La Democracia y la calle.
Protestas y contrahegemonía en el Perú
Carmen Ilizarbe, La democracia y la calle. Protestas y contrahegemonía en el Perú (IEP, 2022)
Mijail Mitrovic
Pontificia Universidad Católica del Perú
https://orcid.org/0000-0002-9232-5472
doi: 10.46476/ra.v3i1.133
En este libro, Carmen Ilizarbe analiza las formas emergentes de la praxis política en el Perú entre 1997, el inicio del fin de la dictadura de Fujimori, y 2006, el fin del gobierno de Toledo, con la transición en medio. La Marcha de los 4 Suyos (M4S) constituye el punto nodal para examinar los procesos previos que llevan a que la calle se convierta en la principal arena de la política, espacio «que compite codo a codo con la arena institucional» (p.19). Arena donde entra en juego una soberanía popular que ha mostrado capacidad de enfrentamiento y veto ante varios gobiernos, y que ha puesto en escena una subjetividad política particular. Espacio de disputa y encuentro, de conflicto y de subversión carnavalesca del orden social, la calle también ha sido el lugar para constatar los límites de la política en tiempos neoliberales.
Tras analizar el período y evento mencionado, Ilizarbe sostiene que el aparente consenso sobre la demanda de democracia, alcanzado el año 2000, se disgregó en diversas posturas incompatibles. Surge así el debate sobre la relación entre las masivas movilizaciones contra el régimen de Fujimori y el posterior proceso de transición democrática; entre la destitución de la dictadura y la recomposición del orden institucional, iniciada por Paniagua y prolongada por los gobiernos posteriores. Desde allí, la autora extiende sus hipótesis a otros procesos de lucha política en varias escalas en el territorio nacional y, finalmente, interroga los vínculos entre lo estudiado y coyunturas más recientes, como las movilizaciones contra el régimen de Manuel Merino en 2020.
En primer lugar, el libro contribuye a desalojar ciertas ideas hoy dominantes sobre la política y su estudio. Frente a una ciencia política que, en la academia y en el discurso público, se aferra a los ideales abstractos de la democracia liberal y opera bajo presupuestos metodológicos cuestionables —la expulsión de las ideologías como marcos explicativos de la acción política o la idea de la falla democrática por la ausencia de partidos políticos «de verdad»— Ilizarbe plantea comprender la democracia en términos sustantivos, incorporando, en primer lugar, el desacuerdo y el conflicto dentro de su concepto. Lejos de ser índices de la distancia entre ideal y realidad, las protestas en las calles dan cuenta, primero, de una praxis ciudadana extendida y, segundo, de una disputa por el contenido mismo de la democracia. Digamos que, en el Perú contemporáneo, la protesta como forma válida de la participación política se ha vuelto un prejuicio popular (según la fórmula de Marx en El Capital); es decir, es parte del repertorio de acciones, mediante las cuales la ciudadanía se ejerce como tal, inclusive contra las ideas sobre lo legítimo y lo ilegítimo que manejan el Estado, los medios de comunicación y los voceros de las clases dominantes. Para asir la disputa por el contenido de la democracia, resulta clave atender, siguiendo a la autora, a las dimensiones imaginarias o simbólicas de la praxis política, donde se ponen en evidencia los varios sentidos comunes que disputan la hegemonía en el Perú actual.
Desde allí, el régimen democrático implantado en el país, desde el 2000, merece ser visto como una «democracia mínima», plantea Ilizarbe, capaz de sostener el ciclo electoral por dos décadas, pero limitada a la hora de absorber las demandas de cambio que, desde mediados de los 90, reclaman salir de las coordenadas neoliberales que la dictadura impuso. Una democracia donde la vieja separación burguesa entre política y economía se ha despojado de sus apariencias y declara abiertamente que la primera puede cambiar, pero la segunda es intocable.
En segundo lugar, el libro propone una mirada precisa sobre la escena política entre 1997 y 2006. Ilizarbe se aproxima a la esfera pública configurada en dicho período distanciándose de Habermas y su énfasis en la comprensión de lo público como escenario del debate racional. La autora entiende la esfera pública como «un espacio simbólico, informal y no institucional de política participativa directa al que la gente accede para debatir y organizar la acción política» (p. 80). Un espacio donde la deliberación tiene tanto lugar como los afectos y las pasiones. En el Perú, aquella esfera pública alternativa se empezó a articular a fines de los 90 en oposición al modo en que Fujimori organizó su imagen como salvador a través de los medios de comunicación —desde el discurso del autogolpe de 1992 en adelante— y contra sucesivas movidas oficialistas para permitir la extensión del régimen de cara a las elecciones del 2000.
A través de análisis cuantitativos y cualitativos de las movilizaciones, que tuvieron su punto álgido durante el año 2000, Ilizarbe muestra cómo diversos grupos sociales tomaron la calle y la convirtieron en el lugar principal de aquella esfera pública contrahegemónica: «La calle se convirtió en un lugar alternativo para la participación de los ciudadanos y sustituyó parcialmente la mediación de los partidos y las instituciones consideradas centrales para la democracia liberal, como las elecciones y las legislaturas» (p.109). Vistas como formas de desobediencia civil, las protestas canalizaron diversas demandas. Frente a la imagen de que la movilización tuvo como único norte el retorno de la democracia y el respeto del Estado de derecho, Ilizarbe registra que, desde fines de los 90, «se denunciaba al gobierno por ser autoritario y también por ser neoliberal. No se trataba solo de la “inestabilidad política” o de la promesa incumplida de la pacificación, sino también del “desempleo”» (p.140).
Hubo varias demandas: algunos colectivos de estudiantes universitarios, p. e., organizaron una «vigilia por la democracia» en 1998, en el contexto del referéndum que el régimen bloqueó para revocar la Ley de Interpretación Auténtica. Los estudiantes presentaban tensiones internas entre la universidad pública y sus formas de comprender la política, la ideología, los medios legítimos de protesta, y quienes, desde la universidad privada, veían con recelo la excesiva politización de sus pares. En otra ocasión, los primeros hicieron pintas en las calles y rechazaron la propuesta de los segundos por marchar con las manos pintadas de blanco, en señal de su carácter pacífico (de hecho, los últimos terminaron limpiando las pintas de los primeros). En otro frente, Ilizarbe rescata la protesta simbólica de campesinos de Chupaca (Junín) quienes, a mediados del 2000, botaron enormes cantidades de papas en la ciudad de Huancayo e inclusive bloquearon una carretera con el producto, en protesta contra los bajos precios y el incumplimiento del régimen de sus promesas para resolver la cuestión agraria.
Estas diversas demandas encontrarán cierta unificación efímera en la tercera M4S del 2000. La demanda por «democracia» tomó el lugar predominante en dicha coyuntura, entendida como «elecciones libres, justas, transparentes y sin Fujimori» (p.170). Como significante flotante (siguiendo a Laclau y Mouffe), la democracia articuló las distintas colectividades y grupos como un sujeto político donde se encontraron por un momento sindicatos, asociaciones civiles (incluyendo a colectivos artísticos como La Resistencia o Sociedad Civil), estudiantes, frentes campesinos y partidos políticos (que se sumaron a las movilizaciones solamente durante el 2000). En dicho proceso, Toledo tomó el lugar de un líder que obtuvo consenso entre los líderes de la diversa oposición —Flores Nano, Pease, Paniagua, Diez Canseco, Castañeda Lossio, etc.—, al mismo tiempo que apareció ante la multitud como un nuevo Pachacútec. Todo ello, además, se desenvolvió al interior de un campo de lucha que estuvo trazado por la línea divisoria entre «demócratas» y «autoritarios».
Así, Ilizarbe disecciona ese momento extraordinario a través del análisis de la articulación de las demandas contra la dictadura y por la democracia, junto a los elementos simbólicos que entraron en juego en la coyuntura —el famoso lavado de banderas, p. e.—. Frente a una concepción racionalista de la política, la autora propone incorporar los afectos a su análisis, como lo ofrece en el relato detallado de las tres jornadas de la M4S. Allí atendemos al papel que lo simbólico adquirió en la movilización (además de banderas lavadas, un grupo de mujeres vestidas de negro circularon la idea de un duelo colectivo por la muerte de la democracia, p. e.), y atendemos también a las cambiantes dinámicas de la lucha, que iban de la fiesta a la resistencia contra la represión, del «Woodstock» (como opinaron en El Comercio en la época) a los paños con vinagre, digamos.
Así, la autora avanza hacia la caída de la dictadura y el inicio del proceso de transición. Pero la clave aquí es discutir qué sucedió con esa esfera pública de oposición después de la renuncia de Fujimori. El discurso liberal que prevaleció
[...] destaca la importancia del estado de derecho y de los procedimientos, prioriza las formas mediadas de participación política (representación) y otorga un rol central a los procesos electorales y a las acciones individuales. La democracia liberal se convirtió en el modelo de democracia para la época de la consolidación, aunque siguió ligada al neoliberalismo (pp. 193-194).
Como resultado de aquella dinámica, finalmente, la autora explora el proceso de desarticulación de la apariencia de unidad que el sujeto político adquirió durante el pico de movilizaciones en el 2000. A través de tres casos (Arequipa en 2002, Tambogrande en 2003, Ilave en 2004) se hace evidente la disputa por la orientación del país tras el proceso de transición que no solo dejó intacto el capítulo económico de la Constitución de 1993, sino que, ya bajo el gobierno de Toledo, extendió las privatizaciones de empresas y bienes públicos y tomó partido por la empresa privada ante los intereses comunales, desconociendo sus promesas electorales. Las protestas son entonces ejercicios de desacuerdo (Rancière) que, en distintas escalas territoriales, muestran la voluntad de los actores políticos por entender la democracia como autorrepresentación, sobre todo allí donde el Estado, las clases dominantes y sus voceros intelectuales han intentado deslegitimar a la ciudadanía, sus demandas y sus formas de movilización.
Ahora bien, quisiera plantear algunos asuntos para discutir la propuesta de Ilizarbe. Un dato sobre los manifestantes del período 1997-2000 merece atención. Contra la idea de que los jóvenes universitarios y las asociaciones civiles fueron sus principales actores, los datos que presenta Ilizarbe muestran que «fueron los sindicatos los que desempeñaron un rol fundamental en el período 1997-200, organizando y liderando las protestas. En 2000, los estudiantes organizaron 23 protestas, mientras que los sindicatos 67» (p.128). Ante esa cifra, conviene discutir por qué, en la época, los medios disminuyeron el papel de los sindicatos en las movilizaciones y construyeron la imagen de una oposición desvinculada de proyectos ideológicos. ¿A qué agenda responde esa operación mediática? ¿Qué elementos del orden hegemónico que se sostuvo tras la caída de la dictadura hubiesen corrido riesgos si se le daba mayor lugar y papel a la clase trabajadora en la imagen pública de las movilizaciones? Y, en el mismo sentido, hay que discutir por qué los sindicatos, siendo reconocidos por la autora como fundamentales en este proceso, no reciben un análisis específico en el libro, a diferencia de los estudiantes y los colectivos artísticos.
En su comparación con las protestas del período 1977-1979, Ilizarbe desliza la idea de que, ya en los 90, los sindicatos no tenían el peso que adquirieron en los 70. Sin embargo, los datos que presenta sugieren lo contrario. Habría que discutir, entonces, si «la ideología no jugó un papel importante» en la coyuntura del 2000, o si los organizadores de la M4S y la prensa situada del lado «demócrata», en la división del campo político, no tuvieron que ver con esa canalización de las movilizaciones hacia demandas legítimas a ojos del discurso liberal, marginando así a los actores que impulsaban una agenda de transformación más retadora, si no abiertamente socialista. Porque los datos que arroja el análisis de los tipos de organización presentes en aquella marcha también son contundentes: el primer lugar lo ocupan los sindicatos, seguidos por las ONG, organizaciones de derechos humanos, organizaciones estudiantiles y frentes regionales, etc. (p.169). Desde luego, el régimen fujimorista fue enemigo de la organización popular, reprimió sindicatos, asesinó a sus líderes, así como cooptó diversas organizaciones surgidas entre los 70 y 80. Pero hace falta ahondar en el dato de la predominancia de los sindicatos en la lucha contra la dictadura.
Un segundo asunto tiene que ver con los modos en que las reformas neoliberales y la lucha abierta de la dictadura contra la cultura socialista extendida ampliamente entre los 60 y 80 contribuyó a modelar las subjetividades que se opusieron al régimen. Como lo destaca Ilizarbe, durante una protesta en 1998, un estudiante sostuvo que «tenía una “desconfianza casi instintiva hacia los políticos profesionales” y que su generación tenía “responsabilidades políticas”, una de las cuales, inmediata, era ayudar a restaurar la democracia en el país» (p. 175). Además, la autora sugiere que el movimiento estudiantil en estos años evitó tomar posición ideológica (p. 179). ¿Qué nos dice esto sobre el neoliberalismo como mecanismo de construcción subjetiva, inclusive de aquellas subjetividades que rechazaron la dictadura, pero habitaron sin problemas sus herencias durante las últimas dos décadas?
Esto me lleva a un último punto, y es la ausencia de Antonio Gramsci en este libro. Si bien Gramsci es un referente de teóricos ampliamente citados aquí, como Laclau y Mouffe, convendría ir más atrás en la historia del concepto de hegemonía. En su desarrollo marxista, inicialmente formulado por Lenin, pero teorizado por Gramsci durante su reclusión carcelaria, la hegemonía alude al proceso de constitución de un orden social a través de la combinación de fuerza y consentimiento, y ubica en el terreno de la lucha ideológica un espacio clave de la política. Entonces, se distingue la lucha por la toma del poder de la construcción de un nuevo sentido común, capaz de quebrar aquel instalado por las clases dominantes. Y eso fue, precisamente, lo que no ocurrió en el proceso de movilizaciones entre 1997 y 2006.
Entonces, ¿es posible hablar de contrahegemonía sin un proyecto consciente de transformación que unifique el campo popular contra el dominante y apunte a reemplazar el orden social vigente? ¿Basta reconocer la pluralidad de intereses y demandas para hablar de contrahegemonía? A mi juicio, no es así, e inclusive podríamos decir que la coyuntura analizada por Ilizarbe nos muestra un proceso de bloqueo de una voluntad contrahegemónica por parte de los actores dominantes de la política, el poder de los medios y una buena porción de la burguesía. En todo caso, digamos que, si hubo algún proyecto contrahegemónico durante la transición, fue el del paso de un neoliberalismo populista y autoritario a otro progresista, siguiendo a Nancy Fraser, el cual se hizo pasar por un proyecto donde las diversas demandas serían atendidas, para desconocerlas rápidamente, después de ganar elecciones. Ese ha sido el perfil de la dinámica electoral en estas décadas y se remonta al triunfo de Fujimori en 1990.
Así, la calle se ha convertido en una arena persistente de la praxis política, pero no en un lugar de articulación contrahegemónica. Ha sido el contrapeso de los excesos del poder, en clave reactiva —como lo reconoce la autora—, pero no el sitio donde un nuevo sentido común avance hacia lo que Gramsci llamaba «dirección consciente». Una arena, sí, pero sin un proyecto unificado; una reactividad sin horizonte de transformación, como se hizo patente también durante las protestas del 2020 contra Merino, donde las brechas de clase saltaron a la vista en la desconexión entre las demandas «ciudadanas» de noviembre —celebradas entonces por el establishment mediático y político— y las demandas económicas de los trabajadores agroindustriales en diciembre. La masividad convocada por las primeras, asentadas en las clases medias de todo el país, contrasta con el aislamiento de las segundas, vistas con sospecha en la esfera pública, como ha sido habitual en estos últimos 30 años.
Sin embargo, ambas son expresiones de la misma crisis orgánica (nuevamente con Gramsci) del régimen neoliberal, una crisis donde la clase dirigente se ha vuelto incapaz de mantener el ordenamiento social, que logró imponer por la fuerza en los 90 y prolongar desde el 2000 a través del bloqueo de las demandas, abiertamente contrahegemónicas. Alain Touraine, todavía en su etapa marxista, caracterizó al movimiento social como «el comportamiento colectivo organizado de un actor de clase luchando contra su adversario de clase por el control social de la historicidad en una comunidad concreta».1
La derrota política de las demandas que han apuntado a controlar la historicidad de nuestra sociedad, y el triunfo de «un discurso cívico de inspiración liberal» (p.255) —en palabras de Ilizarbe, que no es solamente una posición «anti», sino que tiene un contenido positivo, identificado con la defensa del Estado de derecho— invita a repensar la localización precisa y los límites estructurales de la calle como arena donde, ciertamente, una forma particular de praxis política se ha asentado en las últimas décadas. El libro es una excelente oportunidad para avanzar en este debate.
1. Alain Touraine, The Voice & the Eye. An Analysis of social movements. Cambridge, NY, Melbourne: Cambdrige University Press, Editions de la Maison Des Sciences De L’Homme, 1981, p. 77. Traducción propia.