La muerte y el ritual

del desprecio

 

Lurgio Gavilán

 

Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga

https://orcid.org/0000-0001-5812-598X
Recibido: 18-03-22

Aprobado: 29-05-23

doi: 10.46476/ra.v3i2.129

 

Resumen

Los rituales de muerte en el área andina han sido vistos, por lo general, como costumbres ancestrales de muy larga data. En este artículo discutiré la importancia de los rituales que han normado comportamientos de la gente como espacio de perdón, terapia y sentido; ya que cada fallecimiento, al ser el reordenamiento de sus vidas, sirve para conciliar a los vivos. Sin embargo, en un contexto de estado de excepción —como es el caso del conflicto armado interno y la pandemia por COVID-19 donde se producen cambios abruptos, se rompe ese espacio, minimizando su práctica o sustituyéndola por otra. Entonces, ¿cómo actores opuestos realizan diferentes tipos de rituales mortuorios en situaciones límites? El vacío del ritual de muerte, para otros no es más que el ritual del desprecio.

Palabras clave: muerte, violencia, ritual, Andes, COVID-19, desprecio.

 

Abstract

Death rituals in the Andean area have tended to be seen as long-standing ancestral customs. In this article, I will discuss the importance of rituals that have regulated people’s behavior as a space for forgiveness, therapy and meaning; because every death, as a rearrangement of their lives, serves to reconcile the living. However, in a context of a state of emergency —as was the case of the internal armed conflict and also the COVID-19 pandemic, where abrupt changes occurred— that space is fractured, so that its practice is minimized or replaced with another. And so, how do opposing actors engage in different types of death rituals in borderline situations? The emptiness of the death ritual is for others nothing more than the ritual of contempt.

Keywords: death, violence, ritual, Andes, COVID-19, contempt.

 

Resumo

Os rituais de morte na região andina são geralmente considerados como costumes ancestrais muito antigos. Neste artigo, abordarei a importância dos rituais que regularam o comportamento das pessoas como um espaço de perdão, terapia e sentido, uma vez que cada morte, sendo a reordenação das suas vidas, serve para reconciliar os vivos. No entanto, no contexto de um estado de exceção - como é o caso do conflito armado interno e da pandemia da COVID-19 - onde ocorrem mudanças abruptas, este espaço é quebrado, minimizando a sua prática ou substituindo-a por outra. Como é que, então, atores opostos realizam diferentes tipos de rituais mortuários em situações limites? O vazio do ritual da morte, para outros, nada mais é do que o ritual do desprezo.

Palavras-chave: morte, violência, ritual, Andes, COVID-19, desprezo.

 

Introducción

Los rituales de muerte en la región andina de Ayacucho han ido normando el comportamiento de la gente de muy larga data; sin embargo, en el devenir histórico, sucesos inesperados crearon rupturas de discontinuidad en los procesos funerales. Para argumentar la discontinuidad, me apoyo en la experiencia de dos momentos en los que se privaron los rituales de muerte: el conflicto armado interno ocurrido en las décadas de 1980 y 1990, principalmente con los actores Sendero Luminoso (SL) y el Ejército del Perú, y la actual pandemia por COVID-19. Estos ejemplos me sirven no en el sentido de comparar procesos idénticos, sino para explorar diferentes experiencias de cambio al momento de realizar rituales de muerte. Es decir, lo que parece vacío en el ritual, en realidad adopta distintas maneras para dar sentido a lo actuado y sobrevivir en una situación límite.

Esta situación límite ocurrió en las décadas de 1980-1990, cuando Sendero Luminoso declaró la guerra al Estado peruano. El gobierno respondió con una campaña represiva. Los campesinos se encontraron entre dos fuegos cruzados. Las secuelas fueron miles de muertos, desaparecidos y desplazados (CVR, 2003; Degregori, 2011; Del Pino, 2017; Theidon, 2009). Actualmente, los familiares de los desaparecidos no han podido realizar el respectivo ritual de muerte. A su vez, recientemente, a causa de la pandemia por COVID-19 murieron miles de personas dejándolos sin exequias, en un estado de excepción, parecido al ocurrido décadas atrás.

La necesidad de abordar el tema surge de mis preocupaciones académicas para repensar y comprender el fenómeno de la muerte en un contexto —que me parece— de ruptura de rituales. Esta me llevó a pasar una temporada de trabajo de campo con los pobladores de Anco, en Ayacucho y, por otra parte, me apoyo en mi experiencia personal (Gavilán, 2017). Al inicio, me pregunté: ¿qué ocurre con los cuerpos que no han pasado por los rituales de muerte?, pero, a medida que la investigación avanzaba, me di cuenta que los ritos funerales casi nunca habían quedado vacíos; por el contrario, se han resignificado con agregaciones y reacomodos. Y uno de ellos es el ritual de desprecio.

En esta región, los pobladores se dedican en su mayoría a la agricultura, ganadería y venta de su fuerza de trabajo en las ciudades y en la selva. Entre otros aspectos, en el quehacer cotidiano, uno de los temas recurrentes en la conversación es la muerte. Esta concepción teje sus relaciones económicas, sociales, culturales.

Los hallazgos que presento sobre el ritual y el no ritual para otros de la muerte son con un afán interpretativo, en la búsqueda de comprensión y entendimiento, ya que es de vital importancia conocer la vida en ausencia de los rituales de muerte. Un duelo postergado es un instrumento terapéutico para dar sentido a la violencia experimentada (CVR, 2003), y que permita entender el espacio de los rituales de muerte como espacio de sentido y reconciliación y, para otros, más allá de la ausencia del ritual de muerte, es el ritual de desprecio que da sentido a lo actuado.

El trabajo está organizado en cuatro apartados, los cuales obedecen a una preocupación que me acompaña sobre cómo tejer distintas fuentes, compuestas por el autoetnográfico que ayude a comprender una forma social que no tenga por esqueleto diferencias entre el testimonio y la teoría, sino más bien sea como sugiere Vergara, «una suerte de triangulación que multiplica y enriquece las perspectivas que abordan el problema a investigar, en un trabajo que articula experiencia e interpretación de los actores en situaciones sociales en que se encuentran» (2013, p. 25).

En el primero, presento la importancia de los rituales de la muerte —en un contexto de un continuum de larga data en los Andes— que forman una parte fundamental en la vida de sus pobladores. En el segundo, describo los castigos de Sendero Luminoso con la muerte. En el tercero abordo, con el caso de Putis, los cementerios clandestinos instalados por el Ejército peruano. Finalmente, en el cuarto desarrollo las muertes en tiempos de pandemia por COVID-19, donde los fallecidos parecen haber quedado sin ritual de muerte.

 

1. Ritual de muerte en los Andes

El estudio de la muerte y sus rituales en el contexto andino no es nuevo en la disciplina de la antropología. Ha sido abordado ampliamente desde diferentes enfoques. Aquí expongo la importancia de los rituales en la cotidianidad de los pobladores de Anco, La Mar, en un continuum de larga data, para luego discutir, en otros ítems, nuevas nociones que se adquiere en un contexto de violencia y en un estado de emergencia sanitaria.

José María Arguedas (1961) nos presentaba la relación del hombre con la muerte de la siguiente manera:

Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. [...] La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaban perfume.

— El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak Rasu-Ñiti.

Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras. [...]

— ¡Esposo! ¿Te despides? —preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas contemplaban temblorosas.

— El corazón avisa, mujer. Llamen al Lurucha y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas!

Corrieron las dos muchachas.

La mujer se acercó al marido.

— Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿A dónde está el sol? Ya habrá pasado el centro del cielo.

— Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está!

Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras.

— Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla, aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando.

El relato de Arguedas condensa la construcción cultural del ritual de muerte en el Ande peruano. Sus observaciones nos hablan del presagio y la llegada de la muerte del danzante. Lo sorprendente es cuando se pone el traje de danzante de tijeras y ve unas moscas negras que anuncian la cercanía de la muerte, en ese momento es necesario convocar a la familia para el ritual del tránsito a la otra vida. A través de este relato y por experiencia propia, llegué a entender que los rituales de muerte entrelazan nociones de perdón, reconciliación y terapia. Todo lo que existe, el ser humano es un ser-para-la-muerte (Heidegger, 2012). Entonces, la muerte «es el acontecimiento universal [...] lo único de lo que estamos verdaderamente seguros, aunque ignoremos el día y la hora en que ocurrirá, su porqué y el cómo, es que debemos morir» (Thomas, 2015, p. 7). El momento nunca será el momento. Podría ocurrir ahora mismo o en el atardecer de la vida, en un accidente, en una guerra, en la pandemia. Por eso, el miedo a la muerte no es poca cosa. Los rituales menguan la inestabilidad de los hombres.

Las ciencias sociales, a través de la arqueología y antropología, han evidenciado cómo los rituales de la muerte acompañaron al hombre desde las primeras sepulturas del paleolítico con elaborados funerales como en el mundo andino (Cavero, 2021). La muerte en el área andina —como trabajé en varios escritos (Gavilán, 2011, 2021)— no es solamente el fin de un organismo viviente para la mayoría de la población ayacuchana, sino que conlleva la desaparición de un individuo, la imposibilidad de continuar las relaciones afectivas con las personas queridas y la desarticulación de la familia. A causa de este profundo significado de la muerte, se han construido espacios para realizar los rituales que están asociados al medio geográfico, a las propias necesidades económicas y sociales. En ese sentido, los procesos funerales han dado origen a numerosos ritos como el velatorio, quinto día, aniversario, entre otros, que han ido normando el comportamiento de la gente, ya que cada fallecimiento es el reordenamiento de sus vidas, pues, entre otros aspectos, la muerte sirve para conciliar a los vivos: los rituales aparecen como filtro para depurar el error de los pobladores en Anco, Ayacucho.

Conocer los rituales de muerte en el contexto andino, permite entender esa construcción cultural naturalizada, que ha normado y guiado a lo largo de la historia desde las prácticas de momificación (Lumbreras, 1986), hasta las cremaciones en sociedades industrializadas. El cronista Guamán Poma de Ayala (1993) nos mostraba en sus dibujos cómo los ritos mortuorios en el mundo andino formaban parte de la vida de la familia, alguien que no se va completamente, que todavía tiene hambre, deseos; por eso, en ocasiones especiales eran sacados en procesión. Taipe, como otros académicos, se pregunta: «¿Qué hacen los parientes para mitigar o suprimir los sufrimientos?» (2018, p. 7). Una respuesta inicial es la ejecución del proceso ritual como antídoto para mitigar el dolor y aceptar la condición humana.

Presento aquí dos rituales específicos en el proceso funeral: el entierro y el quinto día. El primero como somatización y simbolización, y el otro como espacio de perdón y reconciliación. Participé en varios rituales funerales, por ejemplo, en Anco, La Mar. Aquella vez, en 2003, había fallecido una madre de familia, la señora Marina. El paludismo había fulminado su vida. Velamos toda la noche. Al día siguiente, los familiares y paisanos la alistaron para llevarla al cementerio en una chakana, una camilla hecha con varios palos del lugar.

Llovió un poco esa mañana. Colocaron a la difunta en la chakana y empezó el rito de traslado al cementerio. Dos señoras cantaban qarawi, un canto funeral, durante el trayecto. Luego, entre lágrimas y cantos de qarawi, sepultaron el cadáver. Encendieron velas y colocaron flores en la sepultura hablándole a la difunta Marina: «aquí estamos, todos acompañándote. No te olvidaremos».

Los efectos rituales tienen carácter positivo para los campesinos de Anco. Marca la transición de una etapa a otra (Turner, 1999). Es decir, canalizan y vuelven del «caos» a la «normalidad», sin ellos se puede caer en reacciones desmesuradas. O sea, no solo evitan el duelo patológico, sino «ganan bendición y protección» en sus relaciones económicas y sociales. Los campesinos se expresan: «hemos cumplido» (Gavilán, 2011). Por el contrario, el alma sufre, ya que, sin «un buen ritual», la familia y la comunidad no estarán unidas, no habrá producción abundante, por ello, no olvidan cada detalle del ritual. No pueden faltar las flores, velas encendidas, darse el abrazo, el rezo, el baile. Existen casos de disrupción de prácticas funerarias que no se realizaron en su momento «como debía hacerse», a causa de una muerte inesperada como un accidente, la desaparición del cuerpo durante el conflicto armado interno o por normas sanitarias a consecuencia del COVID-19. Sin embargo, la gente —aunque el cuerpo parece irremplazable, y solo es posible realizar el ritual cuando el cuerpo aparece— no abandonan el recuerdo por completo, más bien, tratan de cubrir el vacío, prendiendo una vela, construyendo una cruz donde desapareció, conservando fotografías en un lugar visible de la casa. «El alma también entiende», afirman los pobladores.

De regreso en casa, se comparte comida y trago. Los deudos agradecen su compañía, mientras los visitantes muestran su apoyo.

El otro espacio es el ritual del quinto día, en quechua, pichqan. Uno de los rituales más importantes en el proceso funeral en la comunidad de Anco y en el área andina. En el quinto día del fallecimiento, los familiares y paisanos se juntan para «esperar el alma que vuelve a casa». En aquel tiempo, en 2003, cuando observé otros funerales parecidos, a media mañana lavaron todas las ropas usadas por la difunta. Los compadres construyeron una tómbola para exponer ofrendas como alimentos y comidas preferidas de la difunta. Al caer la noche, empezó el velorio, «la espera» del alma de la difunta Marina. Una silla estaba lista para recibir su llegada. Los campesinos aseguraban que el alma siempre vuelve en el quinto día. «Regresará», afirmaban.

Los pobladores afirmaban que, los hombres poseen dos cuerpos, cuerpo-vivo y cuerpo-aya; y tres fuerzas internas: ánima, alma y coraje. Cuando Marina murió, el cuerpo-vivo pasó a ser cuerpo-aya. El alma, una de las fuerzas internas del hombre se desprende del cuerpo-vivo un año antes de la muerte y repasa los caminos andados en vida y vuelve en el quinto día para incorporarse en el cuerpo-aya (Fernández, 2004; XXX). Esa noche, en el ritual del quinto día, volvió el alma de la difunta. No lo vimos. La suegra que cantaba junto con los oradores exclamó: «¡ya llegó!». Una chiririnka zumbó en la puerta y desapareció. Todos asentían la presencia de Marina.

A medianoche, en la hora de pedir perdón a la difunta, mientras los rezadores cantaban: «San Gregorio Dios nuestro, ha escuchado a las almas diciendo: levántense, ¡acaso te vence el sueño! Por tus delitos estoy atado en fuego», la señora Victoria le habló a su nuera: «pídele perdón». A través de esta lección, llegué a entender la importancia del perdón, sobre todo, el «perdón de todo corazón».

Por el contrario, como ha evidenciado Arianna Cecconi, quien ha estudiado los sueños en Ayacucho: «si la persona se muere antes que la pelea sea resuelta, su alma puede volver para vengarse» (2013, p. 165). Por eso, la expresión: Wañuq runam kani (soy hombre que va morir) es interesante en la conversación cotidiana de los campesinos de Anco, como un acto de decir la verdad. Esta cobra sentido en el funeral de la muerte, la importancia de saldar deudas. De lo contrario, los vivos y muertos sufren.

Imagen 1: Ofrenda en el ritual del quinto día (2003). Fotografía del autor.

 

Los rituales de muerte para los campesinos de Anco no solo es una costumbre, sino es un espacio para sentirse bien, para perdonar al otro, para dar sentido al quehacer cotidiano. Y en el contexto del conflicto armado interno en las décadas de 1980 y 1990 y durante la pandemia por COVID-19 en un cambio abrupto, ¿dejaron de hacer rituales de muerte y quedaron sin rituales? ¿Qué ha ocurrido?

 

2. Sendero Luminoso y los muertos sin ritual

En 1980, Sendero Luminoso declaró la guerra al Estado peruano (CVR, 2003; Degregori, 2011) y llegó la ruptura de los rituales de muerte. Portocarrero (2012) nos presentaba a Sendero Luminoso como «profetas del odio». No solo fue odio al otro, sino que se dedicaron a castigar al enemigo con la muerte y lo dejaron sin ritual. ¿Cómo fue posible? Mario Vargas Llosa (13.12.2012) retrató a los subversivos como «un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades ilimitadas». Y mamá Victoria, de Anco, decía: «mis paisanos morían como perros, estaba prohibido enterrar y velar». Theidon (2009), en su investigación sobre las secuelas de la violencia política, sugería que el cambio de códigos morales permitió a los campesinos matarse entre ellos. Pero, más allá de ese cambio repentino, aquí quiero reflexionar a partir de mi propia experiencia y reflexionar sobre la muerte sin ritual en las filas de Sendero Luminoso.

Aquella vez, en el año de 1983 como he narrado en Memorias de un soldado desconocido (2017), ahora reescribo con el afán interpretativo—, la cúpula de mandos principales que operaban en los valles de Tambo y San Miguel convocó a una reunión de urgencia. ¿Para qué? Todas las reuniones eran sin agenda específica. Nadie sabía, solo los mandos tenían ese derecho. Nos desplazamos de noche hasta el lugar del encuentro. Ya cerca, los vigías lanzaron el contra y seña para identificarnos. Respondimos que éramos nosotros.

En la madrugada aún pudimos descansar hasta que clareó el día, con el canto de aves silvestres y animales de corral. Después de comer sopa de chuño, un grupo de compañeros caminamos hasta el cerro alto de Tambo para cumplir la tarea de vigilancia. Vigilar al enemigo. Desde allí, en la reverberación del sol, el valle traslucía de vida. Se veían a campesinos cosechando maíz, trigo y arveja. Pastoras caminando tras los ganados en las empinadas montañas. Vehículos levantando polvo en las curvas de Tambo. Águilas y cernícalos oteando el paisaje.

Cuando cayó la tarde, bajamos para comer y acudir a la reunión de urgencia. El mando político, un hombre de mediana estatura y cabello abundante, empezó a hablarnos de la lucha, los triunfos, la nueva vida comunista y la dificultad de la revolución. La disciplina era importante para encaminarnos en la revolución emprendida. Y terminó su discurso enfático: «Entre nosotros hay algunos compañeros que han traicionado al partido y deben morir».

Nos miramos unos a otros. Nos preguntamos quién no está obedeciendo al Partido. Los mandos sabían quiénes eran. Mientras pronunciaban cada nombre sentenciado, varios compañeros se lanzaban para atarlo de pies y manos. ¿Qué delito habían cometido? Dijeron que no estaban haciendo el bien en el camino del Partido. «Estos miserables morirán», sentenció el mando, advirtiéndonos que nunca deberíamos intentar algo parecido, sino también moriríamos como ellos. Ya atadas las manos con sogas de animales, mientras trataban de escapar inútilmente, bajamos a una quebrada en la noche oscura de junio. La tumba ya estaba cavada. Algunos compañeros habían adelantado para hacer ese trabajo. Inmediatamente fueron fusilados. Los gritos fueron apagándose. La tierra cubrió el cuerpo aún caliente.

De esa experiencia ocurrida, ahora intento repensar desde la antropología. No hubo rito de paso tripartito, como nos sugería Turner (1999) o como se practicaba en la comunidad en cada muerte del campesino; en cambio, los muertos quedaron allí, abandonados sin una vela ni una flor. Entonces, sin ritual funeral, esas almas —como describió Taipe (2018)— sufrirían e interferirían negativamente en la vida de los campesinos. En este caso, sufrirían los miembros de Sendero Luminoso. O, como ha enfatizado Robin-Azevedo (2021), serían almas de «mala muerte», que partieron en condiciones dolorosas, continúan sufriendo y se manifiestan ante los vivos mediante apariciones oníricas. Sin embargo, no ocurrió a la letra.

Imagen 2: Ritual de desprecio realizado por SL.
Dibujo de Edilberto Jiménez (2013).

 

Siguiendo la autoetnografía, la muerte de los compañeros, en condición de «mala muerte», nos acompañó varios días y meses con sus apariciones en sueños, aunque tratábamos de disimular. Parece que no hubo ese cambio repentino de códigos morales, lo llevábamos en teoría, no en práctica. Bourdieu (2012) ha teorizado sobre el concepto de habitus, ese sistema de disposiciones generadoras que el hombre lleva dentro de sí mismo, heredado por el entorno social. Quizá por eso sentimos miedo esa noche después del castigo brutal. Nos parecían almas caminando en nuestros pasos. Aves rapaces insultándonos: ¡tukuy, tukuy! Parecía que nos conocían, ya que los ronderos y militares nos llamaban Tukus. En teoría, ya no creíamos en dioses ni almas, porque desde la óptica marxista, la religión era el opio del pueblo, una sustancia analgésica que adormecía a la sociedad, pero sentíamos miedo.

Eso no es todo, ¿cómo representar ese no ritual, al mismo ritual del desprecio? En un trabajo anterior —etnografiando percepciones de muerte— observé que la muerte causaba caos (Gavilán, 2011). Cuando morían padres de familia creaban caos, es decir, una vida difícil para los hijos menores y había que «dar sentido al sufrimiento experimentado y causado» (Theidon, 2009). Un sentido con los rituales de muerte para seguir viviendo.

Cuando Sendero Luminoso, después del castigo brutal, deja abandonados a sus huestes, sin flores, sin velas encendidas, no es más que el ritual de desprecio para dar sentido a lo actuado. El desprecio es una forma de ritual. Un antídoto para bloquear el ritual de muerte que se practicaba en el mundo andino, en otros sentidos.

El concepto de ritual de desprecio puede parecer un recurso retórico para llenar la situación de vacío con prácticas rituales mortuorias. No lo es, pues no hay otra manera de llamar, sino desprecio, cuando el llanto desaparece con el odio perverso y al mismo tiempo canaliza el horror para evitar patologías.

Es ritual, ya que tiene elementos que lo conforman: insulto, tortura, abandono, desaparición con la convicción de estar haciendo el bien. Los campesinos se expresan en el proceso ritual: «hemos cumplido, hemos hecho lo correcto», y SL también, «hemos hecho bien, estamos limpiando el viejo orden». En ese sentido, no sería como interpretó David Durand en su tesis: «Hay un fin más allá del posible sadismo. Los “rituales obscenos” son dirigidos para el goce de Otro» (2013, p. 42). Más bien, lo obsceno, en este caso, en vez de «goce de Otro» canaliza el proceso ritual como ha observado Renato Rosaldo (2000), la ira en la aflicción de los Ilongot. Entonces, no solo es masacre como ha teorizado Sémelin (2014), sino también es proceso ritual para restablecer el orden perdido.

Me llamó la atención la película Volver a ver de Judith Vélez, un documental sobre el conflicto armado interno. En los primeros minutos de escena, una mujer cuenta al fotógrafo Óscar Medrano: «lo único que quiero es encontrar el lugar donde está enterrado mi hermano». Su hermano había muerto en Huaychao, en enero de 1983, junto con seis senderistas. La hermana había guardado silencio tanto tiempo.

Me preguntaba, ¿cómo hace daño al cuerpo y a la comunidad lo actuado? Los victimarios y los campesinos de Huaychao sabían que las personas debían ser acompañadas por rituales funerarios aprendidos de larga data, pero no lo hicieron. ¿Cómo han podido convivir con ellos tanto tiempo? Sin rituales practicados, las almas no les dejarían vivir, pero parece que el ritual de desprecio ha jugado el papel principal para dar sentido. Sí, hubo ritual de muerte, es el ritual de desprecio. Los campesinos han «cumplido» con el ritual de muerte.

Las rupturas del ritual de muerte traen sufrimiento de almas y deudos, incluso «la ausencia del ritual fúnebre, puede llevar a demonizar a ciertas especies como los peces que se convierten en comensales de humanos» (Taipe, 2018, p. 8). La urgencia entonces es encontrar y completar —de parte de las víctimas— los rituales truncados para «estar bien». Pero también es importante comprender la alteridad de sentido en un contexto de guerra. Para unos fue necesario dejar el ritual tradicional y cambiarlo por un ritual de desprecio; es decir, una forma de ritual —sin velas ni flores, entierro fuera del cementerio— como una forma de «hacer el bien» para dar sentido a lo actuado. Para dar orden en el caos del otro. Pero, ¿qué ocurre cuando la guerra se acaba? Todavía se sabe poco, aunque las respuestas abundan desde la religión hasta la política: «Dios quiso así», «es el costo de la guerra» o «nos comportamos mal... no nos recordamos de nuestros abuelos...». Sumado a esta interpretación, junto con la búsqueda de algún huesito del cadáver, se suma la danza con el arpa y violín, haciendo posible que la vida continúe. Este es uno de los actores del conflicto armado interno, el otro son los militares.

 

3. Militares y los muertos sin ritual

En su ensayo sobre La tortura durante la guerra de Argelia, Todorov nos recordaba que «los hombres son en el fondo de un sadismo total y que sólo las convenciones sociales les impiden, la mayor parte del tiempo, saciar sus instintos» (2002, p. 14). ¿Cómo entender las atrocidades cometidas por las fuerzas del orden en el conflicto armado interno? (Boesten y Gavilán, 2023). En 2015, un oficial del Ejército del Perú, por un caso de asesinato durante el conflicto armado interno, declaró enfático: «Los enfrentamientos no es para matar a los pobrecitos insurgentes, eran terroristas que mataban a mansalva. No hay un curso para asesinar». ¿Cómo debemos de entender el conflicto armado interno? ¿Excesos de la guerra o como cambio de conductas morales, como sugería Theidon (2009)?

En febrero del 2019, visitamos la comunidad de Putis (provincia de Huanta, Ayacucho) junto con Charles Walker y Renzo Aroni, historiadores de la Universidad de California en Davis. Desde la ciudad de Ayacucho, la camioneta corrió por la carretera zigzagueante entre la geografía escabrosa atravesada por cordilleras y valles profundos. Pudimos observar y oír a la naturaleza estando allí. En las laderas se observan campos sembrados de maíz y trigo y, al fondo de la cordillera, corre el río Mantaro. Diversas aves pasan raudas mientras la lluvia riega la cementera. Al otro lado de la franja está Putis, pueblo sufrido, pueblo masacrado por Sendero Luminoso y el Ejército del Perú.

Desde la forestada tierra vimos allá abajo una piscigranja abandonada, junto al riachuelo diáfano que corre apresurado para juntarse con el río Apurímac. Allí —los sobrevivientes del holocausto— habían intentado criar truchas. Nos preguntamos: «¿por qué no prosperó el proyecto de truchas?» «¡Quién sabe!», concluye Renzo. De repente, nos cubre una neblina lechosa. Es el aliento de miles de árboles de la Amazonía que sube a las montañas empujado por el viento. «Allá abajo me alojó una señora», Renzo recordó aquella casa.

En 1984, el Perú vivía el episodio más intenso de la violencia (Degregori, 2011). Ese mismo año, en diciembre, los militares acantonados en Putis habían reunido a la gente. ¿Para qué? Para hacer faena y construir una piscigranja. Los campesinos criarían truchas para salir de la pobreza. Pensaba, quizá al escuchar la propuesta del Estado, sus rostros se iluminarían con la idea: carretera, escuela, puesto de salud. Pero cuando los llevó al lugar donde construirían la piscigranja, replicarían en silencio —como Scott (2007) constató en un pueblo malayo, donde los subordinados, a partir de su sufrimiento, producían discursos ocultos a espaldas del dominador—: «Estos cojudos no saben, aquí no sobrevivirán truchas». Pero no hubo ningún sobreviviente para que nos pueda contar lo sucedido. Es razonable pensar que no hayan creído en el ofrecimiento. El sitio donde empezaron a cavar el pozo no era el lugar indicado para criar truchas. ¿Alguien reprocharía? Pero, cuando los militares —como constata Theidon (2009)— aprietan el fusil contra el pecho de los campesinos, no requiere oposición.

Renzo Aroni escribió:

Cuando los militares establecieron su base en Putis, convocaron a los campesinos para que retornaran al pueblo; les ofrecieron seguridad y desarrollo y les dijeron que iban a construir una «piscigranja». Los campesinos creyeron en el ofrecimiento y retornaron. Cavaron la inmensa fosa durante tres horas y luego fueron reunidos en varios grupos. Fue entonces cuando los militares les dispararon a matar para luego enterrarlos en la fosa excavada, al mismo estilo nazi (2009, p. 44).

Los cuerpos quedaron bajo tierra por 25 años, en silencio y sin ritual para los deudos. Las pocas víctimas que lograron sobrevivir tuvieron que escapar a otros lugares. El crimen quedó sin rostro. No llegó el alto comisionado como a Uchuraccay. No eran periodistas, sino campesinos en el confín del territorio peruano.

Imagen 3: Visita a Putis. Imagen de la exhumación (2019). Fotografía del autor.

 

¿Cómo explicar lo que hicieron los militares? ¿Cómo entender a los perpetradores, si antes de la leva, los jóvenes cultivaban maíz, papa o pescaban merluza, caballa en Chimbote? Arendt (2006), al estudiar a nazis, nos decía que el mal radica en convertir a las víctimas en entes superfluos, donde todos son culpables. Las órdenes en el Ejército se cumplen sin llantos ni murmuraciones. José Ramos ha registrado la instrucción militar en el cuartel, quienes en el ejercicio físico cantaban:

Todos los días me levanto muy temprano, alzo mi mano y le pido a Dios que nunca me falte un maldito terruco, que nunca me falte alguien para matar y que nunca me quite la sed de matar, uno, dos, tres, cuatro (2017, p. 28).

¿Es en esta instrucción militar que se rompen los códigos morales para dar sentido a la actuación brutal? Turner (1999) ha sugerido que los entes liminales no están ni en un sitio ni en otro, como la muerte, la oscuridad o los eclipses. Mientras observamos y fotografiamos el lugar de la fosa común en Putis —en nuestro viaje de febrero 2019— un campesino del lugar se unió a nosotros y dijo: «aquí había muerto, pobrecitos». Después de lo ocurrido, ¿qué pensarían los militares? Vergara sostiene que «la guerra no sólo busca la aniquilación física del enemigo; busca minar su voluntad, sus disposiciones para luchar» (2010, p. 61). Ese acto de aniquilación —hacer cavar el hoyo, disparar al cuerpo y enterrar— es la celebración del ritual del desprecio. Quizá, el considerar al otro como enemigo hace más liviano el peso de la culpa. Agregaría que la convicción de estar haciendo el bien con la patria mengua la culpa. Gracias al ritual de desprecio los militares podían dormir tranquilos, al contrario, no sería posible.

En Putis, en el día de la exhumación de los cuerpos en 2008 a cargo de los antropólogos forenses del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF), Anuska Buenaluque nos muestra imágenes, para la televisión peruana, del dolor y escuchamos a los sobrevivientes: «estamos con dolor por los entierros, pero nos sentimos alegres porque ya lo estamos enterrando», «¡imaraq chay wata kara!».

La pregunta de rigor es, ¿qué consecuencia tuvo la ruptura del ritual vinculada a la muerte?

La CVR (2003) ha constatado el impacto que ha tenido la desaparición de familiares, el dolor de no hallar el cuerpo. Y aunque, aparentemente, el ritual quedó vacío, sus seres queridos aparecían en sueños: «estoy aquí, búscame». Los campesinos prendieron velas, visitaron los lugares donde la víctima frecuentaba. Esta es una forma de ritual en una situación límite de violencia. Y con la entrega de los restos —ya que, el proceso de duelo se ha vivido cargado de incertidumbre «quién sabe si está vivo o muerto»— el ritual funerario se completa, alivia el dolor, pero también el sujeto y la sociedad —como ha insistido Foucault (2013)— están siendo constantemente fundados y refundados en los procesos de violencia.

 

4. Coronavirus y los muertos sin ritual

Corría el 6 de marzo de 2020, cuando el expresidente de la República del Perú, Martín Vizcarra Cornejo, anunció: «Hoy debo informar que en horas de la madrugada se ha confirmado el primer caso por el coronavirus en nuestro país, en un paciente varón, de 25 años de edad, con antecedentes de haber estado en España, Francia y República Checa». Luego, fueron dos, cuatro, ocho, dieciséis. Hasta que un día dijo: «cuando vayan a comprar frutas y verduras al mercado, se van a llevar de yapa el COVID-19». Los contagiados cada vez se multiplicaron, llegando a todos los rincones del país. Nuestra vida cotidiana cambió a causa de la pandemia, y eso se refleja en las conversaciones diarias en las que el virus se convirtió en un tema central: «¡Ya habré tocado, no toqué a nadie!».

En la bodega de la esquina, las conversaciones, bromas, chistes giraban en torno a la pandemia por COVID-19. «Dice que en el mercado hay mucha corona, por eso me echaba cada vez mi alcohol. Mis manos de tanto lavar ya se están gastando. ¡No casera, eso es mentira, es el engaño del gobierno!». También circulan canciones y chistes: «¡Ay!, coronavirus, jodistes mis planes, ahora me tienes encerrado en casa, con cuarentona, bien misio me tienes». El humor de alguna manera ayuda contra el sufrimiento, como los rituales de muerte. Las señoras vendedoras en la calle dijeron: «Nunca había visto tener miedo a una persona». Todos son sospechosos de poseer el virus. Parecía que todos éramos enemigos. Nos empujó a vivir en desconfianza. Adicto al jabón y al alcohol. El coronavirus no es persona, pero está en el otro cercano. Ahora miramos por la ventana. Mientras escribo sigue la incertidumbre. No sabemos cuántos muertos habrá todavía.

El tiempo volvió como en el eterno retorno de Nietzsche (2009), como aquellos tiempos de la lepra para no ser tocados. Empezamos a experimentar el tiempo sin el calor del prójimo. Se multiplicaron los contagiados, como vemos por la televisión. Desaparecen muertos sin ritual. Es verdad, como enfatiza Gabriel Gómez (2020), «no queremos imaginar el dolor y la frustración que deben estar sufriendo las familias de las víctimas por COVID-19, más aún cuando se trata de ciudadanos creyentes y que los rituales mortuorios constituyen un aspecto fundamental que permite asumir la muerte». Otra vez, después de muchos años, los rituales se minimizan como en los tiempos del conflicto armado interno. Jiménez (2021) lo ha retratado a su manera en su último gran libro Nuevo coronavirus y buen gobierno. Aunque el mensaje principal de la obra fue evidenciar la desigualdad del país, nos muestra a moribundos frente a la puerta del hospital, cadáveres en bolsas negras, incinerados y muertes sin ritual, como hemos sido testigos en la región de Ayacucho.

Imagen 4: Dibujo de Edilberto Jiménez (2021, p. 91).

 

El más cercano ha sido un hermano que murió por COVID-19. No pudimos velar el cuerpo presente en casa, junto con familiares y amigos. Lo mismo, sigue el dolor del otro hermano que desapareció en el conflicto armado interno. No hay rastro. El entierro fue muy rápido, siguiendo protocolos sanitarios. El ataúd sellado con plástico fue llevado al cementerio. Ejemplos de muerte por este virus abundan. Un joven, vecino en el barrio, trabajaba como vigilante en el poder judicial, murió por COVID-19. Los vecinos contaban que se despertó con mucha fiebre, acudió al hospital y no volvió a casa. Dijeron que murió. No hubo velatorio. El cadáver fue metido en una bolsa negra. Una bolsa de basura. Antes de la cuarentena lo vi en la puerta del poder judicial, vestido de terno, checando la entrada y salida de la gente. Conocía al joven por un familiar que era compañero de trabajo. Él contaba que era huérfano de madre y su padre se encontraba en Huanta. Él vivía solo en un cuarto rentado en la ciudad de Ayacucho. En sus horas libres estudiaba. El virus le había destrozado los pulmones y pasó a ser portador del mismo, no podía mantener contacto con nadie, tenía que estar aislado. Sus familiares nunca lo vieron. Lo metieron a una bolsa negra y lo llevaron al cementerio.

Antes de la pandemia, se podía despedir al difunto, «como debe ser». El féretro pasaba por el centro de la ciudad y en la puerta del cementerio bailaba en los hombros de los familiares. La muerte en este tiempo, en estado de excepción, se suspendió abruptamente. No quedó otra que encender una vela en casa para menguar el dolor. El dolor no solo es por la pérdida de un familiar, sino por la imposibilidad de realizar procesos rituales. Los deudos por COVID-19 no pueden acompañar a sus difuntos durante su tránsito final. La familia con suerte recibe el cuerpo en una bolsa de plástico. El alma no regresa a casa, de inmediato se entierra sin ritual y sin flores. Los trabajadores funerarios, como una forma de desprecio, sepultan aceleradamente o los abandonan en calle, como vimos por la televisión. Bien escribe Ulfe «a los muertos de los 1980 y 1990, se unen estos miles de muertos dejados por el COVID-19 y el abandono del Estado» (2021, p. 106).

 

Conclusiones inconclusas

En este artículo se intenta sugerir que la práctica del ritual de muerte norma comportamientos de la gente de muy larga data, con agregaciones y reacomodos en una sociedad cambiante. Se sigue reproduciendo de generación en generación, formando ensamblajes de sentido, perdón y terapia para vivir la cotidianidad. Hay algo que parece permanecer en el fondo de los rituales como un núcleo duro, según ha trabajado López (1999) en México. Esto no quiere decir que los patrones culturales sedimentados en el tiempo no cambian, al contrario, ocurren constantemente. A cuántas más rupturas violentas, el «núcleo duro» se ablanda. Si esto es así, ¿qué ocurre con los cuerpos que parecen no haber pasado por el ritual de muerte? Para argumentar mi propuesta, tomé el contexto del conflicto armado interno y la pandemia por COVID-19. Esta situación de violencia dislocó repentinamente esa construcción del mundo simbólico. Esto implica la imposibilidad de rituales funerales, lo cual genera un vacío y sufrimiento de las «almas» y deudos. Tal como lo enfatiza la CVR, llego a la conclusión que no existe un vacío, por el contrario, hay diversas formas de respuesta: letal (ritual de desprecio) y sasachakuy (búsqueda del ser querido).

Sendero Luminoso, para dar sentido a la muerte, recurrió a un ritual de desprecio, lo mismo se podría concluir de la actuación del Ejército del Perú, sin ánimo de generalizar. Este cambio de ritual consistió, por ejemplo, en enterrar fuera del cementerio, en fosas comunes sin velas ni flores como una forma de combatir el mal, «hacer el bien» para dar sentido a lo actuado. Mientras que para las víctimas parece haber quedado truncado el ritual, la tarea se enfocó en encontrar con urgencia los restos para «estar bien», pues en la racionalidad de los hombres andinos, las almas sufren si no se realiza el ritual funerario. No hay una buena cosecha o, como dice Taipe, hasta «la ausencia del ritual fúnebre, puede llevar a demonizar a ciertas especies como los peces que se convierten en comensales de humanos» (2018, p. 8). No obstante, la vida debe continuar, los rituales son reemplazados por otras formas. En vez de velatorio, entierro, quinto día y aniversario, surge la búsqueda como una forma de ritual de acompañamiento hasta la despedida definitiva, y cuando llega dicen: «nos sentimos alegres porque ya lo estamos enterrando». También se suma la construcción de nichos donde probablemente desapareció el ser querido.

A pesar del dolor y sufrimiento —como registré en otros trabajos— estos pueblos muestran una sorprendente capacidad de rehacerse. Así, ante la imposibilidad de realizar rituales de muerte, reinventan otras formas de rituales para revitalizar relaciones sociales y económicas. Para el otro contrincante, la ausencia del ritual de muerte no es más que ritual del desprecio.

Los campesinos de Uchuraccay, en tiempos del conflicto armado interno, un día se armaron con hachas y mataron a los ocho periodistas. Los sepultaron afuera del cementerio como una forma de desprecio. No hubo velatorio, pero ¿acaso no es una forma de ritual también lo actuado por Sendero Luminoso y el Ejército en Putis? Quizá las muertes por COVID-19 sean diferentes, pero se asemejan en el desprecio al cadáver.

Sin embargo, necesitamos explorar más, «para no quedarse en conceptos de genocidio, masacre», ¿qué posibilitó a los actores para que no se turben ante la masacre de sus paisanos? ¿qué ocurre cuando la guerra acaba y con aquellos que cambiaron al ritual del desprecio? Los actores y la población necesitan encontrar respuesta y sentido. Las interpretaciones de mis informantes: «Dios quiso así», «es el costo de la guerra», «nos comportamos mal... no nos recordamos de nuestros abuelos...» es una lectura a la que se debe prestar atención, sumada a la búsqueda de algún huesito del cadáver y la danza con el arpa y violín; con todo esto, es posible que la vida continúe.

 

Referencias

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