Los legados de la violencia política:

El conflicto armado interno y sus vínculos

con la respuesta del estado en el Perú

 

Alexander Benites

https://orcid.org/0000-0001-9675-1674

Instituto de Democracia y Derechos Humanos

de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP).

 

Iris Jave

https://orcid.org/0000-0002-8140-1839

Instituto de Democracia y Derechos Humanos

de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP).

 

Valery Maco

https://orcid.org/0009-0009-2820-2679

Instituto de Democracia y Derechos Humanos

de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP).

 

Paola Velarde

https://orcid.org/0009-0006-4091-4060

Instituto de Democracia y Derechos Humanos

de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP).

 

Recibido: 12-04-23

Aprobado: 09-06-23

doi: 10.46476/ra.v4i1.158

 

 

Resumen

Entre los años 1980 y 2000, el Perú atravesó un conflicto armado interno (CAI) que ha sido catalogado como el de mayor duración, impacto, extensión sobre el territorio nacional y de más elevados costos humanos y económicos de toda la historia republicana (CVR, 2004). Las particularidades del periodo de violencia que atravesó al país han llevado a diferentes trabajos en la literatura a explorar sus impactos en múltiples esferas de la política peruana. En esa línea, el objetivo de este artículo es mostrar cómo el CAI moldea un elemento del caso peruano que es manifestación, a su vez, del estancamiento actual en el que se encuentra la democracia: la respuesta autoritaria desplegada desde el Estado en momentos de conflicto político. Para ello, se toma como referencia lo ocurrido durante el periodo de violencia, así como la respuesta estatal observada en las protestas de los últimos meses del año 2022 y los primeros meses del 2023. Con todo ello, se busca visibilizar la complementariedad que existe entre dos procesos políticos que han quedado truncos: la transición de la violencia hacia la paz y el proceso de democratización en el caso peruano.

Palabras clave: respuesta autoritaria, CAI, legados, estancamiento democrático, Perú.

 

Abstract

From the 1980s to 2000, Peru experienced an internal armed conflict (IAC) that has been catalogued as the longest, most impactful, and most widespread of any conflict seen within the country’s national territory during its entire history as a republic (CVR, 2004). The particularities of the period of violence that the country went through have led different works in the literature of the conflict to explore its impacts upon multiple aspects of Peruvian politics. In this context, the aim of this article is to show how the IAC shaped an element of the Peruvian case, which is a manifestation, in its turn, of the current stagnation in which democracy finds itself: the authoritarian response deployed by the state in moments of political conflict. To this end, we take as a point of reference what happened during the period of violence that occurred in late 2022 and early 2023, and the state response observed at the time. In this way, the goal is to shine a light on the complementarity which exists between two political processes that have been truncated: the transition from violence to peace and the democratization process in the Peruvian case.

Keywords: authoritarian response, IAC, legacies, democratic stagnation, Peru.

 

Resumo

Entre 1980 e 2000, o Peru sofreu um conflito armado interno (CAI) que tem sido classificado como o mais longo, com maior impacto, maior extensão sobre o território nacional e maiores custos humanos e económicos de toda a história da República (CVR, 2004). As particularidades do período de violência que atravessou o país levaram a que diferentes trabalhos na literatura explorassem o seu impacto em múltiplas esferas da política peruana. O objetivo deste artigo é mostrar como o CAI dá forma a um elemento do caso peruano que é, por sua vez, uma manifestação da atual estagnação da democracia: a resposta autoritária do Estado em tempos de conflito político. Para o efeito, tomamos como referência o que aconteceu durante o período de violência, bem como a resposta estatal observada nos protestos dos últimos meses de 2022 e dos primeiros meses de 2023. O objetivo é tornar visível a complementaridade que existe entre dois processos políticos que foram truncados: a transição da violência para a paz e o processo de democratização no caso peruano.

Palavras-chave: resposta autoritária, CAI, legados, estagnação democrática, Peru.

Introducción

 

Entre los años 1980 y 2000, el Perú atravesó un conflicto armado interno (CAI) que ha sido catalogado como el de mayor duración, impacto, extensión sobre el territorio nacional y de más elevados costos humanos y económicos de toda la historia republicana (CVR, 2004). Según el Informe Final (IF) de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), el número estimado de personas fallecidas y desaparecidas como resultado del periodo de violencia asciende a casi 70 mil personas, y se caracterizó por la marcada presencia de patrones de exclusión y desigualdad. Así, el 79% de las víctimas fatales vivía en zonas rurales, el 75 % hablaba quechua u otra lengua nativa y el 68% tenía niveles educativos inferiores al nivel secundario. En consecuencia, la violencia fue direccionada, en buena parte, a quienes la CVR ha denominado los «pueblos ajenos dentro del Perú» (CVR, 2004, p. 20).

En perspectiva comparada, el CAI peruano presenta particularidades con respecto a otros países de la región que han atravesado periodos de violencia. A diferencia de los que fueron motivados por la represión autoritaria y la limitada apertura política, el CAI peruano inicia con la declaración de una «guerra popular», impulsada por el grupo terrorista Sendero Luminoso (SL), el mismo año que el Perú lleva a cabo las primeras elecciones democráticas, después de un gobierno militar; y en un contexto donde las organizaciones políticas habían aceptado la competencia electoral como el mecanismo para acceder al poder (Sanborn, 1991). Todas estas particularidades hacen del CAI un fenómeno que no puede ser reducido a componentes generales de represión y desigualdad (Schubiger y Sulmont, 2019). Aunque sin duda marcado por ambos, el conflicto peruano ha desarrollado sus propios impactos causales en diferentes esferas de la política en el Perú (Soifer y Vergara, 2019).

El objetivo de este artículo es mostrar cómo el periodo de violencia política moldea un elemento en el caso peruano que es manifestación, a la vez, del estancamiento de la democracia: la respuesta autoritaria desde el Estado en momentos de conflicto político. Para visibilizar el argumento, se toma como referencia lo ocurrido durante el CAI, entre los años 1980 y 2000, y la respuesta estatal desplegada en ese marco temporal; así como la respuesta del Estado frente a las protestas ciudadanas en los últimos meses del año 2022 y los primeros meses del año 2023, luego del intento fallido de golpe de Estado y posterior vacancia del expresidente Pedro Castillo.

Como tal, este trabajo no solo busca llamar la atención sobre uno de los impactos del CAI en la política peruana, sino, también, mostrar la complementariedad que existe entre dos procesos políticos truncos. Terminado el periodo de violencia en los años 2000, el país atraviesa una transición de naturaleza dual: pasar de la violencia provocada por el CAI a una situación de paz, y pasar del autoritarismo a la democracia (García-Godos y Reátegui, 2016). Sobre lo primero, la CVR y su IF fueron el ejemplo más claro de la voluntad del Estado por asumir los hechos ocurridos en el pasado. La comisión construyó un conjunto de recomendaciones con la finalidad de instaurar la presencia democrática del Estado en el territorio y reconfigurar la interacción entre la ciudadanía y las instituciones públicas (Reátegui y Uchuypoma, 2022, p. 289). Sobre lo segundo, en los años venideros, el Perú logró avances significativos en términos de expansión de libertades y participación política, construyendo un entramado institucional que habilitó la transferencia de diferentes gobiernos de forma pacífica (Freedom House, 2021).

Lamentablemente, a veinte años de la entrega del IF, ambos procesos han quedado truncos. Diferentes trabajos en la materia muestran cómo el avance de las recomendaciones de la CVR es parcial y limitado (Macher 2007; Macher, 2016; Reátegui y Uchuypoma, 2022), y cómo la democracia peruana se encuentra en una situación de estancamiento y fragilidad (Barrenechea y Encinas, 2022; Barrenechea y Vergara, 2023), patrón compartido por varios casos en América Latina (Mazzuca y Munck, 2021; Mainwaring y Pérez-Liñán, 2023). Así, en el medio entre lo vivido durante el CAI y la respuesta estatal actual, se encuentra la falta de cumplimiento de un conjunto de recomendaciones elaboradas por la CVR, orientadas al desarrollo de una institucionalidad policial y militar que, si bien debe velar por la seguridad y el orden, también debe ceñirse al marco del Estado de derecho y cumplimiento estricto de los derechos humanos.

El documento prosigue de la siguiente manera. En primer lugar, se lleva a cabo un balance general sobre el estancamiento de la democracia en América Latina, además de las razones que estarían detrás de este fenómeno y la situación del caso peruano en perspectiva comparada. Luego, se realiza una revisión de los principales trabajos sobre uso de la fuerza y respuesta del Estado en contextos de conflictividad social en el Perú. En tercer lugar, se explica la experiencia vivida durante el CAI, entre los años 1980 y 2000, y la reacción del Estado durante el periodo de violencia política. En cuarto lugar, se encuentra el análisis del caso, donde se busca visibilizar la continuidad de una respuesta estatal, marcada por la priorización de la fuerza, el orden y el creciente autoritarismo. Finalmente, se encuentran las conclusiones del trabajo.

 

Estancamiento democrático y continuidades autoritarias

Estancamiento democrático: Perú en perspectiva comparada

Entre los años ochenta y noventa, los países en América Latina alcanzaron uno de los logros políticos más importantes desde su independencia: la transición y conformación de regímenes con características mínimas para ser catalogados como democráticos. A pesar de sus importantes limitaciones, estas jóvenes democracias mostraron una sorprendente continuidad. La instauración de autoritarismos parecía algo dejado en el pasado y se fue configurando, hasta la primera década de los años 2000, el capítulo más democrático que ha atravesado la región, registrado hasta la fecha (Mainwaring y Pérez-Liñán, 2023, p.156).

En los últimos años, sin embargo, la situación se ha modificado considerablemente. En la mayoría de casos, los avances son mucho más parciales y, peor aún, se empieza a avizorar un patrón casi permanente de estancamiento democrático. En consecuencia, aunque en varios casos de la región se llevan a cabo elecciones periódicas, estos marcos electorales conviven con déficits importantes, ligados al financiamiento ilícito de organizaciones partidarias, autoritarismos a nivel subnacional, clientelismo político, acusaciones infundadas de fraude y repetitivas crisis y conflictos entre poderes del Estado, que desembocan en la interrupción de gobiernos democráticamente electos. Trabajos recientes en política comparada han denominado a este fenómeno como una middle-quality institutional trap (Mazzuca y Munck, 2021) o un estancamiento democrático en un sentido más general (Mainwaring y Pérez-Liñán, 2023).1

Buscando explicaciones al fenómeno, se pueden identificar tres factores abordados en la literatura. Por un lado, la presencia de actores y prácticas con rasgos autoritarios que no muestran ningún interés en proteger derechos ciudadanos, restringir la concentración del poder o asegurar elecciones limpias y justas (Mainwaring y Pérez-Liñán, 2023, p.157). En esa línea, González (2020) ha llamado la atención sobre las consecuencias que tiene la ausencia de reformas en la policía para un ejercicio democrático del poder desde el Estado, y cómo estos actores mantienen estructuras y prácticas similares a las que se desarrollan en contextos autoritarios, configurando enclaves al interior de las burocracias.

En un segundo nivel, se resalta la interacción entre el régimen político y el Estado. Capacidades estatales limitadas impiden la construcción de democracias de mayor calidad, en la medida que presentan resultados pobres en términos de alcance territorial, gestión pública, acceso a servicios y seguridad ciudadana. Peor aún, los Estados latinoamericanos muestran dinámicas híbridas, combinando áreas de eficiencia con sectores altamente influenciados —incluso cooptados— por políticos, intereses privados y actores ligados a la corrupción que no poseen incentivos para construir burocracias efectivas que actúen en el marco del Estado de derecho (Mazzuca y Munck, 2021; Mainwaring y Pérez-Liñán, 2023). Muy ligado a ello se encuentra el tercer y último factor: un pobre desempeño estatal ha desembocado en la reducción del compromiso ciudadano con la democracia, abriendo el espacio para el apoyo a personajes populistas con propuestas autoritarias y con un débil compromiso democrático.2

Perú calza bien con el patrón descrito. Luego del retorno a la democracia, a inicios de los años 2000, el caso peruano logró un conjunto de avances sustanciales en lo que respecta a la expansión de libertades y participación política (Boese et al., 2022), así como el establecimiento de un entramado político e institucional que permitió la alternancia efectiva y pacífica de sucesivos gobiernos, a través de elecciones libres, transparentes y competitivas, tanto a nivel nacional como a nivel subnacional (Freedom House, 2021). Todo ello a pesar de sus varias limitaciones: la profunda debilidad de las organizaciones partidarias (Mainwaring y Scully, 1995; Tanaka, 1998; Zavaleta, 2014; Levitsky y Zavaleta, 2016), la limitada capacidad del Estado para hacer cumplir la ley de forma efectiva (Kurtz, 2009; Dargent, Feldmann y Luna, 2017) y el poco compromiso de las élites políticas con la democracia (Dargent, 2009).

No obstante, desde el 2016, el régimen democrático peruano se empieza a degradar con velocidad. En un contexto de alta polarización, los actores políticos empiezan a mostrar un uso abusivo de mecanismos de control institucional, tales como la disolución del Congreso y la vacancia presidencial (Dargent y Rousseau, 2022). La crisis política, producto del conflicto entre poderes del Estado, ha desembocado en la interrupción repetida de varios mandatos de gobierno, grave inestabilidad en la gestión del Estado, competencias electorales marcadas por acusaciones infundadas de fraude y un cada vez más pobre nivel de confianza en las instituciones y autoridades públicas.3

A pesar del acelerado desgaste, el régimen político parecía sostenerse. Trabajos en la materia han señalado que el factor que mejor explicaba la sobrevivencia de la democracia peruana se encontraba en la debilidad misma de los actores del juego político. Era el empate entre estos actores frágiles, incapaces de imponerse los unos sobre los otros, lo que evitaba que el régimen caiga, configurando una suerte de «democracia por defecto» (Barrenechea y Encinas, 2022). En el mes de diciembre de 2022, sin embargo, el expresidente, Pedro Castillo, intentó sin éxito un golpe de Estado. El resultado de esa aventura política fue, posterior a la vacancia de Castillo, la instalación de un gobierno que ha respondido con una violencia desmedida a la movilización social y que ha puesto al país en el foco de la atención internacional.

Diferentes indicadores hoy califican al caso peruano como un régimen híbrido (Economist Intelligence Unit, 2023) o un país parcialmente libre (Freedom House, 2023). En buena parte, estas calificaciones responden al intento fallido de golpe de Castillo, así como a las medidas desproporcionadas desde el gobierno para responder a las protestas. El reemplazo casi inmediato de la política por la fuerza en el Perú encuentra explicaciones en lo que Barrenechea y Vergara (2023) han denominado un proceso de erosión democrática y «vaciamiento» del poder político. El uso excesivo de la fuerza, como manifestación del deterioro democrático, es producto de la ausencia de actores y organizaciones con la capacidad suficiente para representar de forma efectiva los intereses y demandas de los diferentes grupos y facciones sociales en el Perú. Esta dilución del poder, que se caracteriza por la presencia de outsiders sin vínculos sociales o partidarios, vuelve a la política peruana un juego de corto plazo, en el cual los incentivos para la cooperación son inexistentes y se agudizan comportamientos radicales y predatorios (Barrenechea y Vergara, 2023, p. 82).

Estos marcos conceptuales resultan provechosos para comprender el surgimiento de la respuesta autoritaria en un escenario de intensa polarización política. No obstante, la respuesta estatal desplegada en las protestas, objeto de estudio de esta investigación, exhibe una naturaleza particular: los lugares donde se manifiesta con mayor contundencia, el tipo de discurso que se articula desde las instituciones para justificar la represión y la figura del enemigo invocado como responsable de las movilizaciones son elementos que captan la atención por su resonancia con el pasado violento en el contexto peruano. En consecuencia, este trabajo propone que entender el salto directo de la política vaciada a la respuesta autoritaria en el Perú, pasa por un análisis de los acontecimientos ocurridos durante el periodo de violencia política, como elemento que moldea la respuesta desmedida desde el Estado en la actualidad.

 

Continuidades autoritarias: actores y respuesta del Estado

En un contexto de representación política deficitaria, la protesta social se ha convertido en uno de los principales mecanismos de participación, en el cual se visibilizan demandas ciudadanas (Másquez y Purizaga, 2021) y se configuran contrapesos frente a las estructuras mediáticas e institucionales en el Perú (Ilizarbe, 2022). Pero a su vez, es en esta arena de interacción, entre la ciudadanía y el Estado, en la que se avizora una continuidad: la respuesta autoritaria desde las instituciones en momentos de conflicto político. Esto se manifiesta en la preferencia por el uso de la fuerza en contraposición a mecanismos de diálogo e intermediación (Barrantes y Peña, 2007), la aplicación prácticamente normalizada de regímenes de excepción (Wright, 2015; Saldaña y Portocarrero, 2017; Quesada y Tafur, 2020), y la construcción de un entramado legal que figura a quien protesta como un «otro» o un «enemigo» que debe ser contrarrestado (Vásquez, 2013). En ese proceso, se enarbola un discurso político y legal que no solo trata de brindar legitimidad a las acciones desde el Estado que se intersectan con el autoritarismo, sino también a reducir el marco de acción de los actores en la sociedad civil (Lindt, 2023).

Sobre lo primero, frente a la ausencia de mecanismos efectivos de intermediación política, el Estado ha priorizado la represión como respuesta a la movilización social, algo que, para Meléndez y León (2010), se entiende como un «desmontaje autoritario dejado a medias». La respuesta del Estado al auge de la conflictividad en el país ha priorizado la recuperación del orden interno y la seguridad. Y si bien la obligación de este último, de intervenir en situaciones que afectan el orden colectivo y los derechos ciudadanos, es incuestionable, lo que se observa en el abordaje de estas intervenciones es un foco en el control del disturbio y la recuperación del orden perdido, priorizando el uso de la fuerza pública, en las cuales la política y la inteligencia se encuentran ausentes (Barrantes y Peña, 2007).

A nivel nacional, el Estado peruano ha asumido los estándares internacionales que propone la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH)4 y el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR)5, tanto para la acción de las fuerzas armadas como de la Policía Nacional del Perú. El Decreto Legislativo N° 10956 y sus Reglas de uso de la fuerza (RUF) norman la acción de las fuerzas armadas en el uso de la fuerza (Defensoría del Pueblo, 2023a), mientras que el Decreto Legislativo N° 11867 regula y plantea el protocolo de intervención de la Policía Nacional del Perú. De igual manera, existe la regulación sobre el uso de armas de fuego y el gas lacrimógeno (Defensoría del Pueblo, 2023b). El uso de armas de fuego debe ser una necesidad extrema y empleada en defensa propia o de otras personas, en caso de peligro real o inminente de muerte o lesiones graves y, en la medida de lo posible, no debe ser empleada con niñas y niños.

Sin embargo, en los últimos 20 años, el Estado peruano ha implementado la fuerza de manera desmedida en diferentes momentos de conflictividad social. Se tienen los ejemplos del caso Bagua (2008), considerada la «peor matanza de la historia del Perú en un conflicto social» (Basombrío et al., 2016), con un saldo de 34 personas fallecidas, entre policías e indígenas; el caso Las Bambas, en las provincias de Cotabambas y Grau, en Apurímac, donde las protestas generadas el 2015 desataron altos niveles de violencia, dejando varios pobladores heridos y cuatro muertos (Fowks, 2015); o el proyecto Tía María, durante el gobierno de Alan García y Ollanta Humala, que dejó 5 muertos y decenas de heridos.

El uso de la fuerza por parte del Estado peruano resulta contradictorio a lo establecido por los estándares internacionales y nacionales, dejando en evidencia que, en los últimos 20 años, los gobiernos se limitaron a proponer mesas de diálogo, mientras enviaban a las fuerzas del orden a reprimir las protestas (Basombrío et al., 2016). Más bien, las decisiones estatales han estado dirigidas a una criminalización de la protesta, que se enfrenta con represión y uso desmedido de la fuerza. Ello implica no solo una falta de comprensión del derecho a la protesta, sino también un deterioro de la seguridad y protección que ofrece el Estado a la ciudadanía, rompiendo los vínculos sociales y concentrándose en una respuesta militarizada como la única salida para la necesaria relación Estado-sociedad.

Como afirma Bayley (1993), en América Latina las instituciones policiales han sufrido un profundo proceso de militarización: en Brasil todavía se conserva la Policía Militar, que viene desde la dictadura de la década del 60. En el Perú, el modelo policial se caracteriza por ser centralizado, militarista y opera en función del gobierno de turno. Además, durante el CAI, la policía debió enfrentar a la subversión sin estar preparada para ello (Costa y Neild, 2007). Así, las fuerzas del orden del Perú siguen un legado que va más allá de las reglas y normas que se han establecido; los intentos de una reforma policial fueron subsumidos por la corrupción y la inestabilidad política de los sucesivos gobiernos.8

Por su parte, este accionar viene acompañado de la aplicación casi normalizada de estados de emergencia para hacer frente a la conflictividad social (Wright, 2015). Así, varios trabajos en la temática detallan algunas de las irregularidades y contradicciones en el despliegue de estas disposiciones. En esa línea, la abrumadora mayoría de normas que establecen estados de emergencia se llevan a cabo de forma laxa y automatizada, sin detallar el razonamiento que justifica la medida y extendiéndose repetidas veces en muchos casos (Quesada y Tafur, 2020). Además, más allá de un criterio objetivo, estas disposiciones se dictan sobre todo en zonas alejadas del centro, con mayor pobreza y proporción de poblaciones indígenas y campesinas (Saldaña y Portocarrero, 2017). En muchas de estas medidas, por su lado, el Estado asigna el control del orden interno a las Fuerzas Armadas e, implícitamente, autoriza que los agentes militares utilicen un nivel de fuerza dedicado exclusivamente para conflictos armados, a pesar de que no se cumplan los requisitos para configurar uno de acuerdo a las pautas del derecho internacional (Quesada y Tafur, 2020; Gurmendi, 2019).

Como señalan Wright y Mendoza (2017), la intervención del gobierno, a través del mecanismo del estado de emergencia, se caracteriza por el uso de la violencia física y simbólica. La tensión implementada por esta disposición construye, a su vez, la figura de un «otro» que representa a cualquier actor social crítico de la legitimidad dominante y, así, criminalizar la protesta (2017, p.28). De la misma forma, Vásquez (2013) muestra cómo, en el marco de esta criminalización, se construye un sistema jurídico que, a través del uso de leyes, permite legalmente hostigar y perseguir de manera específica a activistas sociales, comparándolos con delincuentes o terroristas. Desde esta perspectiva, el conflicto se aborda desde un enfoque jurídico-penal, tratando de neutralizar al protestante, visto como un «otro», mientras que se justifica la represión de forma paralela (Vásquez, 2013).

 

El periodo de violencia política: respuesta estatal autoritaria al problema de la seguridad interna

En el mes de mayo de 1980, el país regresa al régimen democrático luego de más de diez años de mandato militar, cuando Fernando Belaunde Terry gana las elecciones generales. Para este momento, el grupo terrorista Sendero Luminoso (SL) da inicio a una de sus primeras acciones armadas con la quema de ánforas en la localidad de Chuschi, en el departamento de Ayacucho. Durante los dos primeros años del gobierno civil, la estrategia antisubversiva estuvo liderada por las fuerzas policiales, quienes fueron las primeras organizaciones del Estado en ser atacadas sistemáticamente (CVR, 2003). Ante esta respuesta, el Estado peruano endurece su accionar y da inicio a una fase de militarización del conflicto, donde se encarga a las Fuerzas Armadas el control de los territorios de emergencia y la policía queda subordinada a la fuerza militar.

La respuesta estatal fue categorizada por la CVR en tres etapas estratégicas. En la primera fase, durante 1983 y 1984, se delegó en las Fuerzas Armadas el control del orden interno y el combate a la subversión en el departamento de Ayacucho. Si bien el escalamiento del conflicto requería una nueva estrategia para enfrentar las acciones terroristas, la respuesta estatal implicó la renuncia de la autoridad civil a tener conocimiento sobre lo que ocurría en las zonas de emergencia y justificó una presencia militar en distintas regiones del país que duraría más de quince años. Con amplias prerrogativas de los comandos militares y sobre la base de una definición de «enemigo interno» que incluía a cualquier persona o grupo que tuviera ideas consideradas subversivas, las FFAA se vieron inmersas en una guerra total no solo contra Sendero Luminoso, sino también contra sindicalistas, maestros, estudiantes, líderes campesinos y activistas comunitarios que exigían cambios sociales y económicos (Burt, 2011).

Así, las fuerzas estatales aplicaron una represión masiva e indiscriminada. Se eliminó a los sospechosos, a los presuntos colaboradores y, en no pocos casos, a su entorno social y familiar, buscando hacer evidente ante la población campesina los costos de colaborar con el grupo subversivo (CVR, 2003).9 Asimismo, en esta etapa el Estado peruano dispuso que la División de Policía Antisubversiva adoptara la denominación de Dirección Contra el Terrorismo (DIRCOTE).

De esta manera, se comienza a institucionalizar una estrategia militar antisubversiva que no distinguía entre miembros de las organizaciones subversivas y la población ajena a ellas, y en la que las fuerzas militares podían emplear métodos ilícitos sin que fueran sancionados (CVR, 2003). En lugar de asumir la responsabilidad de investigar estos casos y tomar con seriedad las denuncias de la prensa y de la oposición, el gobierno acalló las denuncias argumentando que eran parte de una estrategia de oposición de tinte comunista (La Crónica, 1984, citado en Desco, 1989).

En 1985 inicia una segunda fase en la que se diseñaron nuevos métodos para combatir de forma más directa y focalizada a la subversión. Se puso énfasis en la recopilación de información de inteligencia sobre las organizaciones subversivas y se buscó la cooperación de las comunidades campesinas mediante rondas de autodefensa. Se creó la Dirección General de Inteligencia del Ministerio del Interior (DIGIMIN) y la Dirección de Operaciones Especiales (DOES), que se enfocó en grupos operativos policiales militarizados. Esta dirección incrementó la capacidad de combate de un sector de policías enviados a zonas de emergencia, pero no implicó una mejoría en el comportamiento de los policías en relación a la protección de los derechos de la población (CVR, 2004).

Al finalizar el año, el presidente Belaúnde promulgó finalmente una ley que estableció las atribuciones de los comandos militares. La Ley Nº 24150 les otorgó la «potestad de solicitar a los organismos competentes el cese, nombramiento o traslado de las autoridades políticas y administrativas de su jurisdicción en caso de negligencia, abandono, vacancia o impedimento para cumplir sus funciones». Asimismo, la ley estipuló que los miembros de las FFAA que estuvieran prestando servicio en las zonas declaradas en estado de excepción quedaban sujetos a la aplicación del Código de Justicia Militar, por lo que su juzgamiento era competencia del fuero privativo militar (Tapia, 1997). En los años siguientes aumentaron los casos de desaparición forzada de personas (CVR, 2004).

Con el gobierno de Alberto Fujimori, las Fuerzas Armadas regresaron a su posición de supremacía y las fuerzas policiales tuvieron un gran rango de acción discrecional con los decretos ley en materia antiterrorista publicados por el gobierno (CVR, 2003). En 1991, y con la justificación de la «estrategia integral» contra la subversión, el gobierno extendió sus acciones a espacios que hasta entonces no habían sido intervenidos por las FFAA en democracia. Tanto las cárceles como las universidades fueron consideradas reductos subversivos y, en casos como La Cantuta, terminaron con el secuestro y la desaparición de alumnos.

En 1992 y luego de dos años desde su creación, el Grupo Especial de Inteligencia (GEIN) logró la captura de Abimael Guzmán Reinoso, jefe máximo de SL. La captura fue resultado de tácticas de inteligencia aplicadas por la Policía Nacional (CVR, 2004). Finalmente, la tercera etapa se caracterizó por la disminución de los casos de ejecuciones arbitrarias y desapariciones forzadas, pero se incrementó sustancialmente el número de detenidos y número de casos de violación sexual debido a este proceso. Se detuvo a miles de personas acusadas de formar parte de SL y del MRTA, como resultado de un sistema judicial creado para procesar a los acusados por delito de terrorismo y traición a la patria (CVR, 2004).

A pesar del declive en las acciones terroristas y la captura de miembros de los grupos armados, el régimen no disminuyó el número de zonas en emergencia hasta la década del 2000. Hacia 1995, 68 provincias todavía se encontraban en estado de excepción, es decir, bajo el control de las autoridades militares quienes continuaron representando al mismo Estado. Así, el estado de emergencia se desnaturalizó y la medida excepcional se hizo permanente en distintas zonas del país, lo que creó un clima propicio para las violaciones de derechos humanos (CVR, 2004; CVR, 2003).

Tampoco se abrieron espacios democráticos y el gobierno de Fujimori continuó relacionando las críticas de la oposición con el terrorismo. Así, el régimen logró crear una cultura del miedo en un sector de la ciudadanía que estaba dispuesta a renunciar a sus derechos a cambio de orden y estabilidad. Esta cultura del miedo se reforzó mediante el uso del término «terruco» que se volvió de uso común para denominar a integrantes de grupos armados o sospechosos de serlo, pero también para referirse a líderes de partidos políticos de izquierda, líderes de ONG de derechos humanos, mujeres que buscaban información sobre sus familiares desaparecidos, entre otros (Aguirre, 2011). Al mismo tiempo, el régimen advertía de un «resurgimiento» de la violencia terrorista como una forma de recordar a la población que las medidas de «mano dura» aún eran necesarias para no regresar al caos (Burt, 2011).

De esta manera, el Estado recurrió al uso indiscriminado de la fuerza como medio para combatir la subversión en el corto plazo, sin considerar el costo en vidas humanas. El IF de la CVR recogió amplia evidencia de prácticas generalizadas y, en ocasiones, sistemáticas violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas del orden que tenían el deber de utilizar apropiadamente las armas en defensa de la seguridad e integridad nacional. El Estado desatendió las denuncias de las víctimas y familiares y, en muchos casos, garantizó la impunidad de los responsables, recurriendo a la narrativa de un enemigo interno que justificaba su eliminación. La percepción de que estas medidas solucionaron el conflicto dejó una secuela en el Estado sobre la base de que la violencia arbitraria y autoritaria era efectiva.

 

Los legados de la violencia: respuesta autoritaria frente a las protestas de diciembre de 2022 y febrero de 2023

Luego de veinte años de culminado el CAI, la continuidad autoritaria desde el Estado ante escenarios de conflictividad se ha podido visibilizar con mayor nitidez durante la crisis, generada a partir del intento de golpe de Estado del entonces presidente Pedro Castillo, el 7 de diciembre del año 2022. En el marco de un proceso de vacancia y suspensión, que estaba llevando a cabo en simultáneo el Congreso de la República en contra del mandatario, Castillo anuncia, entre otras acciones, la disolución (inconstitucional) del Parlamento y la intervención del gobierno en otras instituciones como el Poder Judicial, el Ministerio Público y el Tribunal Constitucional.10 Este acto acelera la decisión del Congreso, que decide vacarlo y asume la entonces vicepresidenta Dina Boluarte.11 De forma paralela a la toma de mando, el expresidente es arrestado por su propio personal de seguridad y detenido por los presuntos delitos de rebelión y conspiración.

Este nuevo escenario político generó rechazo en algunos sectores que, desde ese día, protestaron para exigir el cierre del Congreso, el adelanto de elecciones y, en menor medida, la liberación de Pedro Castillo. Durante el mes de diciembre, las manifestaciones se concentraron principalmente en las regiones del centro y sur del país, tales como Apurímac, Arequipa, Ayacucho, Cusco y Puno, en las que Pedro Castillo recibió mayor apoyo electoral durante las últimas elecciones presidenciales, proceso electoral marcado por una aguda polarización (Barrenechea y Encinas, 2022). Desde el Estado, la respuesta de las fuerzas del orden para controlar las movilizaciones se ha visto caracterizada por un uso excesivo y desproporcional de la fuerza, al igual que la publicación de normas que permitieron mayor margen de acción y control para la policía y las Fuerzas Armadas sobre la ciudadanía. Así, desde el inicio del gobierno de Dina Boluarte, hasta finales del mes de febrero del 2023, el conflicto entre los manifestantes y las fuerzas del Estado han tenido como consecuencia sesenta fallecidos y más de mil trescientos heridos en menos de tres meses (Defensoría del Pueblo, 2023a).

Diversos reportes de organizaciones y equipos de investigación periodística han registrado el uso desmedido de armas de fuego en enfrentamientos, detenciones irregulares y agresiones por parte de la policía y FFAA, tanto a manifestantes como a personas que no participaban en las protestas. Es importante enfatizar que la gran mayoría de las personas afectadas por los enfrentamientos se concentran fuera de Lima, particularmente en regiones andinas del centro y sur del país. Asimismo, con la intensificación de las manifestaciones y eventos de violencia en la segunda semana de diciembre, el Ejecutivo recurrió al uso de normativa para fortalecer el rango de acción de las fuerzas del orden. Esto inició el 12 de diciembre, luego del registro de los primeros cinco fallecidos por la represión en las regiones de Arequipa y Apurímac (entre ellos, dos menores de edad), cuando se decretó estado de emergencia en varias zonas del país, suspendiendo derechos constitucionales, y encargando a las FFAA (con el apoyo de la Policía Nacional) el control interno de dichos territorios.

A partir de esa fecha, se publicaron más decretos de estado de emergencia e, incluso, de inmovilización social obligatoria en varias zonas del país con el objetivo de controlar y disminuir el conflicto. No obstante, los resultados han tenido efectos contrarios, ya que se produjo un mayor escalamiento de los niveles de violencia ya registrados —principalmente, por parte de la Policía y FFAA—, y con ello, el incremento preocupante de fallecidos y heridos, lo cual generó mayor tensión social entre los manifestantes y ciudadanos, especialmente de las regiones donde se concentraron más enfrentamientos. Durante los casi tres meses de movilizaciones, la postura del gobierno no cambió a pesar del reconocimiento de fallecidos y heridos por la represión; por el contrario, declaraciones de funcionarios y autoridades buscaron señalar sin pruebas a diversos actores y grupos como los responsables de las protestas y de las personas que resultaron afectadas.

 

Tabla 1: Normativa sobre Estados de Emergencia e inmovilización social emitida por el Ejecutivo en el marco del conflicto social desde el 07 de diciembre de 2022.

 

FECHA

NÚMERO

CONTENIDO

12/12/22

D.S. Nº 139-2022-PCM

Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia en las provincias de Abancay, Andahuaylas, Chincheros, Grau, Cotabambas, Antabamba y Aymaraes del departamento de Apurímac.

12/12/22

D.S. Nº 140-2022-PCM

Declaran el Estado de Emergencia en distritos de las provincias de Huanta y La Mar del departamento de Ayacucho; de las provincias de Tayacaja y Churcampa del departamento de Huancavelica; de la provincia de La Convención del departamento de Cusco; de las provincias de Satipo, Concepción y Huancayo del departamento de Junín; y, el Centro Poblado de Yuveni en el distrito de Vilcabamba de la provincia de La Convención del departamento de Cusco.

13/12/22

D.S. Nº 141-2022-PCM

Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia en la provincia de Ica del departamento de Ica.

13/12/22

D.S. Nº 142-2022-PCM

Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia en el departamento de Arequipa.

13/12/22

D.S. Nº 143-2022-PCM

Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia a nivel nacional.

15/12/22

D.S. Nº 144-2022-PCM.

Decreto Supremo que declara inmovilización social obligatoria por la situación de conflictividad actual.

17/12/22

D.S. Nº 146-2022-PCM

Decreto Supremo que declara inmovilización social obligatoria en la provincia de Huamanga del departamento de Ayacucho por la situación de conflictividad actual.

10/01/23

D.S. Nº 002-2023-PCM

Decreto Supremo que declara inmovilización social obligatoria en el departamento de Puno por la situación de conflictividad actual.

14/01/23

D.S. Nº 009-2023-PCM

Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia en los departamentos de Puno, Cusco, Lima, en la Provincia Constitucional del Callao, en la provincia de Andahuaylas del departamento de Apurímac, en las provincias de Tambopata y Tahuamanu del departamento de Madre de Dios, y en el distrito de Torata, provincia de Mariscal Nieto del departamento de Moquegua, así como en algunas carreteras de la Red Vial Nacional.

19/01/23

D.S. Nº 010-2023-PCM

Decreto Supremo que declara el Estado de Emergencia en los departamentos de Amazonas, La Libertad y Tacna.

24/01/23

D.S. Nº 013-2023-PCM

Decreto supremo que prorroga la inmovilización social obligatoria en el departamento de Puno declarada mediante Decreto Supremo Nº 009-2023-PCM.

29/01/23

D.S. N° 016-2023-PCM

Decreto supremo que declara el Estado de Emergencia en la provincia de Padre Abad del Departamento de Ucayali.

09/02/23

D.S. N° 020-2023-PCM

Decreto Supremo que prorroga el Estado de Emergencia declarado en los distritos de Puerto Inca, Tournavista, Yuyapichis y Codo del Pozuzo de la provincia de Puerto Inca del departamento de Huánuco, en los distritos de Constitución y Puerto Bermúdez de la provincia de Oxapampa del departamento de Pasco y en el distrito de Sepahua de la provincia de Atalaya del departamento de Ucayali.

13/02/23

D.S. N° 022-2023-PCM

Decreto Supremo que prorroga el Estado de Emergencia declarado en el departamento de Lima, en la Provincia Constitucional del Callao, y en algunas carreteras de la Red Vial Nacional.

 

Luego de los enfrentamientos en la región de Apurímac, entre el 11 y 12 de diciembre, hechos de represión y violencia se han repetido en varias zonas del país. Sin embargo, se destacan tres eventos posteriores que visibilizan el nivel de violencia y represión que han empleado las fuerzas del orden hacia los manifestantes. El primero se dio el 15 de diciembre en la región de Ayacucho, en el que, en el marco de enfrentamiento y hechos de violencia (incluyendo el intento de toma del aeropuerto), diez personas fallecieron a causa de la represión. Además de las denuncias de uso desproporcional de la fuerza policial y militar, posteriormente, se reveló que todos los fallecidos murieron a causa de armas de fuego y algunas de ellas no participaban en las protestas o les dispararon mientras intentaban auxiliar a otras personas (Alarcón y Cruz, 2023; Laura y Prado, 2023; Rivas, 2022).

El segundo evento se dio con el reinicio del paro nacional en los primeros días de enero del 2023. En la región de Puno, el 9 de enero, en el marco del enfrentamiento por la toma del aeropuerto de Juliaca, se registraron 19 personas fallecidas (entre ellas, un policía) en un solo día, la cifra más alta desde el 7 de diciembre y una de las más altas en cuanto a conflictos sociales, luego del retorno a la democracia. Investigaciones posteriores revelaron que en ambos eventos se emplearon armas de fuego clasificadas como parte de armamento de guerra y se realizaron disparos indiscriminados, acciones que contravienen lo establecido por estándares internacionales, leyes, lineamientos y reglamentos que regulan el uso de armas y el accionar de las fuerzas del orden en asuntos de control interno en el Perú (Alarcón y Cruz, 2023; Cárdenas, Montaño y Rivas, 2023).

El tercer evento fue la intervención policial a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM) el 21 de enero de 2023. Días previos, varias delegaciones de manifestantes y organizaciones llegaron de distintas regiones a la capital para participar en una movilización que se llevaría a cabo el 19 de enero en el Centro de Lima. En ese contexto, la UNMSM fue tomada el 18 de enero por un grupo de estudiantes con el objetivo de albergar a estas delegaciones durante los días que se iban a quedar en la ciudad. No obstante, un operativo organizado por la Policía se llevó a cabo el día 21, con el objetivo de desalojar a los manifestantes, acciones que estuvieron rodeadas de varias irregularidades y denuncias de abuso policial y discriminación. Si bien no se registraron víctimas mortales, a diferencia de los dos eventos anteriores, hubo una cantidad de personas que resultaron detenidas (193), muchas de las cuales relataron maltratos y afectaciones de sus derechos humanos durante el tiempo que estuvieron en detención (CIDH, 2023; Ojo Público, 2023).

Desde el registro de los primeros fallecidos por las protestas, la postura del gobierno de Dina Boluarte ha buscado, por un lado, establecer a una persona, grupos de personas u organizaciones con determinadas características, como los responsables de las manifestaciones y pérdidas materiales y humanas, así como justificar el nivel de represión que han empleado las fuerzas del orden. En este contexto, y como en otras ocasiones de tensión social y protesta (Velásquez, 2022), se ha recurrido a la supuesta presencia de grupos subversivos como uno de los enemigos detrás de la inestabilidad social y política (Vásquez, 2013; Saldaña y Portocarrero, 2017).

Por ejemplo, luego de los enfrentamientos en Apurímac, el 12 de diciembre, el Primer Ministro, Pedro Angulo, denunció la presencia de enemigos internos y un supuesto financiamiento desde el Estado (durante el gobierno de Castillo) hacia azuzadores.12 En esa línea, el jefe de la Dirección contra el Terrorismo (DIRCOTE), una unidad de la Policía Nacional del Perú, Oscar Arriola, también señalaba la supuesta presencia y actividad incesante del MOVADEF13 en las protestas en varias zonas del país, así como también advertía sobre un regreso de la amenaza de organizaciones subversivas como Sendero Luminoso y MRTA.14

A pesar del cambio de gabinete, que se dio el 21 de diciembre, la estrategia para disminuir la conflictividad por parte del nuevo gobierno no cambió y se mantuvo el mismo discurso que buscaba señalar a un culpable de las protestas, instrumentalizando el miedo y dejando un clima de incertidumbre sobre sectores sociales, principalmente urbanos, en los que no se dieron los enfrentamientos con las fuerzas del orden. El 9 de enero de 2023, después de conocerse la trágica cifra de 19 fallecidos en la región de Puno, las declaraciones del nuevo primer ministro, Alberto Otárola (quien días antes había asumido como ministro de Defensa), estuvieron orientadas a sindicar a vándalos, grupos violentistas financiados por «economías ilegales e intereses extranjeros» y supuestos operadores políticos del golpe del 7 de diciembre, como los responsables de los enfrentamientos y las muertes ocurridas ese día.15

Además de retratar la violencia y represión, estos eventos evidenciaron un discurso creado por el gobierno que se basó en contraponer las demandas del sector movilizado con la necesidad de salvaguardar la seguridad de la mayoría de peruanos y peruanas, caracterizándolos como «enemigos» que impiden el crecimiento y progreso del país. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha observado que las autoridades reproducían discursos estigmatizantes que asociaban a las personas campesinas e indígenas que protestaron con actos de terrorismo, utilizando palabras como «terroristas», «terrucos», «senderistas» o «indios», lo que creó un ambiente de tolerancia con la violencia institucional dirigida hacia las comunidades campesinas e indígenas (CIDH, 2023).

Todo lo anterior se refleja en el discurso empleado por el premier para solicitar el voto de confianza al Congreso, al día siguiente de los hechos de violencia en Puno: «[...] porque unos pocos no van a colocar contra la pared a la gran mayoría nacional y, menos, valiéndose de métodos violentistas. Tengan la seguridad de que aplicaremos toda la fuerza de la ley para evitarlo. Este gobierno no va a ceder al chantaje de la violencia». (PCM, 2023, p. 6). De la misma manera, en una conferencia de prensa, sobre las protestas en la región de Puno, la presidenta Dina Boluarte expresó que «tenemos que proteger la tranquilidad de los 33 millones de peruanos. Puno no es el Perú».16

La criminalización de la protesta, que vino sumada a la justificación del uso desmedido de la fuerza y la represión, también se reflejó en las declaraciones de otros ministros de Estado, y en la campaña de sensibilización que el gobierno emprendió con el objetivo de cambiar la imagen de las fuerzas del orden hacia la población. Por ejemplo, el ministro del Interior, Vicente Romero, mencionó que durante la intervención policial de San Marcos se encontraron «huaracas, hondas y piedras, que los utilizaban para las protestas», intentando fortalecer la narrativa sobre la organización y responsabilidad de grupos violentistas. En esa misma línea, la presidenta Boluarte, durante una entrevista a un periódico local, señaló la supuesta presencia de fuerzas paramilitares que estarían generando actos violentos y supuestos dirigentes que serían «expresidiarios acusados de pertenecer a SL quienes estarían liderando estas movilizaciones».17

La estigmatización por factores étnico-raciales hacia los sectores movilizados y el silenciamiento hacia las críticas sobre el accionar del gobierno, no solo se vió reflejado en las declaraciones de autoridades, sino que derivaron en posturas y cambios institucionales. Por ejemplo, ante las denuncias por el uso de gases lacrimógenos en una manifestación de mujeres aymaras que estaban con sus menores hijos en el centro de Lima el 2 de marzo, el Ministro de Educación, Oscar Becerra, declaró ante diversos medios de comunicación que era un «atentado contra los derechos humanos de los niños llevarlos a una manifestación», comparando a estas mujeres con animales. En esa línea, el 4 de marzo, el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables emitió un pronunciamiento en el que hacía un llamado a no poner en riesgo la integridad de las niñas, niños y adolescentes. Sin embargo, no se cuestionó el rol de las fuerzas policiales y las medidas que debe adoptar en el marco del derecho a la protesta y tomando en cuenta la presencia de poblaciones vulnerables. Una postura similar ya había mostrado el ministro Becerra, cuando el Ministerio de Educación redujo el número de miembros y modificó la estructura del Consejo Nacional de Educación (CNE),18 luego de que este organismo cuestionara la intervención policial en la UNMSM19 a finales del mes de enero.

Hasta finales del mes de marzo de 2023, ninguna de las versiones brindadas por las autoridades del gobierno, acerca de la presencia y responsabilidad de grupo violentos, subversivos o de intereses extranjeros, han podido ser verificadas20. Por el contrario, surgen más investigaciones y reportes que demuestran, con evidencia, la fuerza indiscriminada y el uso de armas de fuego que utilizó la policía y el ejército hacia los manifestantes entre diciembre y enero en las regiones del sur del Perú (McDonald y Tiefenthäler, 2023; CIDH, 2023).

 

Conclusiones

A lo largo del texto, se ha podido evidenciar cómo el Estado mantiene un conjunto de prácticas teñidas por el autoritarismo que caracterizan la respuesta estatal en momentos de conflicto político. Todo ello se avizora con mayor claridad en el escenario de incertidumbre generado a raíz del intento fallido de golpe de Estado de Pedro Castillo y la posterior instauración del gobierno de Dina Boluarte. Las fuerzas del orden han respondido a las protestas, en varias oportunidades, de manera desmedida y arbitraria, priorizando la fuerza y la recuperación del orden en contraposición a los mecanismos de diálogo y protección de la ciudadanía, como señalan los dispositivos oficiales sobre el uso de la fuerza. Más aún, de forma paralela, esta respuesta estatal también se compone por el desarrollo de un discurso político que, antes que reconocer los excesos cometidos, busca configurar un «otro» o un «enemigo» con el que se justifica el grado de violencia empleado por las fuerzas del orden, pasando por alto, en muchos casos, normativa y protocolos que regulan el accionar de la policía y fuerzas armadas. Esto no es nuevo, una referencia similar fue utilizada durante el CAI.

El objetivo de este trabajo ha sido mostrar cómo esta respuesta autoritaria se encuentra moldeada por la experiencia vivida durante el periodo de violencia política. Si bien no se busca equiparar eventos que se manifiestan en condiciones y circunstancias político-sociales distintas, es importante enfatizar la continuidad de prácticas y patrones que sostienen la respuesta estatal autoritaria, las cuales se han ido adaptando a los escenarios de conflicto en el Perú. Una de las más notorias ha sido la concentración del uso desproporcionado de fuerza letal hacia sectores rurales, específicamente, en regiones andinas del sur del país. Desde diciembre de 2022, a su vez, se resalta el uso indiscriminado de medios de fuerza letal que, en base a los reportes de investigación, sugiere que el objetivo de la respuesta estatal iba mucho más allá que el de disuadir las manifestaciones, siendo resultado de ello las altas cifras de heridos y fallecidos.

Otra práctica identificada ha sido la instrumentalización del miedo y la incertidumbre que se vivió en el CAI como recursos «válidos» para justificar el accionar del Estado en la actualidad, lo cual viene acompañado de la caracterización de los sectores movilizados como «enemigos» del Estado y la mayor parte de la ciudadanía, recurriendo a supuestos vínculos con organizaciones subversivas que fueron responsables de violaciones de derechos humanos durante el periodo de violencia. En este escenario, cuando se busca oponer a cierto sector movilizado frente al Estado, no solo se invalida desde el inicio sus demandas e intereses como ciudadanos y sujetos políticos, sino que, a partir de ello, se intenta legitimar el uso desproporcionado de la violencia hacia este grupo, responsabilizándolos de las consecuencias sociales y políticas y, al mismo tiempo, sancionar posturas institucionales que critiquen el accionar de las fuerzas del orden y del gobierno de turno.

Más allá de la relación planteada, entre la respuesta autoritaria actual y el periodo de violencia, este artículo también buscó brindar algunas luces sobre la complementariedad de dos procesos políticos truncos. Como fue señalado al inicio del documento, en los años 2000, el país atraviesa una transición dual hacia la paz y hacia la democracia. En ese sentido, y a pesar del consenso inicial en torno a la necesidad de esclarecer los hechos de violencia y generar un ambiente ciudadano de paz, a veinte años de la entrega del IF de la CVR, las recomendaciones detalladas por la comisión, orientadas a instaurar la presencia democrática del Estado en el territorio y reconfigurar la interacción entre este último y la ciudadanía, han tenido un alcance muy limitado y fueron acogidas por un sector muy reducido.

Como consecuencia, en el intermedio entre la respuesta estatal actual y el periodo de violencia, se encuentra el fracaso estatal en la construcción de una institucionalidad policial y militar que vele por la seguridad y el orden en el marco del respeto irrestricto de los derechos humanos. Este fracaso, al menos en parte, tiene raíces en la ausencia de un consenso político y social sobre las principales conclusiones y recomendaciones esbozadas por la CVR en su IF.

A modo de cierre, como consecuencia más evidente, la respuesta estatal aquí descrita tiene impactos claros en el ejercicio de los derechos humanos. Sin embargo, en un nivel de análisis más político, esta se encuentra directamente relacionada al estancamiento de la democracia peruana, en la medida en que colisiona con uno de sus elementos constitutivos básicos. Entendida esta como una apuesta institucionalizada, caracterizada por la existencia de ciudadanos-agentes que se juzgan como suficientemente racionales entre sí para tener consecuencias importantes en la comunidad política que conforman (O’Donnell, 2000), este tipo de interacción con el Estado manifiesta, en la práctica, que una parte importante de la ciudadanía no es concebida como un sujeto político con capacidad de agencia y cuyas demandas deberían ser reconocidas y consideradas. El desarrollo de las protestas iniciadas en diciembre de 2022 abre la discusión sobre qué tipo de vínculo ha ido construyendo el Estado con las y los ciudadanos, luego de terminado el CAI, especialmente con quienes resultaron más afectados por la violencia.

 

Agradecimientos

Este artículo se llevó a cabo con el apoyo y soporte del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (IDEHPUCP). Quisiéramos agradecer a Félix Reátegui por la lectura y los comentarios a diferentes versiones del documento, así como a Luis Valverde por el apoyo en la búsqueda de bibliografía. Agradecidos por el apoyo y soporte, las ideas vertidas sobre este artículo son de nuestra exclusiva responsabilidad.

 

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1. Por mencionar algunos ejemplos, en la actualidad, Venezuela, Nicaragua y Cuba son casos claros de regímenes autoritarios represivos. El Salvador, bajo el régimen de Nayib Bukele, ha adoptado la figura de un autoritarismo competitivo desde el año 2019 y con muestras evidentes de violaciones a los derechos humanos. México y Brasil, países que concentran una considerable cantidad de población en la región, han tenido retrocesos democráticos importantes. Salvo las excepciones de Uruguay y Costa Rica, no se registran progresos democráticos significativos, lo que refleja el estancamiento de la democracia en América Latina.

2. Para un mayor detalle sobre la reducción del compromiso con la democracia en la región desde un enfoque cuantitativo, ver: Carrión, Zárate y Seligson, 2006; Carrión, Zárate y Seligson, 2008; Carrión, Zárate y Seligson, 2010; Carrión, Zárate y Seligson, 2012; Carrión, Zárate, Boidi y Zechmeister 2018; Carrión, Zárate, Boidi y Zechmeister 2020; Carrión Zarate y Rodriguez, 2022.

3. En perspectiva comparada, según lo reportado por distintos estudios de opinión pública, como el Barómetro de las Américas o el Latinobarómetro, Perú ocupa los últimos lugares en lo que respecta a confianza en instituciones como el Congreso de la República o los partidos políticos. Estudios locales de opinión pública, como los del Instituto de Estudios Peruanos o IPSOS, reportan resultados aún más bajos cuando se consulta por autoridades específicas. Para mayor detalle ver: Carrión, Zárate, Boidi y Zechmeister 2020; Carrión Zarate y Rodriguez, 2020; IEP, 2022; IEP, 2023; IPSOS, 2022; IPSOS, 2023.

4. La Corte IDH (2007) ha desarrollado una jurisprudencia sobre cómo los Estados, a través de sus fuerzas del orden, pueden controlar protestas sociales, disturbios internos, situaciones excepcionales y criminalidad común; incorporando entrenamiento y capacitación adecuada para garantizar el derecho a la vida y la integridad personal.

5. El CICR plantea que los principios rectores del uso de la fuerza son la legalidad, necesidad, proporcionalidad, precaución y responsabilidad (2022), ello supone que su uso debe fundamentarse en marcos normativos y ser empleado en situaciones de carácter excepcional; es decir, cuando otros medios previos han resultado inefectivos.

8. La más importante reforma policial fue emprendida el 2003 por un grupo de civiles expertos en seguridad ciudadana, como Basombrío, Costa y Rospigliosi, entre otros, con apoyo del gobierno central tanto a nivel económico como político.

9. Ver casos como «La ejecución extrajudicial en la base militar de Totos (1983)» donde una patrulla del Ejército cometió graves violaciones de los derechos humanos de un grupo de pobladores, entre ellos, menores de edad, de la comunidad campesina de Quispillacta (Chuschi, Cangallo, Ayacucho), a quienes detuvo arbitrariamente y posteriormente dio muerte.

10. Recuperado de: Mensaje a la Nación del presidente Pedro Castillo [07 de diciembre de 2022] https://www.youtube.com/watch?v=lfG8PiImmsM

11. Según la legislación peruana, si el presidente de la república es vacado, quien asume la presidencia es la persona elegida como vicepresidente.

12. Entrevista que brindó Pedro Angulo a Panamericana Televisión el 12 de diciembre de 2022.

13. El Movimiento por la Amnistía y Derechos Fundamentales (MOVADEF) es una organización que desde la década pasada busca reivindicar la ideología de Sendero Luminoso y transmitirla a las nuevas generaciones. Aunque no ha sido reconocida por el Estado peruano como organización política, mantiene activa su presencia a través de medios digitales y acciones públicas.

14. Entrevista que brindó Oscar Arriola al canal RPP Noticias el día 12 de diciembre de 2022.

15. Ver Pronunciamiento del Gobierno - 9/01/2023 [09 de enero de 2023] https://www.youtube.com/watch?v=rsoENAtXFJU

16. Declaraciones realizadas por Dina Boluarte en la rueda de prensa a la Asociación de Prensa Extranjera en Perú (APEP) el día 24 de enero de 2023.

17. Entrevista a Dina Boluarte al Diario Trome realizada el 29 de enero de 2023.

18. Revisar Decreto Supremo N° 02-2023 MINEDU

20. El 2 de febrero de 2023, la ministra de Relaciones Exteriores, Ana Cecilia Gervasi, declaró ante el New York Times que el gobierno no tiene ninguna evidencia de que las protestas estuvieran siendo impulsadas por grupos delincuenciales. https://www.nytimes.com/es/2023/02/02/espanol/peru-protestas-gervasi.html