Ensamble de memorias. Usos, controversias y creatividad
en los espacios de memoria. Una mirada latinoamericana
Ludmila da Silva Catela
Investigadora Principal-IDACOR/CONICET/UNC
https://orcid.org/0000-0003-1146-8592
Recibido: 06-02-23
Aprobado: 05-05-23
doi: 10.46476/ra.v4i1.144
Resumen
En este artículo me interesa concentrar el análisis en diversas acciones de memorias producidas desde abajo, en el contexto latinoamericano. A partir de pequeños gestos y acciones, centradas en los objetos que casi milagrosamente han revelado el poder de la materialización para sostener el recuerdo. En las luchas que mujeres y hombres han entablado para tornar visibles a sus muertos y desaparecidos a partir de la ocupación del espacio público. Los procesos de memorias constituyen, en esta mirada, actos de insurgencia y prácticas de resistencia, producidas en un flujo continuo en el tiempo, lo que las hace dinámicas y cambiantes; incómodas y creativas en tanto dejan nuevas marcas sobre los modelos de los emprendimientos oficiales.
Palabras clave: Latinoamérica, memorias, lugares, rituales, violencia
Abstract
In this article I am interested in concentrating the analysis on various actions of memories in the Latin American context, produced from below, from small gestures and focused on objects that have almost miraculously revealed the power of materialization to sustain the memory. In the struggles that women and men have waged to make their dead and disappeared visible through the occupation of public space. The memory processes constitute, in this view, acts of insurgency and resistance practices, produced in a continuous flow over time, which makes them dynamic and changing; uncomfortable and creative as they leave new marks on the models of official enterprises.
Keywords: Latin America, memories, places, rituals, violence
Resumo
Neste artigo, meu interesse é concentrar a análise em várias ações de memórias produzidas de baixo para cima, no contexto latino-americano. Desde pequenos gestos e ações, centradas em objetos que quase milagrosamente revelaram o poder da materialização para sustentar a memória. Nas lutas que mulheres e homens empreenderam para tornar visíveis seus mortos e desaparecidos por meio da ocupação do espaço público. Os processos de memória constituem, nessa visão, atos de insurgência e práticas de resistência, produzidas em um fluxo contínuo no tempo, o que as torna dinâmicas e mutáveis; incômodas e criativas na medida em que deixam novas marcas nos modelos de empreendimentos oficiais.
Palavras-chave: América Latina, memórias, lugares, rituais, violência
Introducción
Hay lugares de memoria porque ya no hay ámbitos de memoria.
—Pierre Nora (2008)
Desde la monumental obra de Pierre Nora (2008), hemos asistido a una invasión teórica sobre los lugares de memoria, desde diversas miradas, espacios, territorialidades y disciplinas. Casi como un modelo a seguir, los loci memoriae nacen aquí y allí como una manera de luchar contra el tiempo de la historia. Como el autor alerta, son puro exceso y significaciones. Allí radica su eficacia y desorden, sus impactos y arbitrariedades. Son todo y nada a la vez, calma y conflicto, consenso y disputa.
Cada lugar de memoria tiene su lógica de producción y tiempos de conquista, sin embargo, en su mayoría se gestan a partir de políticas de memorias impresas por acciones estatales en la esfera de lo público. La diversidad de sitios, lugares y espacios en América Latina ha sido analizada por diversos investigadores y desde ópticas muy disimiles. Esto demuestra un campo de estudios ya establecido que refleja procesos nacionales particulares, tales como el debate inicial en torno al destino de la ex ESMA como museo de la memoria (AA.VV., 1999) o las sucesivas líneas analíticas en torno a los sitios de memoria como espacios para «no olvidar» en la región (Jelin y Langland, 2003; Schmucler, 2006; Reátegui, 2010; Zarankin et al., 2012; López González, 2014; Feld, 2017; Jelin, 2017; Gómez, 2018; Guglielmucci y López, 2019; Vannini, 2019; Bustamante et al, 2020, entre otros). Aportes que permiten pensar cómo estos lugares de memoria y sus marcas territorializadas constituyen actos políticos en al menos dos sentidos. Por un lado, con la instalación de las marcas como resultado de luchas y conflictos sociales, culturales y políticos. Por otro, preservando su existencia material, en tanto recordatorio físico de un pasado traumático, que puede actuar como chispa, mojón, nodo de recuerdo de dichos conflictos, en cada nuevo período histórico o para cada nueva generación. Donde tanto la presencia como sus borraduras, las construcciones como las demoliciones son centrales para comprender sus dinámicas y ciclos. Allí entran en escena para encajar las piezas de las memorias públicas, los «emprendedores de memoria» (Jelin, 2002; Pollak, 2006) que ejecutan, planifican, difunden y promueven las relaciones entre el pasado y el presente, entre la generación de comunidades de memorias y la resolución de conflictos. Todo esto se produce a partir de la construcción de espacios y las disputas por definir lo que se recuerda, se silencia y se olvida frente a los efectos de la violencia política (Montaño y Crenzel, 2015). Estos mediadores pueden participar en instituciones del Estado, en organismos internacionales, en organizaciones no gubernamentales y abarcar desde asociaciones de derechos humanos colectivos de arte (Lifschitz, 2014). En estas luchas, algunas memorias se vuelven hegemónicas, otras subalternas, subterráneas, denegadas o insurgentes (Ramos, 2011; Rivera Cusicanqui, 1984; Didi-Huberman, 2017; da Silva Catela, 2011; Pollak, 2006; Jelin, 2002, 2017). Allí radica la potencia de modificación del espacio público metropolitano, constantemente resignificado más allá de sus marcas consagradas, autorizadas e instituyentes.
En la esfera social, desde fines de los años noventa, en los países de América Latina, se han conquistado espacios para la memoria (sitios de conciencia, museos, centros culturales, archivos, memoriales y monumentos), se han demandado políticas de Estado (educativas, de reparación, juicios, de búsqueda de la verdad, etc.) y ocupado lugares que materializan visual y estéticamente las violencias sufridas intranacionalmente (intervenciones urbanas, baldosas de la memoria, grafitis, murales, árboles de la vida, señalizaciones, entre otras).
En el mapa internacional, la UNESCO-CIPDH ha identificado estas iniciativas a nivel global. Para esto, ha generado un sistema clasificatorio mediante líneas de tiempo y nominaciones que distinguen tipologías: archivo, inmaterial, monumento, museo, sitio y temas (esclavitud, genocidios y/o crímenes masivos, conflictos armados y persecución política). Se puede consultar a partir de la aplicación #Memorias situadas. Lugares de memoria vinculados a graves violaciones a los derechos humanos, que reúne en un mapamundi diversas experiencias, catalogadas y ordenadas en una línea de tiempo. Como toda clasificación que se plantea universal, selecciona según arbitrarias maneras de percibir el sentido de dichos lugares. Esta selección deja de lado muchas experiencias localmente situadas que no llegan o no pueden ser visibles dentro de las memorias oficiales o dominantes.
De esta forma, ya sea desde el mundo académico, el social o el de los organismos internacionales se puede observar que, como todo proceso que se internacionaliza y se constituye con miradas transnacionales, que hace circular ideas y expertos que imponen criterios, tiende a crear también mecanismos de colonización y modelos a seguir que gestan y administran los lugares de memoria desde arriba e imponen formas de representar el pasado en el espacio urbano de las ciudades.
Durante muchos años, analicé las políticas de memoria que se gestaban desde el Estado, recortando la mirada sobre los logros, potencialidades y aciertos de las políticas públicas de memoria.1 Esto me permitió comprender la fuerza legitimadora y reparadora de lo oficial, sin dejar de observar que justamente allí, también, radica la producción e imposición simbólica de silencios y olvidos. Lo anterior me llevó a girar el foco del centro a los márgenes para indagar sobre las prácticas que —cuando se terminan los actos políticos de señalización y reconocimiento de un lugar de memoria— aparecen otras que se generan a modo de imprimir nuevos sentidos, de ignorar la marca monumentalista del Estado o de proponer espacios de memoria donde este no los reconoce. Me interesa aquí concentrar el análisis en las acciones producidas desde abajo, a partir de pequeños gestos, centradas en los objetos que casi milagrosamente han revelado el poder de la materialización para sostener el recuerdo,2 en las luchas que mujeres y hombres han entablado para tornar visibles a sus muertos y desaparecidos. Los procesos de memorias constituyen, en esta mirada, actos de insurgencia y prácticas de resistencia, producidas en un flujo continuo en el tiempo, lo que las hace dinámicas y cambiantes; incómodas y creativas en tanto dejan nuevas marcas sobre los modelos de los emprendimientos oficiales o ante la ausencia de estos. Pueden ser pequeñas marcas gestadas con una birome, rituales determinados por prácticas locales, disputas de sentido sobre lo dominante, aperturas de lugares no reconocidos por el Estado, en fin, una variedad de acciones diversas que comparten el sentido de disputar representaciones sobre las memorias establecidas. Desde este punto de vista, comprendo a los lugares sobre el fondo de un territorio de memorias (da Silva Catela, 2001), que resalta los vínculos entre los espacios en constante litigio, conflicto, disputas y desplazamiento de sus fronteras.
Propongo aquí un abordaje metodológico desde el enfoque etnográfico, que incluye observación participante, visitas in situ, registros de campo y entrevistas a diferentes personas involucradas con los sitios de memoria. Para esto utilizo registros empíricos de mis investigaciones en Argentina (Jujuy y Córdoba) y material recogido en visitas realizadas en diversos países de América Latina (Perú y El Salvador). No hay una intención de comparación entre los casos que son muy diversos entre sí por el origen y las formas de las violencias- lo que me interesa es poder mapear acciones, prácticas y formas de producción de memorias que responden a las maneras de vivir y habitar políticamente, cultural y religiosamente los sitios y lugares de memoria. Las preguntas y líneas de análisis que planteo están, también, ancladas en mi experiencia de gestión de un sitio de memoria por nueve años, me refiero al Archivo Provincial de Memoria (Córdoba, Argentina). Dicho espacio contempla un archivo y está localizado en lo que fue un ex Centro Clandestino de Detención (CCD), lo que me ha permitido observar las prácticas desde adentro, y aplicar la reflexividad etnográfica (Guber, 2011) para complejizar las preguntas en torno a la materialidad, las formas de memorias, sus manifestaciones y embates públicos.
Ensamblajes
En cada territorio de memoria, los lugares que se transforman en emblemas se tornan visibles y arrastran una serie de complejidades al momento de pensar las tensiones sobre la (re)presentación del pasado y sus embates. Los espacios de memoria imprimen en la esfera pública un sistema simbólico a desentrañar y comprender, ya que, como afirma la pensadora chilena Nelly Richard:
cada espacio para la memoria elabora sus propias estrategias de la rememoración y la conmemoración para homenajear públicamente a las víctimas y otorgarle valor expresivo y comunicativo a la condena del pasado repudiable, recurriendo para esto a distintas maniobras —estéticas, simbólicas, políticas e institucionales— de puesta en escena del recuerdo (2017, p. 101).
Estos ensamblajes3 permiten dar cuenta del pasado en la escena pública.
Así, podemos indagar sobre las preguntas: ¿cuáles son las tensiones, conflictos y estrategias que circulan y se trasmiten en torno a los lugares de memorias?, ¿cómo se articulan y tensionan las prácticas entre las esferas sociales y el Estado en función de los usos, apropiaciones y abusos del pasado reciente?
Estas preguntas conducen a múltiples respuestas y funcionan como guías en la mirada a recorrer, en relación con los conflictos entre los proyectos oficiales y las experiencias de las comunidades locales. En este sentido, observaré las producciones de memorias en el espacio público, a partir del doble vínculo entre las imposiciones oficiales y la creatividad de las memorias subterráneas; las asimetrías, pero también el rol legitimador de lo «oficial»; las relaciones de poder y las disputas por lograr procesos más horizontales; las luchas por la patrimonialización/cristalización de algunas memorias frente a la insurgencia constante de nuevas preguntas sobre el pasado. Este recorte propone observar los procesos de memoria como acciones inconclusas en constante resignificación. Como afirma Nelly Richard «necesitamos de una narración del pasado que deje entreabiertas las mallas de significación [...] que renueve sus fuerzas de invocación y convocación públicas desde saltos y fracciones de relato que llamarán a nuevos ensamblajes críticos» (2017, p. 141).
A partir de estas reflexiones, analizaré cuatro ensamblajes de una cartografía que comprende: 1) memorias incómodas que interpelan, 2) memorias (de)negadas que se manifiestan, 3) memorias afectivas que diferencian y 4) memorias rebeldes que brotan. Esto permite indagar tanto las acciones que surgen desde la esfera social y artística, como las que nacen en respuestas a los olvidos o silencios que producen las políticas públicas de memorias. Aquellas que se gestionan desde el Estado (sea nacional, provincial o municipal) y unifican experiencias disímiles y que son respondidas socialmente, imprimiéndoles otros significados. Dicho en otras palabras, observo los procesos de construcción de memorias y su escenificación en el espacio público, prestando especial atención a las marcas desde abajo, sus sentidos, prácticas y resignificaciones.
Memorias (in)cómodas que interpelan
Visito el «Ojo que Llora» en la ciudad de Lima. Me cuesta entender la lógica clasificatoria de los que allí están recordados. Le pregunto a la joven que oficia de guía: ¿por qué hay pocos nombres de víctimas de la violencia del Estado? ya que los cantos rodados grabados con el nombre de las víctimas escritos a mano representan mayoritariamente a las víctimas de Sendero Luminoso. Luego de una breve explicación sobre los diversos conflictos y enfrentamientos en relación a la definición de las víctimas y de las dificultades para incorporar al Estado, como parte de la lógica represiva, el silencio acompaña el resto de la caminata.4
Esta obra de la artista Lika Mutal, que recuerda a los 70,000 peruanos asesinados y 15,000 desaparecidos en el conflicto armado interno entre 1980-2000, fue cambiando a lo largo de los años a partir de una base concreta proporcionada por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Perú (CVR).5 El laberinto que compone la obra El Ojo que Llora cuenta «con 32,000 piedras, pulidas de forma natural por el agua del mar. De esos cantos, 27,000 colocados por orden alfabético llevan inscriptos los nombres, edades y años de muerte o desaparición de víctimas de la violencia» (Hite, 2013, p. 82). En diferentes momentos nuevas piedras, nombres, historias fueron llevadas y colocadas allí.
La obra se inauguró el 28 de agosto del 2005, en el Campo de Marte, distrito de Jesús María en Lima (en un predio municipal), durante la conmemoración del segundo aniversario de la presentación del informe de la CVR. Desde una mirada espiritual y religiosa, Mutal decía:
[...] mi obra no es política sino humanística y llama hacia un despertar de conciencia sobre el terror y la violencia que afligen al mundo entero, como medios de buscar un cambio que esconde en realidad un afán de poder. Un cambio hacia una paz de múltiples aspectos es urgente tanto en el país como en muchas partes del mundo y hay que tratar de conseguirlo a través del diálogo, solidaridad y la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros.6
Ese deseo de diálogo, solidaridad y responsabilidad al que apelaba la artista es una de las caras de este espacio, ya que, como todo laberinto, puede llevar a transitar por diversos senderos. Y, como todo proceso de memoria, va metamorfoseándose a medida que el tiempo y los cambios políticos modifican la mirada sobre el pasado.
Muchas tensiones se condensan en los caminos de piedra de este espacio como metáfora de los recorridos de las memorias.7 Por un lado, la variedad de víctimas y victimarios que fueron incorporados. Por otro, la ausencia inicial de los nombres de los desaparecidos, cuyo principal actor había sido el Estado. Recién en el 2010, los familiares de desaparecidos lograron incorporar estos nombres y usar el memorial como un lugar de duelo (Hite, 2013, p. 83).
Imagen 1, 2, 3. Memorial el Ojo que Llora. Lima-Perú. Registro fotográfico de la autora.
Esta iniciativa privada8 —ya que no fue un monumento llevado adelante por el Estado— se ha transformado en un espacio de memoria conflictivo y representativo de las tensiones políticas pasadas y presentes de Perú. Este ojo que llora constantemente, representando a la Pachamama a partir de una escultura de piedras superpuestas, tuvo en su origen explicar el sentido de la tragedia y la violencia en Perú. El alcance de un horror vivido por las comunidades. Cada piedra en ese laberinto expresa el dolor, el sufrimiento humano que, como toda herida, está abierta a constantes combates de memorias. Una de esas luchas de memorias se cristalizó en la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del 2006 sobre el caso del Penal Castro Castro. Dicha controversia se dio en torno a la incorporación de los nombres de 41 víctimas, guerrilleros de Sendero Luminoso, asesinados en dicho penal.
En la sentencia de la CIDH, se le solicitó al Estado peruano que:
[...] erija en monumento o destine un lugar, en la zona de Canto Grande, donde se encuentra el Centro Penal «Miguel Castro Castro», en memoria de todas las víctimas de esta masacre, en consulta con las víctimas sobrevivientes y los familiares de las víctimas fatales (CIDH, 2006, ítem 410, IV, p. 133).
En los alegatos, el Estado se niega a generar esta marca, como consta en la misma sentencia, ya que:
[...] no está de acuerdo con la medida que se refiere a poner una placa conmemorativa en el lugar de los hechos, debido a que ya se ha erigido en un lugar público de la capital un monumento en favor de todas las víctimas del conflicto. Además, el penal Miguel Castro Castro, en actual funcionamiento, cuenta todavía con internos por delitos de terrorismo vinculados al grupo político que inició el conflicto y un gesto como el que se pretende sustentaría su posición política y pondría en riesgo el orden del penal (CIDH, 2006, ítem 412, E, p. 137).
Finalmente, la CIDH resuelve en la sentencia que:
[...] en cuanto a las medidas solicitadas por la Comisión y la interviniente, sobre construcción de monumentos y la creación de un parque en «la zona de Canto Grande», el Estado alegó que «ya se ha erigido en un lugar público de la capital un monumento (denominado el Ojo que Llora) en favor de todas las víctimas del conflicto, en un lugar público de la capital de la República y que es materia de continuos actos de recuerdo y conmemoración» (CIDH, 2006, ítem 453, p. 150).
Haciendo lugar a dicho pedido, se resuelve que:
[...] la Corte valora la existencia del monumento y sitio público denominado «El Ojo que Llora», creado a instancias de la sociedad civil y con la colaboración de autoridades estatales, lo cual constituye un importante reconocimiento público a las víctimas de la violencia en el Perú. Sin embargo, el Tribunal considera que, dentro del plazo de un año, el Estado debe asegurarse que todas las personas declaradas como víctimas fallecidas en la presente Sentencia se encuentren representadas en dicho monumento. Para ello, deberá coordinar con los familiares de las víctimas fallecidas la realización de un acto, en el cual puedan incorporar una inscripción con el nombre de la víctima según la forma que corresponda de acuerdo a las características del monumento (CIDH, 2006, ítem 454, p. 150).
Lo interesante de este debate, y la puesta en escena judicial de la administración del pasado, en términos reparatorios a partir de señalizaciones y lugares de memoria, es que los nombres de las 41 víctimas ya habían sido incluidos en el memorial desde su conformación, sin un señalamiento preciso de la historia que arrastraban dichos nombres. Como vimos más arriba, la CIDH declaró la masacre como violación a los derechos humanos e intimó entre otras cuestiones a incluir los nombres —que ya estaban— de los senderistas en este monumento, como forma de reparación a sus familiares. En dicho momento, la artista Lika Mutal declaró que, de haber sabido a quiénes representaban esos nombres, no los hubiera incluido ya que, para ella, esas personas eran «criminales». A partir de ese momento, el memorial se transformó en una suerte de espacio de conflicto y memorias incómodas, de cuestionamientos y de disputas sobre el carácter de las víctimas y de los victimarios allí representados.9 En el año 2013, el monumento fue declarado patrimonio cultural del Perú. Paradójicamente, pensado como espacio de «diálogo, solidaridad y responsabilidad», se ha transformado en un lugar de disputas. O, puede decirse, de ambas cosas a la vez, ya que es un territorio de solidaridades y enfrentamientos, de responsabilidades y disensos, diálogos y violencia. El «Ojo que Llora» ha sido motivo de debates y de actos violentos constantes (2007, 2008, 2009, 2014, 2017, 2018, 2020),10 que pretenden demoler las memorias allí representadas, imponer otro relato sobre el pasado y el presente de Perú, disputar sentidos sobre los pasados que no pasan. En la agresión de diciembre de 2020, el foco de la violencia estuvo sobre las piedras que representan las masacres colectivas y a las comunidades. Frente a las luchas políticas que se estaban dando en Perú, agredir lo colectivo y comunitario, ejercer la violencia simbólica sobre esas piedras —una vez más— habla de la fuerza y el simbolismo que representa y tiene este memorial.
El «Ojo que Llora» nos escenifica el problema de la «inclusión» de víctimas y victimarios en el relato del pasado y del presente de violencia que, simbólicamente, están grabados en la piedra. Cada piedra representa y conforma un laberinto político y un lugar de memoria y desmemoria con una fuerza inusitada. Esto se plasma material y visualmente en la borradura de las marcas que tienen más de treinta mil piedras, que fueron inscriptas con el nombre de las víctimas y de comunidades arrasadas por la violencia. Los nombres sufren las borraduras, tachaduras y roturas por el sol, el paso del tiempo o por la voluntad humana mediante actos de violencia, pero vuelven una y otra vez a ser escritos e inscriptos en la historia por diversos colectivos sociales como demanda de verdad, de la necesidad constante de identificar y devolverle la identidad a las víctimas y así tejer lazos comunitarios que ejerzan la fuerza de demanda de justicia.
Un lugar de memorias es al mismo tiempo un espacio justo e injusto, que implica distinciones, señalizaciones, selecciones y disputas. Si bien como dice Hite, «los memoriales no pueden imponer la superación del conflicto» (2013, p. 87), pero se puede decir que «El Ojo que Llora» muestra y demuestra que las tensiones hacen sentido justo allí en las modalidades de organización social donde estallan las memorias que se decidió incluir y excluir, olvidar y silenciar, y en las luchas por cambiar esos sentidos políticos y recortes sobre las violencias que atravesaron la historia de Perú.
Memorias (de)negadas que revelan
Si las listas de desaparecidos acá y allá se pueblan de nuevas marcas para darles potencia y desacomodar la escenografía estática de la memoria, otros espacios vienen a mover las categorías aceptadas y programáticas sobre la relación tensa entre pasados que no pasan, verdad y justicia. Son memorias que no encajan en el mapa trazado sobre lo que debe o es digno de ser incluido en las políticas públicas de memoria. Esas memorias, al margen, pasan a ser reveladoras de los límites y clasificaciones sobre lo que merece ser recordado por parte del Estado.
Como sabemos, las políticas de memoria se establecen mediante leyes, decretos, normativas, que las formalizan y las enmarcan. En dichos procesos se producen diálogos de diversas formas, se trazan acuerdos, se disputan sentidos por el pasado, se imponen palabras, prácticas, se construyen modelos que unifican experiencias muy disimiles. Es interesante pensar por qué, mayoritariamente, los lugares de memoria apuntan a señalar, preservar, resignificar aquellos espacios que en el pasado fueron usados para ejecutar la violencia: CCD, campos de concentración, cárceles, lugares de masacres, cementerios, fosas comunes, etc. De manera contraria, los lugares de lucha, resistencia y prácticas políticas revolucionarias son casi inexistentes en la clasificación de lo que pasa a constituirse en un sitio de memoria, reconocido y auspiciado por el Estado. Poner el foco en esta ausencia, puede permitirnos abrir la pregunta sobre dónde y cómo se expresan esas memorias de la resistencia, que dan densidad biográfica al trayecto de las víctimas.
Ahora coloco el foco en el contexto argentino. A casi cuarenta años de vida democrática, con el fin de la dictadura en 1983, con una sostenida política pública de derechos humanos, en Argentina hay más de 160 señalizaciones en ex CCD y 33 espacios para la memoria abiertos al público, todos lugares donde el terrorismo de Estado ejerció la violencia.11 Las mismas se realizaron o fueron articuladas a partir de la Red Federal de Sitios de Memoria, que establece sus lineamientos en la Ley 26.691, donde se establece que:
Art. 1. Declárase sitios de memoria del terrorismo de Estado, a los lugares que funcionaron como centros clandestinos de detención, tortura y extermino o dónde sucedieron hechos emblemáticos del accionar de la represión ilegal desarrollada durante el terrorismo de Estado ejercidos en el país hasta el 10 de diciembre de 1983.
Así, la normativa ordena, pero también selecciona. Para el Estado, un espacio de memoria es por definición un ex CCD. Observemos un caso concreto que no encaja en dicha definición. Un sitio particular donde estuvo alojada una imprenta clandestina del Partido Revolucionario de Trabajadores (PRT), una organización política (que tenía su brazo armado en el Ejército Revolucionario del Pueblo [ERP]) de los años 70.
En el barrio Observatorio de la ciudad de Córdoba, un barrio de casas bajas, árboles en las veredas y vecinos que se conocen, funcionó, entre 1974 y 1976, la mayor imprenta clandestina de esta organización política. Fui invitada a conocer y visitar este mítico lugar. Me recibieron dos de los jóvenes que llevan adelante el proyecto de recuperación. Me cuentan brevemente sobre la historia de la casa: fue hogar de una pareja de militantes (él asesinado, ella desaparecida) e imprenta clandestina construida a ocho metros de profundidad.12
Luego de la caída de la imprenta, el Ejército la usó, por un breve lapso, como CCD.13 En el retorno de la democracia, pasó a ser nuevamente una casa de familia, usurpada con la ayuda de un juez federal. El 7 de marzo de 2019 fue recuperada, judicialmente, por los hijos de la pareja desaparecida, que la donaron para que se transforme en una casa de la memoria. El 10 de diciembre de 2020, Día de los Derechos Humanos, el colectivo que lleva adelante el proyecto señalizó el lugar con el nombre «Casa de la Memoria. Imprenta del Pueblo Roberto Matthews».
Una vez señalizada, a partir del proyecto colectivo sin injerencia del Estado, emprendieron la lucha para que la Casa/Imprenta sea declarada oficialmente como sitio de memoria. Y aquí comienza una batalla en torno a si será o no considera como tal por las políticas públicas, ya que, para las definiciones normativas, no entra dentro de la definición de sitio de memoria.14 Si bien no es un espacio de memoria oficial reapropiado socialmente, este caso de estudio muestra cómo las memorias oficiales pueden ser interpeladas cuando sus políticas no incluyen un abanico de posibilidades dentro de la noción de sitio de memoria.15
Imágenes 4,5,6. Casa de la Memoria. Imprenta del Pueblo Roberto Matthews. Córdoba-Argentina.Registro fotográfico de la autora
La Imprenta es, todavía, un lugar de memoria en construcción, sin intervenciones museográficas permanentes. Sin embargo, este edificio, construido clandestinamente, habla de la convicción de quienes llevaron adelante ese proyecto en los años setenta, de allí la fuerza de la evidencia material. Una de las cosas que más impacta cuando se bajan los ocho metros por una escalera muy estrecha, es que una se encuentra con un lugar vacío, con paredes grafiteadas y consignas de la época. Ese espacio vacío permite pensar en el despojo y la violencia del terrorismo de Estado, pero también comprender o por lo menos preguntarse sobre la dimensión y el lugar que ocupó la militancia en los años sesenta y setenta. El hecho de que todavía no haya ningún cartel indicativo sobre lo que hay que ver o comprender hace también que toda la fuerza de la memoria esté anclada al edificio que en sí mismo está lleno de significados. En este espacio, el silencio y el vacío funcionan todavía como la fuerza del recuerdo.16
Este es un lugar de memorias controvertidas. Controvertidas para el barrio, cuyos vecinos cargan con memorias disímiles respecto de este lugar. Controvertidas para las políticas de memoria del Estado, en cuya definición estricta este no sería un sitio de memoria, ya que allí funcionaba una imprenta clandestina de una organización política/guerrillera. Controvertido en cuanto a la definición sobre los relatos que serán elegidos para contar su historia: lo clandestino, la violencia de la lucha armada, la desaparición y asesinato de sus ocupantes... Son los jóvenes quienes, desde la militancia barrial, llevan adelante este lugar en base al trabajo colectivo y solidario, donde conviven desde las ollas populares a la muraleada en el barrio, transcendiendo las fronteras del «sitio de memoria» en sí mismo.
Así, los que llevan adelante las políticas públicas de memoria, frente a la demanda de señalización del lugar, se plantean qué hacer con este espacio (señalizarlo, incluirlo, no hacer nada); mientras que quienes encontraron allí un lugar de militancia y de emprendedores de memorias, se preguntan qué hacer desde este espacio para activar las memorias del pasado con las luchas del presente. Entre el qué hacer con y el qué hacer desde radica una tensión que pone en evidencia las batallas por la memoria y sus territorios en constante conquista.
Memorias afectivas que diferencian
A diferencia de los lugares que luchan por ser reconocidos, o de los proyectos nacidos desde el arte o los emprendimientos personales, una de las políticas simbólicas y reparatorias más extendidas y propiciadas desde ámbitos oficiales, han sido los memoriales. Los mismos pueden estar localizados en parques, cementerios o espacios de memoria donde sucedieron hechos de violencia. Lo que los caracteriza son las listas con nombre de desaparecidos y asesinados. Generalmente, ordenados alfabéticamente y por año. Listas construidas a partir de investigaciones oficiales, generadas con el aporte de numerosas personas y organizaciones que, muchas veces, quedan invisibilizadas cuando el memorial se torna público. Grandes bloques de piedra, blancos, grises o negros, invaden el espacio público urbano para recordar a los muertos y graficar la intensidad de la violencia. Sus largas estelas de nombres muestran materialmente la extensión del horror. Cada nombre, escrito con la misma letra y tamaño, expresa el reconocimiento de la nación. Claramente son imponentes e impactantes. La escritura sobre la piedra nos recuerda también que lo allí escrito tiene legitimidad y construye una verdad inquebrantable. Por supuesto, se borran las disputas, las luchas por las decisiones de a quién se incluye y a quién se excluye. La lista muestra homogeneidad donde lo que sucedió, en tanto acontecimiento histórico, fue heterogéneo, único e incomparable. Como en toda monumentalización, se pierden los tonos de las experiencias particulares y se asemejan más a la historia que a la memoria. Lo interesante es que sobre ellos aparecen las memorias diversas, las necesidades de individualización, las marcas que permiten el recuerdo desde los afectos, la transmisión oral y la diversidad.
En el Memorial de Asesinados y Desaparecidos de El Salvador, localizado en el parque Cuscatlán,17 se erige un paredón construido de mármol granito negro, de 85 metros de largo y 3 de alto, con 30,000 nombres tallados en la piedra.18 Al lado izquierdo del memorial se encuentra un mural de cerámica, realizado por Reyes Yasbek en noviembre de 2005, que lleva por nombre «La Verdad y la Justicia». La obra cuenta con altos relieves, que representa a la población salvadoreña, su cultura, creencias y costumbres, su sufrimiento y dolores frente al conflicto armado. En medio del mural puede verse el rostro de monseñor Romero, sostenido en manos de mujeres en una manifestación.
Al lado, la extensa estela negra del memorial, tallados en la piedra, aparecen los nombres. Los mismos son pequeños para la extensión que se recorre a pie en un paseo pegado al memorial, lo que permite tocar cada nombre y leerlos, en un ritual silencioso y conmovedor. Cada placa muestra nombres de asesinados, desaparecidos y reencontrados (en relación a los cientos de niños separados de sus padres y mayoritariamente adoptados ilegalmente en el exterior). La época del «conflicto armado», como es denominado el período de 1980-1991, provocó masacres en pequeños pueblos campesinos: arrasó con su población y desplazó a miles de salvadoreños.
A medida que uno se acerca a leer los nombres, puede observar marcas de colores, resaltados con liquid paper, restos de cintas. Hay nombres subrayados con lápices y remarcados sobre el mármol. Mientras observaba cada nombre, Miguel, el colega antropólogo que me llevó a visitarlo, me contó que no hay una fecha de conmemoración, sino varias que tienen que ver con las masacres en los poblados: el 24 de marzo que se conmemora el asesinato de monseñor Romero, las fechas que recuerdan a 1992, momento de la firma de la paz.
Es el 2 de noviembre, Día de los Muertos, cuando este memorial se puebla de personas que van a recordar a sus muertos y desaparecidos. Llevan flores, velas, y se quedan allí compartiendo un ritual colectivo. «¿Ves estas marcas?», me dice Miguel, «son las marcas de las cintas con las que pegan las flores».
Imágenes 7, 8, 9. Memorial de Asesinados y Desaparecidos de El Salvador. El Salvador. Registro fotográfico de la autora.
Miguel estaba construyendo una visión particular sobre ese memorial al contarme sobre las fechas y sus conmemoraciones, los trozos de cintas que quedaban como huellas en esos bloques de piedra, las marcas que resaltan algunos nombres como quien subraya un texto para recordar un concepto importante, y las placas que se fueron agregando para incorporar nuevos nombres a medida que se conocían. El memorial y sus marcas daban y dan cuenta del flujo de las memorias sostenido en cada una de esas acciones humanas, algunas individuales, otras colectivas, que producen formas de hacer política, a partir del trabajo de la memoria que otorga nuevos sentidos a los mundos demolidos por la violencia.19
En cada acto de marcar (poner una flor, dejar una carta o prender una vela) se construye la textura de la experiencia, que es lo que permite encender y revivir el nexo entre cuerpos, prácticas, materialidad, ciudad, palabras y recuerdo. Estos gestos humanos tienen también un motivo político y es recordarle al Estado que las listas y los monumentos no reemplazan la justicia. Y es, también, una manera de resistencia a los procedimientos impersonales que generan los memoriales.20
Memorias rebeldes que brotan
Como ya dije, en toda América Latina se instituyeron y constituyeron políticas de memoria de diverso alcance, leyes, instituciones, propuestas pedagógicas, sitios, generadas a partir de la voluntad política (con grados muy diferentes) que se traduce en la incorporación de estas acciones al presupuesto nacional o provincial que permitieron llevarlas adelante (dinero para ejecutar acciones, cargos para poblar los sitios, expropiación y cesión de inmuebles donde resignificar el pasado). Esta estatización de la memoria llevó a que se extendiera un verdadero mapa de creación y señalización de aquellos lugares que en el pasado habían sido «arquitecturas del terror», a modo de expresar cultural y políticamente la necesidad de la no repetición o del Nunca Más. Pero, como toda práctica pensada desde el centro y planificada desde las estructuras del poder, las marcas de memoria no rompen con la lógica entre centro y periferia, sino más bien reproducen una larga tradición de asimetrías e inequidades que arrastramos desde la constitución de nuestras naciones. Mientras las políticas oficiales tienden a producir memorias fuertes en el centro y débiles en la periferia, es allí, en ese olvido selectivo, donde las memorias locales brotan, se rebelan y manifiestan.
Hace algunos años leí en el libro Los Escogidos, de Patricia Nieto (2012, p. 20):
Al lado de los desheredados han encontrado lecho los cuerpos inflados, perforados, picoteados que el río deja en playas oscuras desde 1948 más o menos. Los pescadores se cansaron de verlos deshacerse en jirones a la orilla del río. Hoy son colección y propiedad temporal de un pueblo católico que no solo los invoca a cada minuto. Los rescata, les quita el lodo con tapones de esparto, los nombra, los sepulta y adorna sus tumbas como queriendo señalar que la muerte hace vibrar la vida.
La historia relatada por Nieto sucede en Puerto Berrío, ubicado sobre el río Magdalena en Colombia, donde cientos de cuerpos sin identidad aparecían flotando en el agua o eran atrapados por las redes de los pescadores. Allí el sepulturero los juntaba y los llevaba al cementerio para enterrarlos como N.N. Los pobladores comenzaron a rezar por sus almas, a pedirle favores, para finalmente elegirlos y (re)bautizarlos con un nombre. Una vez llevado adelante el ritual del «elegido», marcaban su tumba y pasaban a cuidarlo, llevarle flores. Cuidar a los muertos para ver crecer la memoria donde habita la impunidad. 21
Pensemos en este gesto humano y comunitario frente a un Estado que ignora, que no propicia la búsqueda de esos cuerpos desaparecidos en el río, reaparecidos y vueltos a «nacer» en manos de una comunidad. Un río que como muchos otros se constituye en un lugar de memoria en sí mismo.
Cuando leí sobre los «escogidos» recordé un testimonio que había relevado durante mi trabajo de campo en Jujuy, en el norte de Argentina. En aquel momento no le había prestado demasiada atención o, tal vez, no lo había comprendido en función de mis propias categorías de cómo creía que se construían los lugares de memoria: con monumentos, señalizaciones, sitios y grandes instituciones. En el 2004, cuando era señalizado por primera vez el ex CCD en Guerrero, una joven mujer del lugar tomó el micrófono y dijo las siguientes palabras:
Si, buenos días, lamento mucho la situación que ustedes han pasado. Nosotros somos lugareños y nos tocó muy de cerca todo esto porque en la época que sucedía también hemos sido nosotros reprimidos en la vida. ¿En qué aspecto? En que no podíamos salir después de las 10 de la noche, los vecinos que vivían acá enfrente se tuvieron que trasladar porque toda esta zona era imposible ¿de qué...? de habitar... Hace rato escuchaba una señora que decía de que ahora estos lugares son lugares de descanso, lugar de vacaciones... pero no es así, en este lugar ... no está el cuerpo de ellos, pero sí está el espíritu de cada uno de los desaparecidos. [...] Yo creo que recién hoy los que han muerto acá, recién hoy, hoy que ustedes se han acordado, que ustedes han venido, están descansando en paz. Porque se siente, acá en el pueblo no hay paz, se siente hablar, se siente llorar, se siente abrir las puertas, o sea que ustedes vengan, vengan, acuérdense de ellos... si no los recuerdan, no los cuidan, sus almas no descansan en paz...22
Entre Puerto Berrío y Guerrero en Jujuy hay 5,489 kilómetros de distancia. La memoria de los muertos, sin embargo, no conoce de distancias. Allá y acá el recuerdo no descansa muerto en un papel de escritorio, en una señalización que implica años de solicitudes, carpetas, demostraciones. Sucede entre quienes caminan, sufren, luchan, y sobre todo recuerdan como un gesto de justicia a cada uno de esos muertos, nuestros muertos, los muertos de todos.
Esta vecina marcaba diversas cuestiones en su intervención en este acto público. La primera, la tensión y controversias que se generan entre la instalación de políticas de memoria y las experiencias locales. La segunda, la presencia de la muerte como un continuum de quienes viven «sobre» la tierra arrasada por la violencia.
La historia de las señalizaciones del ex CCD de Guerrero comenzó en el 2004 con la instalación de un monolito en el ingreso al predio, sobre la vera de la ruta. En el 2006 se realizó otra visita y en esa oportunidad se pudo entrar al predio y se señalizó con una Baldosa de la Memoria (BxM), iniciativa de un grupo de jóvenes de Buenos Aires. Finalmente, en el 2018, llegó la marca «oficial» por parte del Estado Nacional que instaló al lado del monolito, en el ingreso del predio, el cartel de las tres columnas: memoria, verdad y justicia. Sellando así el reconocimiento oficial de este ex CCD.
Generalmente, la aplicación de las señalizaciones se gesta desde las oficinas y con procedimientos burocráticos, se pauta un día, se realiza un acto, desembarcan cientos de personas que nunca pisaron el lugar, inauguran una marca, enuncian sus discursos y se van. A esto se le denomina políticas de memorias. Allí queda el cartel, la placa y la señalización. Antes, durante y después permanecen las memorias comunitarias, aquellas que en general son invisibles e invisibilizadas en estos actos. Es allí donde, desde mi punto de vista, se gesta la tensión entre memorias y prácticas que se acercan a la mercantilización política del pasado.23
Guerrero y su comunidad nunca olvidaron lo que les tocó vivir durante la dictadura militar. Nunca pudo borrar la violencia del CCD instalado al lado de sus casas. Las personas allí asesinadas rondan en sus vidas, sin saber a ciencia cierta quiénes eran, cómo se llamaban, qué hacían o dónde yacen sus cuerpos. Todos los desaparecidos que pasaron por ese CCD no pertenecían a la comunidad de Guerrero, sino que fueron trasladados, posteriormente a su secuestro, a ese CCD desde otros pueblos y localidades de Jujuy.
Claudia, la vecina que habló en el acto —a quien volví a ver quince años después— es quien actualmente lidera un ritual que se realiza tradicionalmente el 2 de noviembre por el Día de los Muertos, resignificado para «recibir» las almas de los desaparecidos de Guerrero. Cuando le pregunté cómo había surgido la idea y por qué lo hacía, me dijo:
[...] las almas necesitan volver a algún lugar. Yo siempre me pregunté dónde volverían los desaparecidos, ¿alguien los estaría esperando...? Sentía que sus almas deambulaban por acá. Así que un día dije, los voy a recibir en mi casa. A ellos les va a gustar porque, según me contaron eran muy solidarios... y bueno a mí, mis abuelas, me enseñaron que hay que ser generosa con los muertos, así que los recibo muy feliz en mi casa, como recibo el alma de mi padre.24
Imágenes 10, 11, 12. Ritual día de los muertos en el ex CCD de Guerrero-Jujuy. Registro fotográfico de la autora.
Si la generosidad es un acto de afecto, la solidaridad es un gesto político.25 Ambos se conjugan en el ritual del Día de los Muertos en Guerrero. Generosidad, afectos, solidaridades y política se unen en este ritual ancestral del mundo andino, que recibe las almas de los que ya no están en esta tierra. La pregunta que esta comunidad se hace es ¿qué necesitan los muertos? De allí la fuerza de sus memorias, de allí los lugares que habitan y llenan de sentido. Aquí las preguntas no están dirigidas a las políticas de memoria, sino a los muertos que necesitan ser recordados cada vez, cada año y cada día. Son memorias que fluyen, ofrecen afectos para no dejar que se petrifique el recuerdo. Como bien apunta Nora (2018), no hay lugares de memoria sin vigilancia conmemorativa.
El ritual comprende la producción de comida y dulces, se encienden velas, se construyen flores de papel, se ubican bebidas y escaleras de pan para que bajen los muertos, se comparte la comida de una gran mesa colorida e inclusiva. Sin duda, esto conforma un sistema simbólico, con otras materialidades, otras estéticas y formas de pensar los lugares de memoria. Finalmente, se realiza la caminata hasta el ex CCD de Guerrero, sitio de memoria señalizado por el Estado en 2018 y allí se ofrece bebida, comida, cigarros y charlas a los desaparecidos. Es un momento de comunión frente a un lugar de horror reconfigurado por la fuerza y potencia de esta memoria local que no necesita de patrimonializaciones, ni de reconocimientos oficiales para producirse. Allí florece la memoria en cada gesto, en cada lucha cotidiana, en cada vela que se prende, en cada dulce que se ofrece. Y, así, ese lugar de memoria que está coronado por un gran cartel gris, producto de las políticas de Estado, se cubre de colores, fotos y comida para recordar a los muertos.
Memorias ancestrales que traen al presente la memoria de los desaparecidos y muertos. Acá no hay manuales ni protocolos, ni marcas establecidas. Un ritual, aquel que recibe las almas cada 2 de noviembre, reapropiado para ampliar el horizonte de afectos hacia los desaparecidos, cuyas almas rondan el sitio de memoria ex CCD de Guerrero. Hombres, mujeres, niños, jóvenes participan, observan, comparten. Aquí el cuerpo es parte de este procedimiento de memoria. Hay que agacharse, prender velas y hablar con los desaparecidos. No hay nada obligatorio. Cada uno participa como quiere y voluntariamente. El cuerpo se involucra para recordar a los muertos. Un ritual que comienza con la generosidad de una familia que abre las puertas de su casa y la memoria de sus muertos para incluir la de los desaparecidos. Se arma la mesa, se ordena los panes y se rinde homenaje con dulces, comidas, bebidas que gusten a los muertos. Se los espera. Se los celebra compartiendo un almuerzo. En el ex CCD de Guerrero se ordenan de nuevo las ofrendas y cada uno tiene una relación afectiva con sus muertos y con el recuerdo de los desaparecidos. Hay charlas, flores, bebidas para ofrendar y compartir. Un ensamblaje político basado en la solidaridad con los desaparecidos y la generosidad del mundo de los vivos. Mientras el cartel gris e inmóvil señala, como marca del Estado al ex CCD a través de una memoria quieta, en este ritual laten memorias locales, poderosas e intensas que imprimen nuevos sentidos en este lugar de memoria.
A modo de cierre
En este recorrido me propuse observar los diversos encastres-ensambles de memorias a partir de la materialidad de los sitios de memorias y de la relación necesaria y conflictiva entre las prácticas consagradas, oficiales y encuadradas junto a las nuevas propuestas que nacen desde los grupos y comunidades. Ensamblajes de memorias que permiten observar cómo se gesta el Estado desde abajo y cómo se resuelven las políticas de memoria desde arriba. Gestos, acciones, deseos, que se superponen en un continuum sobre cómo las comunidades han resuelto las formas de representar el pasado. Sin esquemas ni dogmas, recuerdan a sus muertos y cuentan sus experiencias frente a las violencias vividas en América Latina. Frente a estas violencias disímiles, las formas de memoria que resisten para tornar visible lo que pasó, no son homogéneas, luchan por conformar y transformar el recuerdo de lo que vivieron en memorias disidentes y plurales, donde pueden convivir marcas monumentales con rituales ancestrales, cauces de río con prácticas religiosas, fibras de colores con listas escritas en piedra, velas y flores con paredes de un ex CCD, carteles de vinilo con piedras en un laberinto.
Rituales que, plasmados en pequeños actos, surgidos en los márgenes y llevados adelante por mujeres, jóvenes, comunidades indígenas, hacen que los lugares de memoria no se cristalicen, no se vuelvan solo descriptivos, se transformen a partir del trabajo de ensamble de memorias, ya sean transmitidas por actos y canales formales del Estado o creadas y propiciadas por las comunidades. Así, frente a las memorias oficiales, hegemónicas, dominantes; múltiples acciones de memorias insurgentes brotan plurales tanto política como estéticamente. Importa recordar a los muertos con acciones y deseos. No necesariamente consagrando una memoria sacralizada y monumentalizada, sino una variedad de pequeños actos que podrán volver a ser generados en el futuro de otra manera. Que habilitan la posibilidad de volver a superponer sentimientos donde esas comunidades puedan expresarse y que, si bien no hablan de la paz como un concepto, producen con sus rituales, actos políticos, prácticas de solidaridad y acciones de convivencia social. Observar las dinámicas entre los lugares de memoria y de justicia reparatoria, desde abajo, puede poner en tensión aquellos proyectos orientados a solucionar políticamente las demandas sociales frente a las que enuncian una posición crítica sobre el pasado que, potencialmente, incida en los procesos de transmisión y en las luchas políticas del presente.
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1. Para una mirada sobre la construcción de los sitios de memoria en Argentina y las políticas de memoria en América pueden consultarse: da Silva Catela (2014) y da Silva Catela y Stewart Foley (2019).
2. Como dice Benjamin (2016, p. 223), a propósito del arte de coleccionar, aquí retomado para pensar la fuerza del objeto en los procesos de memoria, cuando afirma que, «lo decisivo es que el objeto sea liberado de todas sus funciones originales, para entrar en la más mínima relación pensable con sus semejantes». Y agrega, «coleccionar es una forma de recordar mediante la praxis y, de entre las manifestaciones profanas de la “cercanía”, la más concluyente».
3. Tomo la noción de ensamblaje de la pensadora chilena Nelly Richard (2017) para dar cuenta de la unión entre elementos simbólicos, políticos, estéticos y afectivos que juegan en el doble vínculo de lo que surge de proyectos institucionales junto o en oposición a las prácticas de memoria que gestan sentidos en el devenir temporal más allá de las que se cristalizaron en el momento de su creación y/o inauguración. También, desde mi punto de vista, la noción de ensamblaje denota una acción sobre la materialidad y los objetos que dan cuenta del pasado a partir de determinados elementos e intervenciones que dan forma a otros. Así los sitios de memoria, lugares, monumentos, que fueron constituidos de determinada manera, con estéticas particulares, textos que enmarcan su importancia, lugares elegidos por lo que allí sucedió en el pasado, ven modificadas sus estructuras con acciones que le imprimen otros sentidos, sin borrar los originales. Estas memorias ensambladas, modelan otras estéticas, otros textos, otras prácticas que se superponen. Otros autores han trabajado este concepto, como Paul Rabinow (2009), quien lo retoma a partir de Foucault en relación con los modos de ensamblaje discursivos: «la problematización no significa ni la representación de un objeto preexistente ni la creación a través del discurso de un objeto que no existía. Se trata de un ensamblaje de prácticas discursivas y no-discursivas que hacen que algo entre en el juego de lo verdadero y lo falso y lo constituya como un objeto del pensamiento (ya sea bajo la forma de una reflexión moral, conocimiento científico, análisis político, etc.)»
4. Este breve inicio está basado en una conversación durante la visita al memorial. Para comprender la lógica y la historia del «Ojo que Llora» en su abanico de complejidades puede leerse, Hite (2013) donde se desarrollan con detalle los conflictos en torno al memorial, así como los debates políticos en relación a las víctimas. También puede consultarse el trabajo de Milton (2015), quien a partir de la noción «nudos de memoria», va de-construyendo las formas en las cuales los conflictos políticos, en torno al pasado de violencia en Perú, condicionan y repercuten en la memoria el «Ojo que Llora». Finalmente, para una contextualización histórica, las polémicas en torno a este memorial y los límites de los proyectos de memoria, ver Drinot (2007).
5. Según consta en la descripción de la aplicación #Memorias Situadas de la UNESCO: «El ojo que llora forma parte de un proyecto más grande, denominado La Alameda de la Memoria, que incorpora más áreas verdes y en donde se tiene previsto desarrollar lomas y plantar nuevos árboles. El espacio cuenta con un centro de visitantes y un museo, en donde se expone la muestra fotográfica Yuyanapaq. Para recordar, que sirvió de inspiración a la escultora Lika Mutal para diseñar «El ojo que llora». La muestra fotográfica está situada en una galería subterránea que se conecta con el centro de visitantes, en donde se alojó el «Quipu de la memoria». El gran Quipu de la memoria, elaborado en 2005 en diversas ciudades y comunidades de Perú, incluye un total de 300,000 nudos, 69,280 de los cuales representan a las víctimas de la violencia política, consignados por la Comisión de la Verdad y Reconciliación. El proyecto fue pensado como un documento-monumento que recrea el sistema comunicativo de los incas. Está destinado a complementar visualmente el extenso discurso del Informe Final y a plasmar el tema de la memoria de los caídos en el imaginario colectivo» (https://www.cipdh.gob.ar/memorias-situadas/lugar-de-memoria/el-ojo-que-llora/, consulta: 01.03.2021).
6. Chirinos (2006).
7. Es interesante pensar las estéticas y los materiales con los que se construyen los lugares de memoria, según el sentido que se les quiere imprimir. También cómo frente a materiales similares como la piedra, por ejemplo, se puede significar diferentes memorias. Salvando todas las distancias, en el año 2021 en Argentina, se usaron piedras para recordar a las víctimas del COVID-19. Los familiares las llevaron a la emblemática Plaza de Mayo y las depositaron allí junto a la inscripción de los nombres y fotografías de las víctimas. De esta manera, la materialidad que constituye un lugar de memoria es buena para pensar qué tipo de reapropiaciones y resignificaciones se dan. Cómo un material adquiere otros sentidos frente a situaciones límite actuales en el contexto de pandemia que transitamos.
8. La realización de la obra contó con el finamiento del sector privado, la colaboración de la Defensoría del Pueblo, el Movimiento de Derechos Humanos Para Que No Se Repita y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Lika Mutal y el arquitecto Luis Longhi (encargado del diseño del parque) donaron su obra y trabajo. El Municipio de Jesús María cedió el espacio físico.
9. Es necesario aclarar, a modo de evitar malas interpretaciones del análisis aquí planteado, que comprender —en términos antropológicos— un conflicto social no significa justificar los actos de violencia llevados adelante por los grupos que son representados en el memorial. Comprender los conflictos y las controversias frente a una lista de nombres que son incluidos o excluidos, como en este memorial o en otros, implica pensar que los procesos de memoria son dinámicos, y que las batallas que se dan en el espacio público cambian según diversos tiempos y espacios, pero, sobre todo, cuando quienes demandan en torno a la memoria de sus muertos consideran que tienen derecho a reivindicarlos, ya que fue el Estado quien cometió el crimen de lesa humanidad.
10. Para un recorrido sobre «El Ojo que Llora» y sus constantes ataques, puede consultarse el video de la entrevista a Rosario Narváez, referente de la Asociación Caminos de la Memoria, en International Coalition of Sites of Conscience.
11. Datos que constan en la página oficial de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, hasta el año 2021, se reconocen 46 espacios de memoria de administración nacional, provincial y municipal, de los cuales 13 están en proceso de apertura, mientras 33 están abiertos al público. Para consultar detalles y listas de los sitios de memoria y las señalizaciones en Argentina, https://www.argentina.gob.ar/derechoshumanos/sitiosdememoria.
12. Se estima que abastecía a Córdoba y todo el norte argentino de unos 70 mil ejemplares mensuales. La imprenta contaba con máquinas superiores a la de los diarios de mayor tirada en Córdoba de la época: dos Cabrentas, dos Rotaprint y una guillotina Krausse, además de un laboratorio fotográfico. El modelo de esta imprenta, según cuentan, es similar a los proyectados por los Tupamaros en Uruguay.
13. El 12 de julio de 1976, la casa fue allanada mediante un fuerte operativo militar y policial. Antes había «caído» una imprenta similar en la localidad de San Andrés, Buenos Aires. Unos días antes, la familia que vivía en la casa fue avisada y consiguieron escapar. Un año después, en mayo de 1977, los dueños de casa y la pareja que realizaba el trabajo de impresión en la imprenta fueron asesinados y desaparecidos en Moreno, Buenos Aires.
14. Si bien funcionó por un corto período como CCD, el mismo no se encuentra mencionado en las investigaciones llevadas adelante por la CONADEP, ni fue listado en el libro Nunca Más.
15. Una lectura superficial podría llevar a pensar que este sitio de memoria no es «aceptado» dentro de la lógica de las políticas públicas por el origen del grupo político al que pertenecía, PRT, frente a otras memorias dominantes como la de la organización armada Montoneros. Sin embargo, en el contexto nacional argentino hay diversos lugares donde militantes del PRT e incluso del ERP fueron asesinados y desaparecidos, que hoy son sitios de memoria y han sido incluidos dentro de las políticas públicas de marcas de memoria. Se pueden citar los casos de: Campo de Mayo, Quinta La Pastoril, El Atlético, entre otros. Lo que quiero decir con esto es que lo que está en juego aquí no es la pertenencia política, sino la lógica con la cual en Argentina se han definido los sitios de memoria, a partir de un recorte que privilegia los lugares donde el Estado terrorista ejerció la represión. O sea, los ex centros clandestinos de detención. De allí las disputas que nacen para incluir «lugares de militancia» como sitios de memoria, desde diferentes grupos sociales, como es el caso aquí analizado de la Imprenta.
16. En cada una de las pintadas en sus paredes que reflejan la conexión y el internacionalismo de las luchas de los años sesenta y setenta en América Latina. Pintadas sobre el Che, iconografía de los Tupamaros que deja verse entre una gran mancha roja de pintura tirada arriba, una escritura de militantes bolivianos. El espacio vacío como revelador de la memoria. Las escrituras y paredes como gestos de insurgencia a ocho metros bajo tierra, cuando arriba la represión organizaba las acciones del terrorismo de Estado.
17. Una ficha descriptiva de este memorial puede verse en: http://www.unesco.org/new/fileadmin/MULTIMEDIA/HQ/CLT/pdf/ELS-Monumentos_a_la_memoria_y_verdad.pdf.
18. Para un análisis sobre la violencia en El Salvador puede consultarse el trabajo de Salgado (2012), así como los trabajos de Villela sobre los pocesos de memorias (2020ª y 2020b), entre otros.
19. Estas prácticas frente a un memorial que lista, ordena, clasifica casi burocráticamente nombres y fechas, se repite en otros lugares como en el Parque de la Memoria de Buenos Aires, la Catedral de Guatemala, el Memorial del Cementerio de Chile, entre otros.
20. Hace muchos años, mientras entrevistaba a una Madre de Plaza de Mayo en relación con los monumentos a los desaparecidos, ella me respondió: «Listas hacían los milicos», me dijo una Madre de Plaza de Mayo, «nosotros teníamos hijos con rostro, nombre y vida. Nuestra lucha siempre será por devolverles esa identidad arrebatada» (Alicia, La Plata, 1999).
21. A diferencia de los otros memoriales y sitios de memoria, elegidos para analizar en este texto, el caso de Puerto Berrío es recuperado aquí como disparador de preguntas surgidas a partir de la lectura del texto de Patricia Nieto, quien resalta este ritual frente a la muerte y conecta prácticas similares de rituales religiosos presente en todos los espacios analizados: velas a los muertos, flores como recurso de afectos, nombrar para volver a recordar, etc.
22. Vecina de Guerrero, Jujuy. Palabras en el acto de colocación de la primera marca de memoria en el lugar. Monolito. 30.07.2004.
23. Podemos decir, desde una mirada clásica, que la instalación del monolito por iniciativa de un colectivo de personas de Jujuy —después de 28 años de finalizada la dictadura— motivó la ruptura del silencio de esta vecina de Guerrero, que la materialidad que se inventó para señalar, cuando las agendas políticas recién comenzaban a pensarlas como políticas de Estado, cambió el sentido del espacio y lo convirtió en un lugar de memoria. También podemos pensar que fue la señalización la que puso en movimiento otras memorias, amplió el nosotros y gestó acciones colectivas, ya que ni el pueblo de Guerrero, ni el espacio del ex CCD fueron lo mismo desde la acción colectiva de señalización, que abrió una rendija desde la cual se podían colar las memorias locales poco escuchadas. También es probable que la experiencia de los vecinos durante la dictadura tuvo, a partir de ese momento, una referencia material dónde apoyarse y legitimarse.
24. Claudia, Guerrero (02.11.2019).
25. Quisiera resaltar aquí la importancia de trabajar con emociones y gestos colectivos, a los que no siempre le prestamos demasiada atención desde las ciencias sociales o cuando los mismos pasan a ser considerados temas menores, superficiales, o considerados como meramente ensayísticos. La antropología ha tenido especial cuidado en recuperar la expresión de los sentimientos como una esfera de producción de sentidos sociales. Así, considero importante recuperar lo que las comunidades afectivas o emocionales generan en sus entornos, al considerar sus prácticas en términos de solidaridades, generosidades, afectos, cariños, etc. Esto permite comprender, desde un lugar simbólico, prácticas de memorias y formas en las que estas comunidades adhieren a valoraciones sobre las emociones y sus formas de expresión, prestando especial atención a las emociones que son valoradas y la naturaleza de los lazos afectivos entre las personas que reconocen, así como los modos de expresión emocionales que presuponen, defienden, valoran, toleran o rechazan. Véanse: Rosenwein, 2011; Passerini, 2011; Le Breton, 1999; Elias; 1998; Mauss, 1974.