Tras las desapariciones forzadas: reunificando familias, develando memorias

 

Carolina Garay Doig

Departamento de Antropología de las Américas

Universidad de Bonn

https://orcid.org/0000-0002-8560-9311

Recibido: 01-03-23

Aprobado: 12-06-23

doi: 10.46476/ra.v4i1.149

 

Resumen

Este artículo aborda las experiencias de reencuentro familiar de un grupo de seis niños(as) que perdieron el rastro de sus seres queridos y lugares de origen a causa del conflicto armado en el Perú (1980-2000). Por más de veinte años, las familias de estos menores los dieron por muertos y desaparecidos. Al profundizar en sus historias de vida, se observa que el reencuentro familiar, lejos de constituirse en un «final feliz», es una experiencia sensible y difícil, llena de matices y hasta conflictiva. El reencuentro con los «seres queridos» se constituye en un desafío familiar que cuestiona la propia noción de familia. Implica involucrarse en un proceso de develación de memorias dolorosas y traumáticas. En ese sentido, las memorias y las prácticas familiares cobran un rol crucial al momento de «hacer familia» otra vez y, en especial, en la reconstrucción de los lazos y afectos de familias quebradas, dañadas y desplazadas.

Palabras clave: reunificación familiar, niñez, conflictos armados, trauma, historias de vida, memoria familiar.

 

Abstract

This article addresses the family reuniting experiences of a group of six children who lost track of their loved ones and places of origin as a result of the armed conflict in Peru (1980-2000). For more than twenty years, the families of these minors considered them dead or disappeared. When delving deeper into their life stories, it becomes clear that family reunion, far from constituting a “happy ending”, is a sensitive and difficult experience, filled with nuances and even conflict. Reuniting with “loved ones” constitutes a family challenge that questions the very notion of family. It implies becoming involved in a process of unveiling painful and traumatic memories. In this sense, family memories and practices play a crucial role in the moment of “making a family” again and, especially, in the reconstruction of bonds and affective ties within broken, damaged and displaced families.

Keywords: family reunification, childhood, armed conflicts, trauma, life stories, family memory.

 

Resumo

Este artigo trata das experiências de reencontro familiar de um grupo de seis crianças que perderam o rastro de seus entes queridos e locais de origem como resultado do conflito armado no Peru (1980-2000). Por mais de vinte anos, as famílias dessas crianças pensaram que elas estavam mortas e desaparecidas. Analisando mais a fundo suas histórias de vida, fica claro que o reencontro familiar, longe de ser um “final feliz”, é uma experiência sensível e difícil, cheia de matizes e até mesmo de conflitos. O reencontro com “entes queridos” é um desafio familiar que questiona a própria noção de família. Ele significa envolver-se em um processo de revelação de memórias dolorosas e traumáticas. Nesse sentido, as memórias e as práticas familiares desempenham um papel crucial no “refazer da família” e, em particular, na reconstrução dos laços e do afeto em famílias desfeitas, danificadas e deslocadas.

Palavras-chave: reunificação familiar, infância, conflitos armados, trauma, histórias de vida, memória familiar.

 

Introducción

Más de 21,000 personas fueron desaparecidas forzadamente durante el conflicto armado en el Perú (1980-2000).1 Las familias afectadas por estos crímenes han desplegado distintos y permanentes esfuerzos por saber qué les pasó y dónde están sus seres queridos. Uno de los desenlaces, poco frecuentes de estas búsquedas, es hallar con vida al familiar desaparecido y, con ello, transitar por un complejo proceso de reencuentro familiar.

Profundizar en estas experiencias es situarnos frente a la extrema violencia perpetrada en contra de las niñas y los niños2 durante el conflicto armado. Una violencia que trastocó y sigue trastocando sus vidas. Los casos documentados en este estudio dan cuenta que las personas halladas con vida —aquellas que perdieron el rastro de sus familias y lugares de origen— eran menores de edad cuando estos hechos ocurrieron. Al perderles el rastro, sus familiares los dieron por muertos y desaparecidos y, al mismo tiempo, estos menores crecieron convencidos de que eran los únicos sobrevivientes de sus familias al conflicto.

Estas experiencias han sido escasamente documentadas en el Perú. Sus protagonistas, sus historias y sus pasados violentos y dolorosos permanecen todavía en la intimidad de las biografías y memorias de estas familias. Esto se explica, por un lado, porque la desaparición de menores no ha sido lo suficientemente expuesta o hecha visible. De ahí que, un desaparecido es casi siempre imaginado como un adulto o joven, rara vez como un niño o una niña. De hecho, en los espacios museográficos o en las representaciones culturales sobre el conflicto, estos hechos apenas son mencionados. Un vacío inexplicable si consideramos que del total de personas desaparecidas, 3,757 eran menores de edad (MINJUS, 2021, p.3).3 Más inquietante aun es que no existe una iniciativa o campaña concreta que priorice su búsqueda. Este estudio busca llamar la atención sobre esa urgencia.

Por otro lado, son infrecuentes los casos en que una persona desaparecida es hallada con vida. De hecho, ANFASEP4, que lleva cuatra décadas comprometida con la búsqueda de los desaparecidos del conflicto, no hallado con vida a ninguno de sus seres queridos: «En caso de nosotros, ANFASEP, no se ha encontrado con vida [...], no tenemos casos que se hayan encontrado con sus familias» (Adelina García, comunicación personal, 2022). Por su parte, el Estado, presionado por la campaña Reúne,5 recién se comprometió con la búsqueda de los desaparecidos en 2016 al aprobar la Ley N.° 30470.6 Bajo esta ley, la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas (DGBPD), desde un enfoque humanitario y forense, busca dar una respuesta a las familias sobre el destino final de sus seres queridos y, junto con ello, restitutirles (si es posible) sus restos óseos a fin de que reciban un entierro digno. En caso que no sea posible, al menos procurar un cierre simbólico al sufrimiento de estas familias. Pero, es más reciente todavía el esfuerzo por hallar con vida a los desaparecidos y acompañarlos en el reencuentro con sus familias. Algo que comenzó en 2019, cuando sin esperarlo, esta dirección recibió el primer caso de un desaparecido hallado con vida. Tras una rigurosa pesquisa, que incluyó pruebas genéticas, confirmó la identidad de la persona y optó por acompañarla en el reencuentro con su familia, cuyo rastro lo había perdido por s de treinta años.

Este se volvió un caso movilizador.7 De acuerdo con Jairo Rivas, director de Registro e Investigación Forense, «se hizo evidente para el equipo de la DGBPD que este no es una alternativa teórica sino un cierre posible del proceso de búsqueda» (Rivas, comunicación personal, 2022). Por lo que, en el protocolo de acompañamiento psicosocial se precisó que en caso una persona desaparecida es hallada con vida «[...] se informa a los familiares sobre estos resultados y se respeta si la persona encontrada quiere ponerse en contacto o no con sus familiares» (Ministerio de Justicia, 2021, p. 39). A partir de esta experiencia, la DGBPD se interesó en identificar otros posibles casos de reencuentros familiares, llegando a documentar hasta fines de 2022 cuarenta y siete casos de personas halladas con vida en posconflicto, que en su mayoría ya se han reunificado con sus familias por su propia iniciativa. En seis de esos casos, esta dirección acompañó el proceso de reencuentro familiar. Cada uno da testimonio de la pérdida del rastro de menores de edad durante el conflicto armado. A partir de este avance en la política de búsqueda de los desaparecidos, se abre la posibilidad de concretar otras historias de reencuentros familiares en el país.

En este artículo analizo precisamente las experiencias de reencuentro familiar de seis personas que siendo niñas y niños perdieron el rastro de sus familias a causa del conflicto armado. El propósito es conocer, desde la mirada de sus protagonistas, las implicancias de pasar por este tipo de reencuentros y los desafíos que surgen al momento de reconstruirse como familia. Se trata de un grupo de víctimas directas del conflicto, cuyas vidas y voces han pasado desapercibidas aun en posconflicto. En concreto, me interesa abordar las siguientes preguntas: ¿qué memorias son develadas tras el reencuentro familiar?, ¿en qué sentido se reelaboran las biografías personales y familiares a partir de lo develado? y ¿qué papel juega la memoria en la reconstrucción de los lazos y de los afectos familiares? Para ello, en un primer momento presento algunos conceptos que considero centrales para el análisis de estos casos como son trauma, las prácticas y las memorias familiares. Seguidamente, profundizo en los contextos y episodios específicos que explican la pérdida del rastro y la separación prolongada de los miembros de estas familias. A fin de ilustrar estas experiencias, Alfredo —uno de los participantes de este estudio— nos comparte con más detalles su historia de vida centrada en la pérdida del rastro, la búsqueda y el reencuentro con su familia. Para finalizar, propongo un análisis del proceso de develación de memorias, la reelaboración de las biografías personales y familiares y la reconstrucción de los lazos familiares experimentada por los protagonistas de este estudio.

 

Metodología

Este artículo se basa en lo compartido por seis personas que fueron halladas con vida tras ser dadas por desaparecidas cuando eran menores de edad y que, tras el conflicto armado, se han reencontrado con sus familias.8 No existe un criterio específico que me llevó a elegir sus experiencias. En 2016, al momento de iniciar esta investigación, apenas unos pocos casos de reencuentro familiar en posconflicto habían sido documentados por la Defensoría del Pueblo, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la Comisión de la Verdad y Reconciliación y el Registro Único de Víctimas. Los reportes de estas instituciones me permitieron identificar a dichas familias e invitarlas a participar en este estudio. Más adelante, incluí los dos primeros casos de reencuentro familiar que la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas acompañó a fines de 2020. Todas estas personas, además de haber perdido el contacto con sus familias siendo menores de edad, comparten experiencias de reencuentro familiar con sus hermanos y hermanas.9

Si bien hago referencia a todos los casos recogidos en esta investigación, en este artículo trabajo con más detalle la historia de Alfredo. A fin de conocer su caso, opté por realizar entrevistas en profundidad en el formato de historias de vida y conversaciones informales. Por medio de cuestionarios biográficos, busqué identificar y discutir con cada participante los eventos, las transiciones y los quiebres en sus distintas trayectorias de vida. Los resultados de estas entrevistas están organizados en tres secuencias: la pérdida del rastro de los seres queridos, el periodo de separación con la familia y la búsqueda y el reencuentro familiar. En tres casos, las entrevistas se realizaron de modo presencial en la intimidad de sus hogares y en otros dos casos a través de videollamadas usando la plataforma Zoom. Por último, debido a la distancia geográfica y por la situación de la pandemia del COVID-19, las entrevistas a Alfredo y a su hermana Vilma se realizaron por teléfono a lo largo de 2017 y 2020, respectivamente. Una opción que temí afectara la calidad de las entrevistas, sin embargo el nivel de intimidad, detalles y confianza se logró gracias a la frecuencia en nuestra comunicación.

Cada participante me otorgó su consentimiento para usar sus nombres y no anonimizar sus identidades. Previo a ello, les expliqué las implicancias de abrir sus historias personales, sobre todo porque a través de sus relatos podrían dar a conocer episodios no develados (todavía) dentro de la familia. Al elegir el método biográfico, sentimientos de dolor, vergüenza u otras emociones incómodas pueden surgir. Desde un inicio, esta preocupación fue comentada con cada participante, por lo que sabían que podían detener sus relatos u omitir información cada vez que lo creían pertinente. Y así lo hicieron.

 

Prácticas, Trauma y memorias familiares

Aproximarnos a las experiencias de reunificación familiar, indistintamente del contexto que las origina, es situarnos frente a la fragilidad de las familias. Cada reunificación evidencia que la unidad familiar ha sido quebrantada. 

Una familia más que una institución con funciones muy concretas, son prácticas dentro de una red fluida y abierta de relaciones activas, que involucra incluso a otros individuos no emparentados entre sí, como puede ser un amigo, un trabajador del hogar, un vecino, etc. Por tanto, las fronteras de las configuraciones familiares distan de ser estructuras rígidas y, más bien, suelen ser flexibles (Morgan, 2019, pp. 2226 y 2232). Al mirar las prácticas familiares, una propuesta del sociólogo David Morgan, nos acercamos a los distintos modos en que los sujetos «hacen familia». Desde este enfoque, la familia es algo que se construye, se reinventa y se reconfigura todo el tiempo a través de las prácticas. Estas prácticas son fragmentos de la vida familiar cotidiana y rutinaria, que evolucionan con el tiempo, y en los que se entrelazan las biografías individuales de cada miembro de la familia (Morgan, 2019, p. 2231). En ese sentido, lo que hace un miembro no se considera un acto individual, sino una práctica familiar, pero «para que sean eficaces como prácticas familiares, estas acciones deben ser entendidas por los demás como portadoras de un significado asociado a la familia”» (Finch, 2007, p. 67, traducción propia).

En relación a este estudio, habrá que ver en particular qué prácticas familiares se dan alrededor de los problemas o las crisis. El cómo se afrontan y el compromiso con estos lleva a la construcción de sentidos familiares y a la reafirmación de identidades y pertenencias dentro de la familia, en donde el género y lo generacional cobran especial protagonismo. Casi siempre un problema individual se convierte en uno familiar. Por tanto, cómo se hace frente a los problemas y el sentido que le dan a esos acontecimientos «pasan a formar parte de la historia de esa familia —el acervo de historias y recuerdos— que redefine o reafirma las relaciones familiares» (Morgan, 2019, p. 2234, traducción propia).

Esta mirada a la familia me permite entrelazar dos aspectos que busco analizar de las trayectorias biográficas de los participantes de este estudio: trauma10 y memoria familiar. Las personas que viven un conflicto armado cargan consigo las memorias de traumas políticos e históricos. Este tipo de traumas provoca una profunda devastación psicológica de los individuos, que impacta y traumatiza no solo al sujeto que lo padeció y sobrevivió, sino a toda la colectividad (Cornejo et al., 2013, p. 272). A este tipo de padecimiento se le llama traumatización extrema. Este concepto de Bettelheim (1981) —sobreviviente del Holocausto— distingue una experiencia traumática de origen natural e inesperado (un desastre natural, un accidente de auto, etc.) de aquellas situaciones traumáticas predecibles, intencionadas y dispuestas por aparatos represivos políticos (como son los asesinatos, desapariciones forzadas, torturas, entre otros), que buscan devastar la condición e identidad de la persona y/o ejercer el control y coacción política de ella. Esta situación de traumatización extrema, ya sea un único episodio o la secuencia de varios, sobrepasan y quiebran a los sujetos y grupos sociales, que padecen una sensación de «inescapabilidad» de dicha situación. Precisamente, cada protagonista de este estudio —como veremos más adelante— ha sido expuesto en su infancia a una traumatización extrema en el marco del conflicto armado. Desafortunadamente, los efectos de la violencia y el terror son padecidos con mayor intensidad por las niñas y los niños (Castillo, 2018, p. 476).

En toda experiencia traumática lo siniestro penetra la realidad social, es decir, los límites de la realidad y la fantasía se trastocan al punto de provocar terror. Bajo terror, las colectividades, incluida la familia, experimentan una profunda vulnerabilidad y desorganización que «conduce a respuestas inicialmente caóticas o inefectivas, que incluso aumentan el carácter traumático de la experiencia» (Lira et al., 1991, p. 4). Así, el trauma (y sus consecuencias) se constituye en el problema —siguiendo a Morgan— y la respuesta familiar de cómo enfrentarlo da luces del carácter particular de cada familia y, por ejemplo, de su oportunidad o no de reconstruir los vínculos y afectos familiares.

Ahora bien, la noción del trauma es central en el campo de la memoria. Para comprenderlo, consideremos que la memoria es algo que subjetiva, social y culturalmente se construye y reconstruye. Elizabeth Jelin explica que la memoria es un acto individual y/o colectivo, activo o pasivo, de darle sentido al pasado, cuyos contenidos son diversos y que podrían ser experiencias propias o ajenas. Asimismo, la memoria involucra «recuerdos y olvidos, narrativas y actos, silencios y gestos. Hay en juego saberes, pero también hay emociones. Y hay también huecos y fracturas» (Jelin, 2020, p. 419). Precisamente, esas fisuras, dice la autora, podrían (no necesariamente) revelar evidencias del trauma y la incapacidad de los individuos para narrar lo acontecido —como los episodios de la traumatización extrema—, dado que los sujetos no dan siquiera con las palabras para ello.

Toda memoria además alude a marcos culturales y sociales específicos (la familia, la clase, religión, etc.), que ayudan a interpretarlas (Jelin, 2020, p. 419). En las biografías familiares se cruzan e interactúan las subjetividades individuales de los miembros de la familia, se construyen identidades, sentidos de pertenencia y diferenciación (Da Silva, 2009; Segalen, 2008). De hecho, los primeros recuerdos de los individuos se construyen dentro de la familia. Es más, están asociados a esta y, en esencia, se trata de recuerdos especializados porque «se crean en torno a un pequeño grupo de individuos que se relacionan entre sí durante muchos años» (Smart, 2011, p. 543, traducción propia).

Un aspecto que entrelaza las prácticas y las memorias familiares son los secretos familiares. Siguiendo a Smart, los secretos en familia son una forma de mantener las relaciones de parentesco. Estos relatos casi siempre provocan vergüenza y tienen la capacidad de alterar la configuración familiar; en especial, los secretos sexuales (orientación sexual) y los reproductivos (por ejemplo, que un hijo no lo sea biológicamente de su padre). Los secretos familiares tienen la función de «poder» proteger a la familia del escrutinio externo y, al mismo tiempo, de proteger a unos miembros de otros dentro de la familia. El develar o preservar los secretos familiares constituye una práctica familiar crucial para mantener la unidad familiar o para quebrarla y, por tanto, para (re)evaluar a los parientes. A diferencia de la memoria, los secretos (supuestamente) se entierran y se olvidan. Sin embargo, podrían mantenerse vivos por medio de insinuaciones, rumores o incluso ser delatados por el propio silencio. Por lo general, la develación de ciertos secretos resulta perturbador y puede trastocar las relaciones familiares. Además, los secretos en familia permiten crear historias familiares sublimes y encubrir situaciones terribles y escandalosas dentro del espacio familiar, en tal sentido «los secretos familiares forman parte del arsenal de la historia familiar más amplia que produce un sentido de herencia (respetable) y ocupan un gran lugar en la memoria personal» (Smart, 2011, p. 541, traducción propia). Por tanto, el relato de los secretos más que dar cuenta de hechos —reales o ficticios—, está conectado a la memoria familiar.

Más adelante veremos cómo estas nociones de prácticas, traumas (o traumatización extrema) y memorias familiares, incluidos los secretos, nos darán un marco interpretativo para analizar las experiencias de reunificación de familias quebradas por el conflicto armado y sus posibilidades de reconstruirse como familias.

 

De la pérdida del rastro al reencuentro familiar

En este apartado nos adentraremos en las historias de los protagonistas de este estudio y, con mayor profundidad, en la de Alfredo, centrándonos en aquellos episodios que les llevó a perder el rastro de sus familias durante el conflicto armado. Seguidamente, conoceremos sus estrategias de sobrevivencia en el periodo de separación familiar. Y, al final, nos acercaremos al momento del reencuentro con sus familias.

 

La pérdida del rastro

Los relatos de nuestros entrevistados nos muestran que, durante la primera década del conflicto armado, son diversas las circunstancias en que perdieron el rastro de sus familias y lugares de origen. Estos episodios de sus vidas, salvo en un caso que nos sitúa en Huánuco, acontecieron en Ayacucho. La mayoría recuerda su niñez como una etapa que transcurrió feliz, excepto un par de casos, cuyos padres los trataron con crueldad. Todos provienen de familias campesinas. Por eso, solían dedicarse a las labores de pastoreo, la cosecha de frutos, hortalizas y cereales, y a diversas tareas domésticas. En el campo tuvieron poco acceso a la vida escolar, en particular las niñas. Una vez iniciado el conflicto, fueron testigos de la violencia senderista y la violencia militar, intensificada a partir de la instalación de bases militares dentro de sus regiones. Varios señalan que, antes de perder el rastro de sus familias, tuvieron que presenciar escenas atroces de violencia y la pérdida de familiares en manos del Ejército Peruano. Al respecto, Alfredo recuerda que su primera experiencia vinculada al conflicto sucedió en 1982, cuando su tío Valerio, un estudiante universitario, fue señalado como senderista y, por eso, fue asesinado en la plaza de Oronccoy11 por un grupo de militares.12 Dos años más tarde, le tocaría dar cuenta de la muerte de su padre. Precisa que, hacia finales de 1984, mientras trabajaba junto a su padre, tres de sus pequeños hermanos y un grupo de vecinos en una chacra ubicada en Belén Chapi, en la selva de Chungui, ocurrió que:

Escuchamos una balacera a lo lejos. Entonces, entramos en pánico y miedo. Empezamos a correr y escapar al monte [...]. Mi papá me dijo «hijo, adelántate, adelántate, vayan corriendo ahí, cruzando el río». Y justo cuando estábamos llegando arriba, empezó la balacera donde estaba mi papá. Entonces, yo en ese momento, tomé la decisión de no cruzar el río, me fui por arriba [...] y nos agarró la noche y ahí en el monte nos escondimos toda la noche, sin saber dónde estaba nuestro papá. Cuando empezó a amanecer, empezó otra balacera [...] nosotros no podíamos gritar, ni llorar, ¡te imaginarás en ese momento cómo me dolía el corazón! solo nos salíangrimas, no podíamos gritar. [Tres días después] llegué donde escuché la balacera y encontré a mi padre ahí, estaba echadito boca arriba, pero donde habían entrado las balas estaba lleno de gusanos, ya estaba todo verde e hinchado, yo recuerdo eso de mi padre. Seguí entrando más adentro y toda la gente que ha estado arriba, estaban todos muertos, había como quince niños echaditos en el suelo con una bala en la cabeza [...].

El padre de Alfredo tenía 33 años cuando fue asesinado junto a un grupo de aproximadamente cincuenta personas.13 Su cadáver todavía no ha sido recuperado. En 2016, Alfredo volvió por primera vez a Belén Chapi y registró fotografías de restos óseos en la zona donde ocurrió dicha matanza. Cree que podrían corresponder a los de su padre y espera recuperarlos para darles un entierro digno.

Uno de los episodios que provocó que nuestros entrevistados perdieran el rastro de sus familias fue el reclutamiento forzado. Según sus relatos, los senderistas se los llevaron contra su voluntad, a uno de la puerta de su casa y a otro de su chacra, sin que nadie de su familia se percatara de lo sucedido. Estos niños terminaron recluidos en sus campamentos donde recibieron entrenamiento para su lucha armada. Un caso particular es el de una adolescente que perdió el rastro de su familia al huir de su tío (padrino), a quien sus padres habían confiado su cuidado, sin saber que era un mando senderista decidido a entregarla a sus camaradas. La noche que vinieron por ella, escapó. En su huida conoció a una mujer, quien bajo engaños la convenció de viajar juntas a Huancayo, pero que la abandonó al llegar al terminal de buses de esa ciudad. De otro lado, están aquellos menores a quienes los militares se los llevaron detenidos cuando patrullaban en las cercanías de sus comunidades. Todos fueron llevados a uno o más cuarteles, donde permanecieron entre una semana hasta un año. Allí dentro sufrieron terribles abusos y torturas. Al salir del cuartel, fueron acogidos por familias de militares en Lima, pero a cambio estuvieron obligados a trabajar como sus empleados domésticos. En el caso de una entrevistada fue algo distinto. Ella fue abandonada en una carretera cerca de Churcampa (Huancavelica), donde fue recibida por una familia como empleada doméstica sin recibir ningún pago. Ninguno de estos menores logró retornar a su casa.

En relación a estos episodios, Alfredo cuenta que, al mes de la muerte de su padre, se enrumbó a la selva de Ayacucho con la idea de trabajar en el cultivo de café para ayudar a su familia. Una decisión que contravino el deseo de su madre. Al poco tiempo de su partida, él y su primo, un chico de diecisiete años, junto a otras cinco personas, fueron detenidos por un grupo de militares, que estaban acompañados por ronderos. A todos ellos los acusaron de ser senderistas y los llevaron a distintas comunidades donde los torturaron antes de matarlos. Únicamente Alfredo sobrevivió.

Nos dieron una lampa «hagan su hueco acá, acá ustedes van a morir». Yo empecé a cavar un hueco, mi primo igual. A mi primo le estaban golpeando más que a mí y se cayó al suelo desmayado [...], entonces antes que le echen al hueco, a mí me obligan a que le corte una oreja, fue algo terrible que yo pasé a esa edad y son cosas que no puedo olvidar [...]. Entonces lo hice y a mi primo lo echaron al hueco, pero mi primo estaba vivo todavía, entonces lo taparon ahí encima en el hueco, lo taparon y a mí me llevaron al local comunal y me colgaron, me dijeron: «A ti, no te vamos a matar aquí, a ti te vamos a matar en otro pueblo».

Alfredo fue llevado al cuartel militar de Chungui. Encerrado en el cuartel sufrió una serie de abusos y torturas. Además de eso, fue obligado a cometer actos de violencia contra los allí detenidos. Experiencias que califica como «humillantes y terribles». Dos meses después, llegó un teniente, quien decidió su traslado al cuartel Los Cabitos en Huanta. Encuartelado permaneció cerca de un año. En ese tiempo, presenció inenarrables torturas, violaciones sexuales a jovencitas acusadas de ser senderistas y el asesinato de varios detenidos, cuyos cuerpos vio cómo eran quemados y enterrados en el mismo cuartel. Alfredo no era el único niño, dentro del cuartel había otro niño llamado Leandro, de quien se hizo su amigo, pero desconoce cuál fue su destino. A lo largo de ese año, cada vez que podía preguntaba por su familia, pero siempre recibía la misma respuesta: «Todos están muertos». Pasado casi un año, un militar, quien le cogió simpatía, le ofreció adoptarlo y llevarlo a Puno. Al contárselo a un suboficial, este le hizo dudar al decirle que allá sería vendido y puesto a trabajar en la minería ilegal. A cambio, le ofreció adoptarlo y le prometió que volvería a la escuela. Convencido de que no quedaba con vida nadie de su familia, aceptó la propuesta. Antes de partir a Lima, el suboficial fraguó documentación y le tramitó una partida de nacimiento. Ilusionado por lo prometido, Alfredo viajó a Lima junto con el suboficial, quien lo dejó en casa de sus padres en el distrito de Villa El Salvador.

Mientras eso sucedía en la vida de Alfredo, su hermana menor Vilma da testimonio de cómo Sendero Luminoso incursionó una vez más en Oronccoy alrededor de 1986 y obligó a sus pobladores a abandonar sus casas y asentarse en uno de sus campamentos o «retiradas»,14 ubicados en montes alejados de la comunidad. Además de Vilma, en ese grupo estaba su madre, cuatro hermanos(as) y su abuela materna. La vida en el campamento era paupérrima. Para aliviar el hambre solían comer las hierbas que ahí crecían, aunque:

A veces también nos traían algunos alimentos, llegamos hasta comer caballos [...] daban una papa por familia o cinco maicitos, crudos porque ni siquiera se podía cocinar, porque decían: «si vamos a cocinar de día, va a salir humo, si vamos a cocinar de noche, van a ver lo que está alumbrando la candela, entonces nos van a descubrir».

Bajo el control de los senderistas, la población estuvo expuesta también a enfermedades y mordeduras de murciélagos. Bajo esas duras condiciones, pronto su madre enfermó de gravedad y murió. Su cuerpo fue enterrado improvisadamente en dicho lugar. La muerte también alcanzó a su hermana de tres años, debido a la infección de una herida en una de sus piernas. Además del hambre y la enfermedad, el llanto de los bebés significaba siempre un riesgo, porque podían ser hallados por los militares que rondaban la zona. Una noche, el hermano pequeño, de poco más de un año, no dejaba de llorar a pesar de los intentos por calmarlo de Vilma y su otra hermana. Bajo la tremenda presión de los adultos, que les decían a las niñas: «tapenle la boca», una de ellas le tapó la boca y el pequeño murió. Un día, Vilma ya no pudo andar más y, al quedarse atrás del grupo, aprovechó de huir hacia Oronccoy sin ser vista. Al poco tiempo, se reencontró con su abuela y su hermana, quienes también habían conseguido escabullirse de los senderistas. La abuela decidió que se quedarían en Oronccoy, que por entonces estaba bajo el control de los militares. Finalmente, el último de los hermanos, quien todavía quedaba en el campamento, logró huir, pero, la abuela lo «vendió» como pastor a un ganadero de Andahuaylas. 

 

Lejos de la familia

El periodo de separación forzada de todas estas familias se prolongó entre veinte y casi cuarenta años. En el caso de los menores reclutados por los militares, como se mencionó líneas arriba, estos fueron obligados a trabajar como empleados domésticos. Una vez que dejaron a esas familias se dedicaron a diversas actividades —en distintas etapas de sus vidas— como la confección textil, el cultivo de productos agrícolas, el comercio ambulatorio, la venta de menús o la apertura de una bodega. Por otro lado, los menores que habían sido reclutados por los senderistas lograron escapar y se dedicaron al cultivo y venta de frutales, pescado y a pequeños negocios en mercados locales. Un entrevistado nos cuenta que, al cabo de tres años logró huir y fue acogido por una familia en la selva ayacuchana, que lo mantuvo oculto por varios años por miedo a que los senderistas lo encontraran. Otro de ellos, pasado cuatro meses de su secuestro, al resistirse a colaborar en su lucha armada, fue sentenciado a muerte. Sin embargo, aquel senderista que debía ejecutarlo, facilitó su huida. Al escapar, traspasó la frontera del país, vivió en distintas regiones del Brasil y, con el tiempo, olvidó el castellano. La adolescente —que huyó de su tío para evitar ser enrolada en Sendero Luminoso— al ser abandonada en el terminal de buses, fue acogida por una familia vinculada a la policía y dueña de un restaurante. Los seis entrevistados formaron sus propios hogares antes de los veinte años. La mitad de ellos, por falta de documentos o para despistar sobre su identidad, cambiaron sus nombres originales. Ninguno de los seis logró terminar sus estudios, incluso dos entrevistadas apenas saben leer y escribir. La situación de fragilidad económica ha sido una constante en sus vidas y, a pesar de acumular diversas trayectorias migratorias, ninguno logró volver a la casa familiar.

Por su parte, la adopción de Alfredo nunca se concretó. La familia del militar que lo adoptaría, apenas lo conoció, lo rechazó y humilló por sus orígenes, forma de hablar y color de piel. En alguna oportunidad le dijeron: «¿Sabes qué, Alfredo?, desde hoy día olvídate de tu huayno, olvídate de tu quechua, olvídate de todo». Asum las tareas domésticas a cambio de una habitación, comida y educación escolar. La promesa de una vida feliz hecha por el militar se desvaneció. Apenas si lo veía una vez al año. Alfredo tenía dieciocho años cuando la familia lo echó de casa por haberse ido a una fiesta y retornado al día siguiente sin avisar. La noche anterior, Alfredo había perdido el último bus que lo llevaría a casa. Tras ser echado, un amigo lo acogió durante un mes. En ese corto tiempo consiguió un puesto como ayudante de costura en un taller textil en San Juan de Lurigancho y, con el tiempo, retomó sus estudios en la escuela nocturna, donde llegó a estudiar hasta tercero de secundaria. Además, ese mismo año, empezó a convivir con quien sería su esposa, Julia. Pronto Alfredo y Julia tuvieron a su primera hija. En esa época, a pesar de que Alfredo trabajaba casi dieciséis horas al día, el dinero que ganaba no era suficiente; por eso, era asiduo al comedor popular y al vaso de leche de su distrito. Con la experiencia acumulada en la confección, Alfredo logró un puesto como operario de máquinas en una fábrica de confección de jeans. Sin embargo, debido a la crisis económica a inicios de los noventa, esta fábrica cerró. Más adelante, Alfredo y Julia se asentaron en Puente Piedra, donde alquilaron un puesto en el mercado en donde instalaron un pequeño taller de costura. Por esa época, el militar que lo llevó a Lima cayó enfermo y es en ese contexto que Alfredo se reconcilió con él y su familia.

Durante todos esos años, la familia que dejó atrás en Ayacucho lo creía muerto. Su hermano se enroló en el servicio militar obligatorio. Una de sus hermanas se quedó con la abuela paterna en Huamanga y, posteriormente, se fue a Arequipa sin comunicar su viaje a nadie, por lo que perdió contacto con la familia casi diez años. Su hermana Vilma se estableció junto con su abuela materna en Belén Chapi y, posteriormente, viajó a Lima donde fue acogida por sus padrinos y estudió su carrera en un instituto pedagógico.

 

La búsqueda y el reencuentro familiar

Los esfuerzos por saber qué les pasó a sus seres queridos han sido diversos. Unos tomaron la iniciativa de buscar a sus familiares y en otros casos fueron los familiares quienes los buscaron. En el primer grupo están quienes solicitaron y recibieron el apoyo de la Defensoría del Pueblo (DP). Aquí también encontramos el caso particular de una ONG de derechos humanos que —como parte de una campaña dirigida a las personas desplazadas por el conflicto armado— llegó al barrio donde vivía la persona dada por desaparecida. Al conocer su historia, la ONG solicitó la intervención del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y esta institución facilitó el reencuentro familiar. En el caso del menor que escapó hasta el Brasil, este contactó a un familiar a través del Facebook, quien a su vez buscó apoyo en la Dirección General de Búsqueda de Personas Desaparecidas (DGBPD). Esta institución acompañó el reencuentro de esta familia primero de modo virtual y, un año después, de modo presencial. Igualmente, tras recibir el apoyo de la DGBPD, la adolescente que huyó de su tío senderista fue hallada con vida por sus familiares. Únicamente, en un caso, el desaparecido fue encontrado por sus hermanos y hermanas, quienes guiados por un rumor que decía que estaba vivo, intentaron dar con él por varios años y recién al quinto intento lograron encontrarlo sin que ninguna institución mediara en su búsqueda.

En el caso concreto de Alfredo, él enfermó gravemente de tuberculosis a fines de 2006. Ante el temor de un desenlace fatal, su esposa Julia buscó ayuda en la DP para dar con el paradero de su familia, en caso esta existiera. Esta institución constató que, en la lista preliminar de personas desaparecidas elaborada por la CVR, Alfredo figuraba entre las víctimas. Su desaparición forzada había sido denunciada en 2002 por su abuela materna. Además, la DP obtuvo la dirección de Vilma en Lima tras consultar el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (RENIEC). Sin embargo, en aquella dirección solo vivía una tía, a quien Julia le dejó su número telefónico. Al llamarla, Vilma se enteró de que su hermano estaba vivo, pero muy enfermo. Pasada una semana, Alfredo se dirigió —nervioso— a un paradero en la entrada de Puente Piedra para esperar la llegada de Vilma «Cuando yo encontré a mi hermana lloramos mucho y nos abrazamos. Me acuerdo incluso que dormimos juntos como cuando éramos niños ¿no? Y fue así, entonces, fue algo bonito, algo hermoso». Vilma se quedó en casa de su hermano toda esa semana.

Una vez que Alfredo mostró mejoras en su salud, la Defensoría del Pueblo preparó el reencuentro con sus otros hermanos(as) y su abuela materna, quienes llegaron desde Arequipa y Apurímac. Ese día, recuerda con emoción— Alfredo descubrió que su hermano le había colocado su nombre a su hijo, en memoria de su supuesto hermano desaparecido. Alfredo dijo para sus adentros: «Gracias, señor» digo, «porque me reservaste para este momento. [...] Es como un milagro, es algo hermoso que he recibido, siquiera volver a abrazar a parte de mi familia, aunque sea no completa [...] y de repente, de alguna manera es como lavar todas las heridas que yo cargaba».

Su caso recibió cobertura mediática e incluso Alfredo fue entrevistado en un programa dominical de televisión bastante sintonizado. Para él, volver a ver a su familia fue como «despertar de un sueño, de una pesadilla», fue pasar del deseo de morir a una suerte de «despertar y volver a la vida». Este episodio fue decisivo en su trayectoria de vida. Antes de darse, Alfredo se miraba a sí mismo como a un niño pequeño, frágil, indeciso, sin convicciones. El reencuentro con su familia perdida le devolvió la sensación de seguridad y confianza en sí mismo. Alfredo ya no estaba más «solo», era parte de una familia. A la vez, sintió que debía «empezar a madurar», dejar atrás a ese niño asustadizo que era. Ahora, como hermano mayor, asume con gusto su nuevo rol en la familia: «estar como papá» para sus hermanos, en especial, para su hermano.

[...] él me ve como cuando éramos niños ¿no? O sea, él me ve como un papá, me dice «papá», no me dice hermano [...] cuando se casó yo he ido a hacerlo casar, porque ahora tiene como para traer a un padre ¿no? Entonces, como él se casaba en provincia, era la forma de casarse allá, entonces ya tuve yo que representar a un padre para él. Entonces, por esas cosas, él me dice «papá» ¿no? «Papá, papá». Entonces, su esposa igual me dice.

Antes de proponer una discusión en el siguiente apartado, considero justo aclarar que si bien la historia de Alfredo —en este artículo— está centrada en aquellos episodios vinculados al conflicto armado y las consecuencias en su vida y la de su familia, su historia de vida —al igual que la de los otros cinco participantes— es rica, diversa, llena de proyectos y resiliencia; por lo que de ninguna manera busco encasillar a nadie en la noción de sujetos-víctima. Más aún cuando Alfredo nunca usó esta palabra para identificarse. Sin embargo, las menciones al daño y, en menor medida, al de la injusticia, ambos asociados al concepto de víctima, sí aparecen en sus narrativas.

 

Reunificando familias, develando memorias

Al inicio de este artículo situé los casos estudiados dentro de la desaparición forzada. De hecho, las fuentes documentales que me permitieron conocerlos provienen de instituciones que atienden dicha problemática. No obstante, basada en las entrevistas realizadas, creo que es más preciso nombrar estos casos como experiencias de «separación forzada de las familias», un hecho que podría desencadenar, entre otras consecuencias, la pérdida del rastro de los seres queridos, la ausencia de arraigo de los lugares de origen, el desplazamiento forzado, en un marco de violencia, vulnerabilidad y traumatización extrema, que podría incluir, también, desapariciones forzadas.

Una imagen idílica que surge al imaginar los reencuentros familiares es aquella que denota un «final feliz». Sin embargo, al profundizar en las emociones y los significados que los protagonistas otorgan a esta experiencia, el reencuentro familiar resulta una experiencia sensible y difícil, llena de matices y hasta conflictiva. El asombro y la dicha por hallar con vida a los seres queridos se entremezclan con el desborde de otras emociones no tan gratas como el miedo, el dolor y la culpa. Los hallados con vida experimentan un intenso miedo de que su pasado doloroso y traumático —del que apenas sienten haber dejado atrás— vuelva. Esa sensación de «inescapabilidad», advertida por Bettelheim, vuelve a hacerse presente. Esta aterradora sensación, en particular, es muy intensa en aquellos que huyeron de Sendero Luminoso. Por lo que, incluso, en un caso la persona hallada con vida se resistió en un inicio a revelar su verdadera identidad. Además, está presente el dolor que se suscita al descubrir que no han sido buscados por la familia —como les hubiera gustado— durante todos estos años. Este sentimiento convive con la culpa por no haber retornado al hogar de los padres. Precisamente, este es el principal reclamo de los miembros de estas familias. Las preguntas, que suenan a reproche, «¿por qué no me buscaron?» o «¿por qué no volviste?» son las más comunes tras el reencuentro familiar. Estas prácticas familiares (de reclamos, búsqueda o ausencia de búsqueda) pesan cuando se intenta hacer familia otra vez. Quizás son parte de esas reacciones erráticas de familias desorganizadas por el trauma (Lira et al., 1991).

El reencuentro familiar no es una experiencia que se agota en el instante mismo del primer contacto. De hecho, exige voluntad, tiempo, cuidado, empatía. Uno de los casos estudiados ayuda a ilustrar con nitidez dicha complejidad. La entrevistada relata cómo la alegría del reencuentro duró apenas un instante. El mismo día del reencuentro, uno de sus hermanos le expresó sin tapujos su fastidio por haberse sentido obligado a dejar su trabajo para asistir a la ceremonia protocolar del reencuentro. Este episodio la desanimó por completo y a pesar de lo imperioso que le resultaba, ya no pudo preguntarle en ese instante cuál había sido la suerte que había corrido el resto de su familia. Su congoja se acentúo cuando una de sus hermanas la trató como si fuera una «amenaza», al advertirle que ella nunca heredaría las tierras de sus padres difuntos. Los vínculos entre ellos están resquebrajados, pero nuestra protagonista todavía conserva una buena relación con sus otros hermanos.

Igual de compleja resulta la reconstrucción de los lazos, afectos y sentidos de pertenencia familiar. En algunos casos, en el instante mismo del reencuentro, los miembros de estas familias se reconocieron con prontitud —por los gestos, rasgos físicos, miradas, voces—, la conexión emocional se dio de inmediato y se sintieron como parte de una misma familia. En otros casos, apenas reconocieron al hermano(a) que tenían delante suyo. Sus actuales rostros adultos difieren de aquellos rostros infantiles que —en el mejor de los casos— permanecían en sus recuerdos. Y, en otros casos, simplemente no se reconocieron. La persona, que se suponía era su hermano(a), resultó ser un extraño(a). Una situación que se explica cuando la diferencia de edad entre ellos(as) es significativa, por lo que apenas se recuerdan o podría ser que ni siquiera se habían llegado a conocer. Basada en las entrevistas, observo que cuando las personas involucradas no lograron identificar algún rasgo físico familiar, la conexión se volvió difícil y, por tanto, el sentido de pertenencia familiar es casi inexistente. Además, en la medida en que los miembros de estas familias no lograron entrelazar sus biografías a lo largo del tiempo, tampoco existen sólidas prácticas familiares ni memorias a las que apelar, a modo de reavivar dicho sentido de familia.

Cada reencuentro abre un espacio para la develación de memorias en torno al conflicto y a los episodios que forzaron la separación de estas familias. Es un acto que se vive entre el dolor y el alivio. El dolor por confirmar uno de sus mayores temores: la muerte de la madre, padre y quizás otros hermanos(as). Salvo en un caso, para todos fue el inicio de un duelo bastante tardío. Pero, esta dolorosa verdad y otras, que ansiaban conocer por décadas, también les procuró alivio. Los enigmas de los vacíos en la biografía familiar se desvanecen, aunque no por completo ni de manera coherente, ya que las versiones de un mismo evento no siempre coinciden, pero ofrecen tranquilidad. Hay otro tipo de hechos revelados que ponen fin a esa sensación terrible de inescapabilidad. Por ejemplo, en el caso de la adolescente que huyó de su tío senderista, aunque podría resultar perturbador por la crueldad de los hechos, ella sintió «alivio» al saber que su tío murió apedreado a manos de los pobladores de su comunidad. El fantasma de Sendero ya no la alcanzaría.

Una idea potente que apareció, tras esta develación de memorias, es una que cuestiona la noción de familia y, más concretamente, la mención a sus miembros como «seres queridos». Frase de la que hago uso en este estudio y que abunda en el discurso de los derechos humanos en torno a los desaparecidos. Por supuesto, los desaparecidos son seres queridos para quienes los buscan. Sin embargo, algunos participantes de este estudio ofrecen otra perspectiva. Por ejemplo, uno sintió alivio al conocer la muerte de su padre, quien en vida lo trató con crueldad. De modo similar, otra sintió una profunda tristeza por la muerte de un hermano y, a la vez, desilusión por la sobrevivencia de otro(a), ya que hubiera preferido reencontrarse con el hermano fallecido. En cierto modo, esta carencia de afectos complica la construcción de vínculos y lazos en estas familias.

Aparte de las verdades reveladas, se dan silencios y se guardan secretos. El silencio gira en torno a las experiencias más traumáticas que cada uno carga consigo, tal como lo anota Jelin (2020). Es un silencio por el que incluso se optó dentro del nuevo hogar que cada uno formó. En cuatro de los seis casos, no se contó al esposo(a) e hijos(as) de la existencia de la familia perdida, ni las circunstancias en que les perdieron el rastro y menos la violencia extrema que sufrieron. Ese pasado fue ocultado, esquivado, hecho un secreto. Los abusos y torturas sufridos por estos menores no fueron develados ni siquiera a sus parejas por miedo al rechazo, estigma y vergüenza. No es de sorprender que tampoco lo mencionen a los hermanos y hermanas reencontrados. Asimismo, el periodo transcurrido bajo el mando de Sendero Luminoso no ha sido revelado por ninguno de los implicados. Este es un periodo en torno al cual se ha construido silencio. En un caso, el entrevistado asegura que no desea provocar dolor a su familia y, en el otro caso, predomina el deseo de olvidar. En la historia de Alfredo y Vilma, la muerte del pequeño hermano a manos de una de las niñas se ha vuelto un secreto familiar. A Vilma le gustaría conversar sobre lo sucedido con su hermana, pero ella no quiere hablar, guarda silencio o asegura haber olvidado lo ocurrido. Quizás sea la evidencia del trauma, uno que se ha vuelto en secreto, porque ahondar en este o develarlo más allá de la familia provocaría horror. Por lo tanto, enterrar este secreto es un modo de «poder» protegerse entre sí (Smart, 2011).

Sin embargo, estos relatos se entrelazan con otros que revelan pequeños homenajes que las familias tuvieron con sus hermanos y hermanas desaparecidos. Un claro ejemplo es el nombre que recibió el sobrino de Alfredo o las misas que se ofrecieron en homenaje de la hermana ausente. Hay también una infinidad de memorias sobre detalles cotidianos —que en su momento fueron prácticas familiares– o anécdotas de la infancia. Por ejemplo, una entrevistada recordaba que su hermano le trenzaba el cabello, otro que su hermano le confeccionaba los trajes para las presentaciones escolares, el fiambre que sus madres les preparaban, las travesuras cometidas, entre otras anécdotas. Son estos contextos felices, que dan lugar a que de modo espontáneo se redefinan los roles de los miembros de la familia: «Desde hoy, tú eres como nuestra madre» o «Ahora yo haré de tu padre» fueron frases dichas entre sí. Esta redefinición de roles —de modo simbólico— implica dar apoyo económico, mediar en los problemas familiares, dar un consejo, acoger a los sobrinos(as) en casa, tomar la iniciativa para enviar un mensaje o una encomienda (con frutas y verduras de la cosecha familiar), etc. Es un proceso de hacer cosas de familia que les permitirá constituirse una vez más como parte de la misma constelación familiar.

Como vemos, tras la develación de estas memorias, que son dolorosas, traumáticas y, a la vez, signadas de episodios felices, se sucede una reelaboración de las biografías personales y familiares. Los vacíos presentes en ambas biografías se van parchando con aquello que es narrado por los distintos miembros de la familia. En este proceso, llama la atención las imágenes y relatos de heroicidad que emergen alrededor de la persona hallada con vida frente al reconocimiento expresado por la familia —y, además, por la prensa en un par de casos—, por el hecho de haber sobrevivido al conflicto y dado muestras de una gran resiliencia. A partir de ello, se incorpora ese sentido heroico a la biografía individual y se otorga un significado más profundo a lo padecido, lo que resulta reparador. Por ejemplo, el reencuentro es para Alfredo: «como lavar todas las heridas que yo cargaba». No obstante, con ello se minimiza la violencia y el sufrimiento extremos padecidos por aquellos miembros que se quedaron en la casa familiar durante el conflicto armado. De ahí que, el papel de la memoria en la reconstrucción de los lazos y afectos familiares es clave para interpretar y darle un nuevo sentido al pasado doloroso que los separó y, a la vez, ahora los une.

 

Ideas finales

En principio, la separación forzada de las familias es una categoría que alude a aquellas experiencias en que las familias pierden el rastro de sus seres queridos y lugares de origen. En este estudio, esta experiencia se ha centrado en niñas y niños que, por responsabilidad de miembros del Ejército Peruano y de Sendero Luminoso, terminaron separados de sus familias por varias décadas. Como parte de estos hechos, estos menores sufrieron traumatización extrema que implicó diversos episodios de tortura, abusos, desplazamiento forzado y, en algunos casos, desaparición forzada. Además, distintas circunstancias los llevó a creer que sus familiares estaban muertos y, al mismo tiempo, su familia los dio por muertos y desaparecidos. Por miedo y por falta de dinero no lograron retornar a sus lugares de origen.

A pesar del tiempo transcurrido, las familias no renunciaron a la búsqueda del familiar desaparecido. Sin embargo, no es posible afirmar que hayan sido búsquedas permanentes; más bien, los casos estudiados revelan intentos esporádicos, que se reavivaron una y otra vez por la nostalgia, rumores, desesperación, casualidades o circunstancias fortuitas. Cada búsqueda exigió tiempo, información, dinero y sobrepasar los problemas cotidianos; recursos de los que estas familias no siempre disponían. En todo caso, el desenlace de estas búsquedas se ha dado tanto por iniciativa de las personas dadas por desaparecidas como por los hermanos y hermanas sobrevivientes al conflicto. Incluso, dentro del acervo de la historia familiar existen experiencias previas y posteriores de otras reunificaciones. Estas familias, además de buscar apoyo en la DP, CICR, DGBPD, han recurrido a la radio y redes sociales para tratar de dar con el paradero de sus familiares. Al profundizar en los casos estudiados, es evidente que en posconflicto mejoraron las condiciones para dar con su paradero y, por tanto, abrir un espacio para el restablecimiento del contacto perdido entre familiares. Asimismo, son mayores las expectativas de hallar con vida a menores de edad separados de sus familias y, de igual modo, son más probables que los reencuentros sean entre hermanos y hermanas antes que con los progenitores.

El reencuentro abre un espacio de esclarecimiento acerca del destino de la familia, algo que procura alivio y pesar a la vez (con ciertas excepciones), porque significa confrontarse con hechos trágicos como la muerte de los progenitores y demás hermanos(as). Además, al lado de los desafíos que implica hacer frente a los cambios físicos, culturales y de identidades que experimentaron sus miembros, está el miedo a las preguntas incómodas sobre el pasado. Con especial interés se indaga en torno a cómo reaccionaron frente a la pérdida del rastro de uno de sus miembros y cuán comprometidos estuvieron con su búsqueda. La mayoría, salvo en un caso, descubrió que no fueron (intensamente) buscados como lo habían imaginado o deseado. En ese sentido, estas familias no hicieron de la desaparición del niño(a) un problema familiar. Bajo este conflicto, varias de estas familias estaban ya dispersas (en otras regiones o campamentos senderistas), quebradas (por la muerte de uno o ambos progenitores) y, además, por sus condiciones económicas y por falta o falsa información no los buscaron. Por tanto, en estos casos, no es visible en el momento mismo del conflicto observar prácticas familiares en torno a la búsqueda del hijo(a) pérdido. Pero, junto a este vacío, emergen otros tipo de prácticas familiares que sí fortalecen el sentido de pertenencia familiar. Son gestos y detalles que dan cuenta de que sí se les recordaba y echaba de menos.

Asimismo, estos casos de reencuentro familiar nos invitan a irrumpir en la intimidad de las familias rotas, desplazadas y dañadas por el conflicto armado. Sus miembros cargan una mochila apenas soportable de dolor y culpas, por lo que el reencuentro —que se proyectaba dichoso—, termina siendo un proceso complejo de develación de memorias de experiencias traumáticas. Esta develación de memorias acontece como un proceso íntimo que se da tímidamente. Implica quitar aquel velo que oculta/cubre/silencia los episodios más sentidos, dolorosos, perturbadores para mostrarselos a todos. En cierto modo, es un paso necesario para volver a hacer y ser familia. Ese desafío será, precisamente, el nuevo problema familiar desde la mirada de las prácticas familiares. Lo develado comienza a ser incorporado poco a poco en la narrativa del acervo y la historia familiar, una historia que se va creando y reconstruyendo colectivamente. No es una narrativa coherente y el tiempo no es lineal, más bien surgen versiones que se van acomodando una y otra vez, cuyas contradicciones se dan alrededor de los tiempos, los protagonistas, los lugares y los propios episodios vividos. En paralelo, la biografía individual también está expuesta a cambios que se orientan a dar sentido a ese pasado violento y que, además, exige que empiece a dialogar con la biografía del nuevo entorno familiar. Sin embargo, no todo es revelado. Los episodios más traumáticos, los hechos indignos sufridos y lo considerado tabú son silenciados casi siempre por un deseo de olvidar, por no hallar las palabras para narrar lo inenarrable o por la inexistente intimidad que todavía prevalece entre los miembros de estas familias. Estos hechos, en algunas familias, se vuelven secretos familiares.

La reconstrucción de los lazos y vínculos afectivos es diverso, unos se dan de modo espontáneo y otros no se logran. Demasiadas expectativas quedan frustradas, pues la idea de un nuevo comienzo en familia se desvanece nuevamente por la distancia geográfica. Por lo que, según lo observado, prevalecen vínculos frágiles. Los afectos de la infancia entre hermanos y hermanas no permanecen intactos ni resurgen de modo desinhibido. Tras el reencuentro, incluso el vínculo familiar ya se ha roto o se aproxima a quebrarse.

Finalmente, aunque el Estado tardíamente se ha comprometido con la búsqueda de los desaparecidos, es innegable que la actual DGBPD está trabajando por la posibilidad de escribir futuras historias de reencuentros familiares, en las que las niñas y los niños desaparecidos —hoy en día adultos— son los que tienen las mayores posibilidades de vivirlos. Por eso, creo oportuno compartir este avance de mi investigación, que espero dé luces para comprender lo desafiante que es pasar por un reencuentro familiar tardío y reconstruirse como familias.

 

Agradecimientos

Este artículo no hubiera sido posible sin la confianza de cada participante de este estudio y sus familias, quienes compartieron —pese a su dolor— sus historias de vida y sus experiencias del conflicto armado y reunificación familiar. Además, agradezco a la señora Adelina García, presidenta de ANFASEP, y al antropólogo Jairo Rivas, director de Registro e Investigación Forense de la DGBPD, por darme luces sobre esta compleja problemática. Asimismo, agradezco la discusión de ideas y comentarios valiosos que recibí de Carolina de Belaunde, María Eugenia Ulfe y mis compañeras de MemoriAL.

 

Referencias

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1. El Registro Nacional de Personas Desaparecidas y de Sitios de Entierro (RENADE) registra a 21,918 personas dadas por desaparecidas durante el período de violencia (1980-2000) (MINJUS, 2021, p.1).

2. La Convención sobre los Derechos del Niño considera como a un niño a toda persona menor de dieciocho años (UNICEF, 2006). Por tanto, al hablar de niñas y niños se hace referencia también a los y las adolescentes.

3. Lo que representa el 17.1 % de total de desaparecidos. Un porcentaje mayor al reportado hace veinte años por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, en cuyo informe concluye que sería 13.19 % (CVR, 2003, t. VI, 593).

4. Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú.

5. Esta campaña fue ideada por la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP), la Asociación Nacional de Familiares de Asesinados, Desaparecidos, Ejecutados Extrajudicialmente, Desplazados y Torturados (ANFADET) y la Coordinadora Nacional de Organizaciones de Afectados por la Violencia Política (CONAVIP).

6. Ley de búsqueda de personas desaparecidas durante el período de violencia 1980-2000 (Congreso de la República, 2016).

7. Este caso recibió cobertura mediática en prensa nacional y extranjera. En un titular de la BBC sobre esta historia se lee: ««Todos me consideraban muerto»: el hombre secuestrado por Sendero Luminoso en Perú que se reencontró (virtualmente) con su familia 34 años después» (Pighi, 2020). Un año después, el reencuentro familiar se concretó de modo presencial.

8. Considero importante contar que otro caso —que implicó el reencuentro de tres hermanas— decidí no seguir investigándolo, ya que se habían distanciado al poco tiempo de haberse reencontrado. ¿La razón? Una de ellas, adoptada por una familia limeña, exigía que todas se realizaran una prueba genética para verificar sus lazos biológicos. Dado que una vivía en Trujillo y la otra en Huancavelica y, además, ninguna mostró interés en dicha prueba, el vínculo entre ellas se resquebrajó. La hermana de Trujillo sospecha que, a su hermana de Lima, tal como le sucedía a ella, le daba «malestar» tener a una mujer campesina como miembro de la familia. Por esta situación, temí que las entrevistas pudieran reavivar dicho malestar entre ellas, por lo que decidí no insistir en este caso. Otras dos mujeres, declinaron a participar en este estudio, expresando no sentirse preparadas (todavía) para abrir sus historias de reencuentro (ocurridas en 2022) más allá de su círculo de confianza. Todas ellas perdieron el rastro de sus familias siendo niñas.

9. Reencuentros de progenitores con sus hijos e hijas también han sido reportados.

10. Este estudio no pretende ubicarse en el campo de la psicología y diagnosticar si los protagonistas de esta investigación están traumatizados, pero sí destacar que vivieron experiencias traumáticas extremas.

11. En la década de los años ochenta, Oronccoy era una comunidad campesina habitada por menos de mil personas.

12. La CVR recibió cuatro testimonios (202033, 202247, 202411, 202418) sobre el caso de su tío, que, a diferencia del relato de Alfredo, detallan la brutalidad con la que sus perpetradores le quitaron la vida.

13. Su nombre figura en el testimonio 202299 recogido por la CVR como una víctima de asesinato de las Fuerzas Armadas. Es un testimonio bastante escueto y con fechas imprecisas (1983-1985), que no ofrece mayores detalles de este evento, pero sí indica que en ese momento Sendero Luminoso tenía bajo su control a toda la población. No obstante, su muerte podría estar conectada al caso 1000436 (basado en los testimonios 202014, 202032, 202411, 202418, 202684, 203993). Estos testimonios reportan que en el periodo y lugar indicado por Alfredo, las fuerzas armadas asesinaron a un grupo de pobladores de Belén Chapi, integrado en su mayoría por mujeres y niños (posiblemente los que encontró Alfredo), que se disponían a preparar los alimentos en uno de los campamentos senderistas asentados en la zona de Chaupimayo (Belén Chapi). Es probable que esta matanza se trate de la primera ráfaga de balas que Alfredo y sus hermanos oyeron antes de huir.

14. La CVR explica que Sendero Luminoso trastocó la vida cotidiana de la gente al obligarla a abandonar sus centros poblados y «tomar retirada» en dirección a cerros y montes. Una vez ahí, se ubicaban en lugares estratégicos para evitar ser detectados por los militares. En sus campamentos, SL implantó «un férreo orden y control total, que convirtió la vida en las retiradas en un tormento infernal» (2003, t. II, p. 56).