejos de ministros. Según Héctor Béjar, quien trabajó en el gobierno de Velasco, con la entrada de Richter Prada se desató una persecución anticomunista al interior del gobierno de la que él mismo fue víctima y se orientó la mayor parte del aparato de inteligencia del país a investigar a la izquierda (Béjar, 2021). Es difícil conocer hasta qué punto esta afirmación es cierta y qué tanto se ignoraron las amenazas desde la derecha a la estabilidad del régimen, lo cierto es que a partir de la llegada de Richter Prada cambió el estilo de la represión, se tecnificó y se utilizó más la inteligencia y la violencia selectiva.
El gobierno se había tratado de definir como «humanista» como una tercera vía ideológica entre el comunismo y el capitalismo. Este humanismo se oponía al materialismo del capitalismo, pero también al marxismo ateo y antiliberal. Ponía a la libertad como un valor central y a la dignidad del ser humano como algo inalienable (Gallegos, 2019). No obstante, este era sobre todo un término que buscaba darle una identidad propia al régimen y no un concepto que estuviera realmente al centro de los debates y preocupaciones de los militares. De hecho, es más fácil identificar a los militares peruanos con un pensamiento tecnocrático y modernizador que con una lectura «humanista». Es su aproximación vertical, cortoplacista y pragmática a los problemas lo que marca su identidad, no una defensa de la libertad y de la dignidad humana por encima de todo. El caso de la huelga minera en Cobriza en 1971 y la actuación del gobierno para reprimirla es una buena forma de medir la tensión entre los discursos que buscan identificar al régimen con el «humanismo» y las exigencias de un gobierno modernizador y tecnocrático, que no se puede detener a solucionar todos los conflictos.
Cobriza es una mina de cobre, ubicada en Huancavelica, en la sierra central peruana, propiedad de la Cerro de Pasco Corporation, la más importante empresa minera del centro del país. En 1969, se conformó la Federación Minera entre los trabajadores de más de 10 minas de la zona de la sierra central, con el apoyo del sindicalismo comunista y trotskista. En octubre de 1971, esta federación organizó una huelga que tenía tres banderas: nacionalización de la Cerro de Pasco Corporation, mejora de condiciones laborales y mejora de salarios. La Cerro le informó al gobierno de Velasco que no podría cumplir con las demandas de los trabajadores y que tampoco cedería la propiedad de los yacimientos. Esta situación en la que la Cerro no cumplía sus obligaciones y el gobierno quería producir más, llevará a la expropiación de la Cerro en 1973. En 1971, el gobierno quería evitar los costos económicos que implicaba asumir la operación de una mina y buscaba convencer a la Cerro de que mejore las condiciones laborales e invierta en su operación (Zapata y Rojas, 2014; Krujit, 1983). Es importante señalar aquí que el gobierno militar peruano nunca trató de establecer un modelo de explotación estatal de los minerales, sino que se buscó atraer al capital extranjero a como dé lugar y fue solo luego de que esto fracase que optó por unas onerosas expropiaciones (Kuramoto y Glave, 2020). El problema fue que la incertidumbre generada por la expropiación de la IPC y la estrategia de bloqueo financiero aplicada por el gobierno de Richard Nixon hacían inviables nuevas inversiones mineras. De ahí que el asunto de la minería sea especialmente sensible para el gobierno, que necesitaba urgentemente las divisas que dejaría la minería para sostener las reformas de la revolución (Ugarteche, 2019).
La huelga estalló en octubre de 1971 con la participación activa de diferentes sindicatos locales, como el de la mina de Cobriza, liderado por Pablo Inza. Los huelguistas en Cobriza advirtieron que la Cerro de Pasco estaba retirando la maquinaria del yacimiento, lo que rompía un acuerdo previo en el que no se cerrarían las minas como amenaza ante las huelgas. La situación en Cobriza era bastante tensa, dada la mala fama que tenía la Cerro de Pasco en la zona y la relación tirante con los obreros. Entre 1969 y 1970, aproximadamente, el 50 % de los obreros de la mina sufrieron algún tipo de amonestación o suspensión laboral. La tasa de sindicalización real, es decir mineros que aportaban al sindicato, en Cobriza era de 78 %, el más alto entre los campamentos de la Cerro. Seguramente, por la dureza del trabajo en el socavón y la juventud de sus obreros, Cobriza fue también el sindicato más «combativo» de la Cerro. Dejando de lado las huelgas antes de la creación de Cobriza, este campamento es el más conflictivo con ocho huelgas en el período de 1968-1972 (Krujit y Vellinga, 1980). La radicalidad de Cobriza parece estar mejor explicada en estos factores materiales que en la influencia del trabajo político de Vanguardia Revolucionaria. Esta organización, pese a sus militantes esfuerzos, no logró engarzarse con el movimiento social minero y fueron sobre todo un apoyo político-jurídico desde Lima; aunque bastante desorientados sobre los retos que planteaba el mundo campesino-minero para su teoría troskista (Caro, 1998; Meza, 2020).
El 5 de noviembre de 1971, se realizó una asamblea donde participaron mineros de Cobriza y campesinos, allí se decidió avanzar hacia Parco donde se ubicaba el puesto de la Guardia Civil y las casas de representantes de la minera. La policía hirió con una metralleta a tres mineros, pero la movilización resistió para tomar el puesto policial, capturar el arma y a tres trabajadores de la compañía minera: el canadiense John Ukos, el superintendente holandés David Bronkhorst, geólogo, y el peruano Guillermo Shoof, jefe de relaciones industriales (Medina, 2019). En ese momento, el movimiento en Cobriza ya no era solo de los mineros, se había expandido rápidamente para recibir apoyo de comunidades campesinas aledañas, seguramente ligadas a familiares y económicamente con los mineros22 (Gamarra, 2018).
La delegación del gobierno, conformada por el ministro de Minería, Fernández Maldonado, quien estaba en la zona apoyando las negociaciones entre la Federación y la Cerro, se retiró del lugar cuando la noticia del secuestro se conoció. La posición inicial del gobierno fue apoyar una salida negociada a la huelga, pero la acción en Cobriza cambió todo. Richter Prada señaló en el Consejo de Ministros del 9 de noviembre de 1971, que había un plan de la izquierda trotskista para secuestrar a los ministros del régimen y que iba a tomar «medidas decisivas para concluir con estos dirigentes». El ministro de Trabajo informó que había negociado con los sindicalistas mineros y que ellos exigían garantía de que no habría represión en Cobriza; sin embargo, no se podía dar esa garantía mientras hubiese secuestrados. Luego de un intercambio de ideas, se aprobó un plan de acción: ocupación militar de la mina Cobriza para recuperar rehenes por la fuerza, detención de dirigentes trotskistas en Lima y de dirigentes sindicalistas en la zona centro y la suspensión de garantías constitucionales en la zona. Según Medina (2019), esta lectura provino de los agentes de seguridad de la empresa que acusaba a la sindical, influenciada por Vanguardia Revolucionaria, de querer «capturar rehenes en todos los campamentos mineros para acorralar al gobierno», lo cual el gobierno habría asimilado sin cuestionar. Esto tiene sentido, considerando que la Cerro había invertido una gran cantidad de dinero en infiltrar sindicatos y organizaciones de mineros para boicotear las huelgas. La creación de este cuerpo parapolicial al interior de la mina, conocido como Plant Patrol, y su coordinación con la policía parecen clave para explicar la violencia y la represión de la huelga.
Basándose en la información de la empresa y la policía, incluso Fernández Maldonado, que era un ministro considerado progresista, aprobó en ese Consejo de Ministros el plan para «suspender garantías» y recuperar el orden por la fuerza en la zona de Cobriza. Es importante considerar esta decisión a la luz que la minería estaba llamada a ser el motor de la economía nacional y la fuente principal de las divisas, por lo que era urgente para los militares reanudar la producción y la exportación. Los años siguientes estarán marcados por una combinación de conflictividad minera, caída en la producción y enorme gasto público para hacer producir las minas expropiadas que marcarán el destino de la economía nacional a futuro (Contreras, 2021). El caso Cobriza muestra una intersección entre expectativas económicas y relaciones de estado y sociedad que debe continuar estudiándose.
Oiga, 12-11-71
El 10 de noviembre, los dirigentes trotskistas que estaban en Lima, por ejemplo, Genaro Ledesma Izquieta, trataron de contactar al gobierno para negociar y evitar una masacre. Alfonso Baella Tuesta recoge el testimonio de Ledesma, en el que señala que a través del Ministerio de Trabajo fueron citados al Ministerio del Interior para negociar una tregua. Dice que alrededor de treinta abogados y dirigentes mineros abordaron varios taxis hacia el ministerio, pero Richter Prada nunca apareció; en cambio, todos fueron detenidos. Ledesma fue conducido a la comisaría de Breña donde le dijeron «te vamos a colgar de los huevos, a ti te liquidamos aquí, tú eres culpable de lo de Cobriza». Ledesma, que no tenía comunicación con Inza desde hace varias horas, preguntó «¿qué pasó en Cobriza?» (Baella, 1978).
Los Sinchis, el mismo grupo que había actuado en Huanta, se desplegó en Cobriza pero ahora con una particularidad, estaban disfrazados de trabajadores de la Utah Construction, una contratista de la mina. Pablo Inza y decenas de mineros y campesinos estaban reunidos en el local sindical para decidir qué hacer con los rehenes y el arma capturada. No está claro si los iban a soltar o no, pero sí es seguro que el tema se estaba discutiendo el 10 de noviembre. Al atardecer, cuando la asamblea estaba por empezar, un bus de trabajadores de la empresa Utah apareció en el horizonte. No era nada raro, eran trabajadores como ellos. En la entrada del local sindical había un teléfono que había sido la vía de comunicación con Lima. Minutos antes, se lo habían prestado a Bronkhorst, supuestamente para que hable con su familia, en cambio, el holandés le dijo al servicio de inteligencia de la policía, en inglés, que «los indios no tienen nada con qué contraatacar». Luego de eso sonó el teléfono y el campesino que contestó, gritó: «es para ti, Pablo». Esto era parte del operativo de los Sinchis, se tenía que simular una llamada para obligar a Inza a colocarse frente al local sindical. En ese momento, los aparentes trabajadores de la Utah sacaron rifles de asalto y dispararon a matar contra Inza y los dirigentes que se encontraban ahí. Los campesinos y mineros que salían del local sindical también sufrieron la represión, no hay una cifra oficial de muertos, ya que muchos cadáveres fueron desaparecidos en el río o llevados a otras zonas para desaparecerlos (Gamarra, 2018). En el Consejo de Ministros, Pedro Richter Prada ofreció un informe detallado de la versión oficial sobre Cobriza. Señaló que los rehenes fueron rescatados en un momento de distracción y que Inza respondió disparando a la policía, por lo que fue abatido junto con otras tres personas más. Informó que además hay 55 detenidos que serán juzgados por el fuero militar y enviados a la prisión militar del SEPA en la selva peruana23.
El gobierno emitió un comunicado oficial donde señalaba que los hechos de Cobriza eran responsabilidad de «elementos contrarrevolucionarios de ultraizquierda» que habían capturado un arma y secuestrado a trabajadores24. En la misma línea, Oiga argumentaba que la ultraizquierda había desvirtuado una huelga legítima con pedidos maximalistas como la amnistía de los maestros deportados y la expropiación sin compensación del capital extranjero, lo que condujo a un enfrentamiento violento e innecesario. Buscando una salida política, Velasco anunció que una comisión plural, con expertos, sindicalistas y militares, estudiaría las posibilidades económicas de la Cerro para aumentar salarios y mejorar condiciones de obreros25. Finalmente, la expropiación de la Cerro de Pasco en febrero de 1974 se dio bajo el argumento de que la Cerro había fallado en ofrecer las condiciones básicas de trabajo para los mineros y que el estado sería mejor gestor de esas minas, dándole parcialmente la razón a la Federación Minera. Las relaciones entre el sindicalismo minero y el gobierno, a pesar de posibles traslapes programáticos, estuvieron viciadas por la represión (Gálvez y Portugal, 2021).
Conclusiones
El gobierno de Juan Velasco respondió con violencia armada y letal contra población civil cuando fue desbordado por sectores populares, como muestran los tres casos estudiados. En los tres casos, el anticomunismo y el desprecio a la movilización social están presentes en el proceso de toma de decisión y se deja de lado una posible identificación con las causas populares que estaba al centro del discurso de los elementos más progresistas del régimen, como el propio Velasco. Aun cuando el gobierno terminaba dando la razón a los manifestantes, como en el caso de Pamplona y la reubicación en Villa El Salvador, la represión fue el primer acercamiento del estado y marcó definitivamente la relación con la población. Esto fue posible porque el régimen se mantenía unido gracias a un consenso mínimo que incluía, por sobre todas las cosas, la autonomía de los ministros. Una primera conclusión es que, tanto Artola como Ritcher Prada fueron ministros del Interior con mucho rango de acción y que actuaron bajo criterios propios muy influidos por una lectura represiva de la seguridad nacional, la cual no era necesariamente compartida por el resto de miembros del gobierno.
Una segunda conclusión es que es difícil atribuirle al gobierno una decisión colectiva o una política de estado orientada a la represión. Al inicio, la dinámica parecía ser una tensión entre la actuación torpe y represiva de Artola y el intento de Fernández Maldonado o Velasco de no perder contacto con sectores populares y de izquierda. En cambio, más adelante Ritcher Prada parece haber establecido una posición de poder dentro del gobierno, basada seguramente en su legitimidad como oficial de inteligencia, desde la que terminó justificando y aprobando en el Consejo de Ministros una intervención represiva en Cobriza en noviembre de 1971. Entonces, estamos ante un gobierno que está en sí mismo inmerso en un proceso de definición y transformación que debe continuar estudiándose.
Una tercera conclusión es que el caso de Cobriza muestra un patrón de violencia estatal interesante para estudiar en el largo plazo: la coordinación entre los servicios de seguridad de la empresa y la policía como factor clave para explicar la violencia contra las comunidades que rodean los proyectos mineros. En el caso de Cobriza, los agentes de Plant Protection de la Cerro parecen haber favorecido la intervención de los Sinchis. A su vez, la anuencia política de los ministros al planteamiento de Ritcher Prada para un desalojo agresivo fue suficiente para darle soporte a una operación con las características descritas. Esta combinación de la coordinación entre seguridad privada y pública y la protección política que ofreció el Consejo de Ministros al plan represivo explican, en gran medida, la magnitud de la represión en Cobriza. El agrietamiento del monopolio de la violencia estatal, la interferencia en la imparcialidad y la utilización de tropas antisubversivas, para enfrentar los conflictos sociales del presente, tienen sus raíces en casos como el de Cobriza, en plena revolución peruana, pero han sido transversales a diferentes gobiernos y períodos históricos (Saldaña y Portocarrero, 2017).
La utilización en Cobriza de un «escuadrón de la muerte», los Sinchis disfrazados e infiltrados en la mina y la ejecución selectiva del dirigente minero Pablo Inza, parece ser un caso único en el período de 1968-1975. En general, el gobierno prefirió la deportación y la censura a una «represión industrial» como se aplicaba en Argentina o Chile en la década de 1970, donde los detenidos-desaparecidos se cuentan por cientos y miles. (McSherry, 2009). No obstante, olvidar Huanta, Pamplona o Cobriza podría llevarnos a borrar las contradicciones del período militar-revolucionario e idealizarlo como un tiempo ajeno a los procesos de larga duración que le dan forma a nuestro país. En cambio, espero que este trabajo abone a una reflexión sobre la constancia de la violencia estatal, más allá de períodos álgidos como el del Plan Cóndor o el del Conflicto Armado Interno, y que se discuta la normalización de la represión mortal como salida a los conflictos sociales en el Perú.
Fuentes Primarias
Hemeroteca de la Biblioteca Nacional del Perú
Oiga, 1968-1971
Caretas, 1968-1971
Borradores de las Actas del Consejo de Ministros (transcripción digital)
Archivo Cancillería del Perú
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1, Borrador del Acta del Consejo de Ministros (BACM en adelante), 01-05-69
2. Las Actas son accesibles a través de este enlace https://sisbib.unmsm.edu.pe/repositorio_ACM/
3. BACM, 15-02-69
4. BACM, 03-06-69
5. «Irrupción policial al antiguo local de la Facultad de Letras en la PUCP» del 13-06-69 y «El Programa Académico de Derecho de la PUCP condena las acciones violentas de la Guardia Civil» del 16-06-69. Accesibles en el repositorio institucional virtual de la PUCP. https://repositorio.pucp.edu.pe/index/handle/123456789/70501
6. Oiga, 20-06-69
7. BACM, 17-06-69. Es importante notar el contrapunto entre la velocidad de los eventos en el terreno y la parsimonia de los espacios burocráticos de toma de decisión como el Consejo de Ministros.
8. Oiga, 18-07-69
9. Ídem. Oiga recoge también una carta de un lector ayacuchano donde denuncia que sí hay desaparecidos, que hay torturas y una represión militarizada en Huanta. En general, Oiga critica las movilizaciones contra el gobierno, pero también tiene espacios por donde se cuelan otras voces.
10. BACM, 23-06-69
11. BACM, 06-05-69
12. BACM, 27-05-69
13. Oiga, 27-06-69
14. Krujit (2008) cuenta que Artola y Velasco se volvieron a acercar después de 1975 y que incluso el general Velasco lo señaló como uno de los pocos militares en los que confiaba.
15. Caretas, 23-05-69. La sola contraposición de actividades en un día es anecdótica, la relación entre los más ricos y el gobierno militar es todavía una agenda de investigación en construcción. Se puede ver, por ejemplo, Monsalve, M. y Puerta, A. (2021) con un estudio sobre la relación entre asociaciones empresariales y el gobierno.
16. Ídem nota 13. La tensión entre la iglesia y el gobierno no se limitó al caso de Bambarén, Ramírez (2014) recoge en su estudio sobre la iglesia progresistas el caso del religioso estadounidense Diego Shahanan, quien fue detenido en Chimbote por «agitador».
17. Oiga, 422, 07-05-71
18. A partir de Lerner y Stiglich, 2019 y del documento «La Toma de Pamplona. El Pamplonazo» de la Municipalidad de Villa El Salvador. https://www.munives.gob.pe/file/histor.pdf y de los BACM, 11-05-71 y del 13-05-71.
19. Oiga, 14-05-71
20. La redacción de la revista Oiga protestó en su número del 24 de setiembre de 1971 en favor de una «justicia para todos» donde se deje de favorecer a los «decentes» y se deje de castigar a los pobres y desposeídos. Señala la editorial, además, cómo la preocupación por la «legalidad» y la «opinión internacional» solo importan cuando se trata de opositores de clase alta y no mineros, campesinos y profesores. El debate sobre el castigo y la revolución merece un mejor estudio en el caso de Velasco. Ver por ejemplo Chase, M. (2010) sobre la justicia revolucionaria en Cuba.
21. BACM, 11-05-71.
22. La reconstrucción de los hechos de Cobriza que se presenta es necesariamente parcial y limitada. Me baso en Gamarra porque recoge información atribuida a testigos campesinos que ni Krujit ni Medina consignan. Aunque entiendo que esto implica un problema metodológico es también una decisión positiva darle credibilidad a al registro de la memoria si este es creíble en un contexto específico.
23. BACM, 11-11-71. Según testimonios recogidos por Gamarra, hay más víctimas, entre ellos campesinos quechua hablantes que se sumaron a la acción de Inza. Aunque es problemático tomar la versión de Gamarra como totalmente cierta, está basado en testimonios y proviene de un registro no académico, creo que encaja bien con los reportes de la prensa sobre abusos extendidos y la experiencia de otros sindicalistas mineros en el terreno. Ver Gálvez y Portugal y notas siguientes.
24. Caretas, 12-11-71
25. Oiga, 19-11-71.