Las implicancias sociopolíticas de Yuyanapaq,
La muestra fotográfica de la Comisión de la Verdad y Reconciliación:
20 años después
Alexandra Hibbett
Pontificia Universidad Católica del Perú
https://orcid.org/0000-0002-0822-432X
Recibido: 15-04-23
Aprobado: 26-06-23
doi: 10.46476/ra.v4i1.159
Resumen
Este artículo ofrece una nueva consideración de las implicancias sociopolíticas de Yuyanapaq, la muestra fotográfica organizada por la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el Perú, en su vigésimo aniversario. Tras reconstruir cómo ha sido enmarcada desde su creación por el discurso de la memoria y de la Justicia Transicional, toma distancia de este para explorar su impacto desde otro enfoque: el histórico-materialista. Para esto, parte de la tradición lukacsiana del análisis de la forma estética como algo que puede ofrecernos conciencia histórica, y de las ideas benjaminianas del tiempo histórico y del arte como técnica. Desde esta perspectiva, echa luz sobre dos dimensiones sociopolíticas hasta ahora poco estudiadas de la exposición. Por un lado, discute cómo esta construye una noción no-histórica de tiempo, en cuanto presenta un pasado desconectado del presente, y a la vez asocia los sectores sociales menos favorecidos con ese pasado. Por otro, explora cómo, en cuanto rescate archivístico y repertorio de fotografías, Yuyanapaq anima, aún 20 años después, a retrabajar sus imágenes para darles nuevos sentidos históricos.
Palabras clave: Comisión de la Verdad y Reconciliación, Yuyanapaq, Memoria, Historia, Política del arte, Perú
Abstract
This article offers a new consideration of the sociopolitical implications of Yuyanapaq, the photographic exhibition organized by Peru’s Truth and Reconciliation Commission, on its twentieth anniversary. After reconstructing how the exhibition has been framed since its creation by the discourse on memory and Transitional Justice, the article distances itself in order to explore its impact from another perspective: the historical-materialist approach. To this end, it draws upon the Lukácsian tradition of analysis of aesthetic form as something that can offer us historical awareness, and upon Walter Benjamin’s ideas concerning historical time and art as technique. From this perspective, it sheds light on two hitherto little-studied sociopolitical dimensions of the exhibition. On the one hand, it discusses how the exhibition constructs a non-historical notion of time, insofar as it presents a past disconnected from the present, while associating the less favored sectors of society with that past. On the other, it explores how, as an archival rescue and photographic endeavor, Yuyanapaq encourages, even after 20 years, a reworking of its images in order to give them new historical meanings.
Keywords: Truth and Reconciliation Commission, Yuyanapaq, memory, history, politics of art, Peru.
Resumo
Este artigo oferece uma nova consideração sobre as implicações sociopolíticas de Yuyanapaq, a exposição fotográfica organizada pela Comissão da Verdade e Reconciliação no Peru, em seu vigésimo aniversário. Depois de reconstruir como ela foi enquadrada desde sua criação pelo discurso da memória e da Justiça de Transição, ele se distancia disso para explorar seu impacto a partir de outra abordagem: a histórico-materialista. Para isso, ele parte da tradição lukacsiana da análise da forma estética como algo que pode nos oferecer consciência histórica, e das ideias benjaminianas sobre o tempo histórico e a arte como técnica. A partir dessa perspectiva, ele lança luz sobre duas dimensões sociopolíticas da exposição, até então pouco estudadas. Por um lado, ele discute como a exposição constrói uma noção não histórica de tempo, na medida em que apresenta um passado desconectado do presente e, ao mesmo tempo, associa os setores sociais desfavorecidos a esse passado. Por outro lado, explora como, como um resgate de arquivo e um repertório de fotografias, Yuyanapaq incentiva, mesmo 20 anos depois, a retrabalhar suas imagens para dar-lhes novos significados históricos.
Palavras-chave: Comissão da Verdade e Reconciliação, Yuyanapaq, Memória, História, Política da arte, Peru.
La continuidad de Yuyanapaq, la muestra fotográfica organizada por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en el Perú (CVR), se ha visto retada a lo largo de sus 20 años, y en la actual coyuntura política, su futuro está lejos de estar garantizado. Es oportuno entonces mapear algunas dimensiones de su compleja relevancia social y política actual. Para esto, abordaré Yuyanapaq desde una perspectiva que difiere del marco de la Justicia Transicional y de los Estudios de la Memoria, que informó su creación (Chappell y Mohanna, 2006; ver también los textos de presentación de su catálogo (Comisión, 2003b)) y que ha sido el predominante en la literatura crítica acerca de la muestra hasta ahora (por ejemplo, Portugal, 2015; Degregori, 2015; Sastre Díaz, 2016; Saona, 2009 y 2014). Esta literatura ha explicado la exposición como un dispositivo clave para la creación de una memoria nacional democrática y pro-derechos humanos del conflicto armado interno peruano (1980-2000). Además, se le menciona, en discusiones académicas de la Justicia Transicional a nivel internacional, como un ejemplo de lo que pueden hacer las iniciativas culturales como reparaciones simbólicas (por ejemplo, De Grieff, 2014; Simic, 2017).
Veinte años después del trabajo de la CVR, conviene seguir estudiando las implicancias sociopolíticas de la exposición desde enfoques diferentes al de la Justicia Transicional y los Estudios de la Memoria. Es entendible que nos hayamos aproximado a ella desde ahí, dado que fue creada pensando en objetivos trazados dentro de ese mismo marco (crear memoria, dignificar a las víctimas, etc.); pero otras dimensiones de su significación e impacto pueden ser visibilizadas desde otras miradas. Aquí, examinaré algunas de ellas desde el análisis de su dimensión formal y técnica, entendiendo forma y técnica —más que el «contenido»— como lo que encarna, representa y construye de determinada manera la relación entre el receptor y la historia. Es decir, coloco al centro no la memoria sino la historia como el concepto que me ayuda a pensar de qué manera la producción cultural configura nuestra relación con el pasado (como sugería Peter Osborne, [2010]). Es decir, en lo que sigue examinaré la política de la exposición desde una perspectiva histórico-materialista que sigue la tradición de Walter Benjamin (2007 [1934], 2008 [1940]) y Georg Lukács (1966 [1934], 1969 [1954]), posteriormente desarrollado por Frederic Jameson (2016) y, en el medio local, por estudiosos como Roberto Miró Quesada (2022 [1981]) y Mijail Mitrovic (2019a; 2019b).
Esta aproximación difiere de maneras importantes de la de los Estudios de la Memoria. Al abordar una producción simbólica, este último campo se pregunta, por ejemplo, cómo esta media aporta a, encarna o construye la memoria sobre el pasado del grupo. Entiende la memoria en cuanto consciencia colectiva simbólica y cultural, así como sensación afectiva compartida, especialmente respecto a aquellos episodios particularmente significativos para la identidad presente de ese grupo. Enfatiza que la memoria colectiva no depende tanto de la realidad objetiva del pasado como del presente, pues la manera en que se recuerda responde a intereses y presiones sociopolíticas. Enfatiza también que la memoria no es una ni fija, y que es clave para una democracia que una pluralidad de memorias, correspondientes a distintas identidades colectivas dentro del grupo social, puedan dialogar y tolerarse. Algunas maneras de recordar el pasado son en la práctica más éticas, democráticas y constructivas en comparación a otras que, en un extremo, avalan la impunidad, reprimen las voces de los sectores vulnerables y niegan la realidad de sus sufrimientos. Pero, si se logra un diálogo tolerante, se pueden sanar las heridas del pasado y canalizar las tensiones sociales por vías democráticas en lugar de que estallen en violencia.
En cambio, el enfoque histórico-materialista, que asumo aquí, se pregunta cómo una producción cultural ubica a sus receptores respecto a la historia como la realidad social multifacética y dinámica en la que vivimos, que involucra tanto el pasado como el presente y el futuro, y tanto lo subjetivo como lo objetivo. El concepto de historia nos anima a pensar, dentro de una perspectiva temporal abarcadora, en la intrincada relación entre procesos de consciencia y afecto colectivos, y otros materiales y concretos. En este sentido, la historia refiere a un concepto de la realidad como a la vez material y socialmente construida, compleja y cambiante, donde se interrelacionan de maneras diversas e inestables el pasado y el presente, lo individual y lo social, el caso particular y la ley general, lo subjetivo y lo objetivo, lo material (incluyendo lo económico) y lo simbólico o cultural. Es, en otras palabras, lo que Lukács llamaba «la totalidad», esa unidad compleja que es difícil de cernir en su unidad dada su apariencia fragmentada, pero cuyo discernimiento nos permite entender mejor el devenir de la realidad humana e intervenir en ella.
Desde este concepto de historia, al abordar una producción cultural, un enfoque lukacsiano contempla su forma como lo que puede fortalecer la conciencia histórica de sus receptores al encarnar, representar y captar de determinada manera la totalidad. De manera similar, la noción benjaminiana de técnica (2007 [1934]) se pregunta cómo una obra funciona para producir un efecto determinado en sus receptores, a partir de situarse de cierta manera dentro de los modos de producción (simbólicas y económicas) de su contexto. La forma o la técnica de la producción cultural es un efecto y una plasmación de las características y tensiones históricas (incluyendo materiales) de una época. La confianza última de tal enfoque teórico es que un sujeto consciente de la historicidad es menos vulnerable a la manipulación de la ideología y más capaz de actuar a favor de un futuro histórico que supere la desigualdad.
Busco entonces explorar el impacto sociopolítico de Yuyanapaq en términos de cómo y en qué medida ubica a sus receptores en relación con la historia. Partiré de reseñar su vida institucional y esbozar su situación actual, para dar cuenta de su proceso de producción, sus determinaciones contextuales y los intereses sociopolíticos a los que es relevante. Luego, principalmente, a partir de examinar una fotografía representativa, indagaré en el impacto de la forma de Yuyanapaq como exposición: el mismo hecho de ser una exposición y, específicamente, una de fotografías; la selección de estas; su acompañamiento textual; y su curaduría. Así, podré analizar cómo configura el tiempo histórico y las relaciones sociales en las que viven sus receptores. Finalmente, exploraré el impacto de otra dimensión formal de Yuyanapaq, más allá de su existencia como exposición: la de ser un rescate archivístico y un repertorio de recursos visuales divulgados en diversos medios. Mostraré que esta dimensión de su forma ha tenido y sigue teniendo un impacto sociopolítico distinto al de su forma como exposición. Esto lo haré a partir de examinar una reinterpretación artística reciente de la misma foto, que ha circulado hace poco en las redes y en las calles.
La historia institucional de Yuyanapaq
Ante todo, hay que tener claro que Yuyanapaq no es solamente una exposición. Su forma es doble, pues además de muestra fotográfica, fue un repertorio de imágenes «icónicas» divulgadas en diversos medios por la comisión. Como me explicó Mayu Mohanna (2019), curadora (junta con Nancy Chappell) de Yuyanapaq, esta fue creada inicialmente como una estrategia comunicacional de la CVR, a la que sectores de la derecha política y medios oficiales de comunicación buscaban deslegitimar antes siquiera de conocer sus hallazgos y conclusiones. La CVR necesitaba urgentemente una manera de contrarrestar este ataque y la indiferencia del público general a su trabajo (Degregori, 2015), y de difundir su espíritu de reflexión y memoria. Para esto, se realizó una selección de solo once fotografías «ícono» (ver Comisión 2003a) que, a través de su difusión en medios, debían comunicar de manera más eficiente que el texto del informe de la CVR, el sufrimiento de las víctimas y, de esa manera, socavar la indiferencia y legitimar el trabajo de la comisión. Así, en cuanto archivo de imágenes, comenzaron a circular en notas de prensa de la CVR antes de la inauguración de la exposición (Mohanna, 2023). En cuanto exposición, duraría, supuestamente, cuatro meses y reuniría una selección de fotografías —principalmente de prensa— de los 80 y 90.
La selección de imágenes de Yuyanapaq (en sus dos formas, exposición y repertorio para prensa) obedecía a un triple criterio. Primero, para conmover a sus receptores y generar rechazo a la violencia, debían enfocarse en las víctimas. Para esto, más que representar «una víctima concreta», la foto debía representar «todas las víctimas» (Mohanna, 2023). Segundo, debía hacer esto de una manera que no corriera el riesgo de revictimizar, exponiendo a las víctimas a imágenes que podrían causarles mayor sufrimiento (Chappell y Mohanna, 2006). Y tercero, en la medida en que la fotografía ha sido tomada tradicionalmente como un reflejo fiel de la realidad, la intención era que las fotos fueran entendidas como evidencias de la verdad de los horrores que habían ocurrido.
Según me explicó Mohanna (2019), sus organizadores pronto se dieron cuenta de que más que un material de apoyo, Yuyanapaq sería un producto central del trabajo de la comisión. El informe de nueve tomos sería leído por muy pocas personas, pero las fotos proporcionaban una inmediatez en la comunicación que era clave para la creación de una memoria colectiva de la violencia política, que era uno de los principales objetivos de la CVR. La idea entonces se transformó en crear una «memoria visual» del periodo, que sirviera para crear solidaridad y compasión con las víctimas, y aportar así a la reconstrucción nacional (Chappell y Mohanna, 2006, p. 54). Para esto, más allá de la exposición misma, era clave la circulación de imágenes «icónicas» en prensa. Y, efectivamente, algunas de esas once fotografías seleccionadas aparecían una y otra vez en diversos medios en esos años (Mohanna, 2023).
La ubicación original de la exposición fue en una casona en ruinas en el barrio limeño de Chorrillos que no pertenecía al Estado, sino a la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) (casa de estudios privada, de la que era rector del presidente de la CVR, Salomón Lerner Febres). Su éxito fue masivo: la visitaron más que 200 mil personas durante su tiempo en Chorrillos (agosto 2003-mayo 2005) (Saona, 2009). Su gran impacto en esta etapa puede entenderse desde su contexto. Se trataba de los primeros años de la posdictadura. Era muy polémica la CVR, pero —en lo político— la oposición al proceso de transición, desde sectores como el fujimorista, estaba particularmente débil. Parecía, entonces, posible refundar la democracia en el país y evaluar, por primera vez y con cierta calma, su pasado reciente.1
Debido a este éxito, el acuerdo con la universidad se logró extender. Sin embargo, en 2005 la PUCP decidió destinar la casona a otra finalidad, y la exposición se quedó sin hogar. Como la CVR dejó de existir al entregar su informe, la muestra estaba bajo la administración de la Defensoría del Pueblo, pero no se había diseñado una política nacional de memoria que tuviera como encargo aplicar las recomendaciones de la comisión respecto a la memoria, de modo que la Defensoría del Pueblo no tenía un espacio ni fondos para encargarse de ella adecuadamente. Tal precariedad institucional y de recursos de lo que es uno de los principales productos, de la política de transición democrática del Estado peruano, es una señal del poco respaldo político que han tenido en general las iniciativas de justicia transicional y memoria en el Perú, sin mencionar el sector cultural más amplio.2
Tras meses sin estar disponible al público, y gracias al trabajo de activismo y gestión de sus curadores y de otros aliados, la exposición se volvió a instalar a fines del 2005, esta vez sí en un espacio estatal: el edificio de lo que luego sería el Ministerio de Cultura (el mismo que en ese entonces albergaba la muestra arqueológica del Museo de la Nación).3 No cabía en su integridad, y entonces se tuvieron que recortar varias fotografías (Mohanna, 2023). Se logró un acuerdo que garantizaba su permanencia en dicho lugar hasta el 2026 (Ministerio, s.f.), pero su debilidad institucional continuaba. Como pude colegir de mis conversaciones con Ruiz (2023), encargada de la muestra actualmente, y Mohanna (2023), la Defensoría del Pueblo y los organizadores de Yuyanapaq han tenido que luchar constantemente para que se asignen fondos suficientes a fin de cuidar bien la exposición; sin embargo, no han tenido suficientes recursos, ni respaldo político, como para potenciar la muestra y ponerla cabalmente en valor hoy en día.
Lógicamente, al haber sido diseñado para el contexto específico de la entrega del informe de la CVR, se requerirían algunos cambios en su curaduría y mediación a fin de mantener su vigencia y utilidad para contextos posteriores.4 Por ejemplo, uno de sus principales públicos, hoy en día tendría que ser el joven y estudiantil, para transmitirles la memoria de un periodo que no vivieron directamente. Efectivamente, la visitan algunos colegios (Ruiz, 2023), hay una persona dedicada a la mediación y ha habido importantes esfuerzos por hacer que estudiantes se beneficien de ella (por ejemplo, Instituto, 2015). Sin embargo, no ha habido ni financiamiento ni respaldo suficiente para realmente integrarla a una política educativa, con lo cual los números de colegios visitantes no son altos y sus efectos sobre los estudiantes que llegan a visitarla no son necesariamente los esperados (Consiglieri, 2013).5
Los retos enfrentados por la exposición hoy se deben en gran parte a lo difícil que es sostener un lugar público de memoria en un contexto en el que el tema de la violencia política sigue siendo muy polarizante. Por lo general, los políticos de turno se oponen a iniciativas de memoria o no quieren gastar capital político respaldándola. Tal situación no solo es resultado de lo traumático del proceso mismo de la violencia, sino de la manipulación del tema por parte de un sector considerable de la derecha política peruana, que insiste en mantener vivo el fantasma del terrorismo para intentar deslegitimar la oposición a su propia ideología. Tal sector de la derecha, incluso, sustenta una parte de su estrategia proselitista en oponerse de manera burda y llamativa a cualquier iniciativa de memoria (como, por ejemplo, los alcaldes actuales de Miraflores y de Lima (ver Ojo Público, 2023) y la nota 1).
Entonces, para Yuyanapaq (exposición) ha sido estratégico —en la práctica y sin que haya sido una estrategia oficial de la Defensoría del Pueblo— guardar un perfil bajo (Ruiz, 2023) para no arriesgar que una aumentada atención sobre la muestra la ponga en medio de una polémica que podría llevar a la instrumentalización de su cierre. En un contexto en el que uno de los medios más importantes para la difusión cultural son las redes sociales, Yuyanapaq no las tiene y su presencia en las redes de la Defensoría del Pueblo es mínima.6 No hay una campaña de comunicación pública de la exposición que busque atraer visitantes. En tal situación es sorprendente que los números de estos no sean, hoy en día, tan bajos: un aproximado de 31 mil anuales en promedio entre el 2015 y el cierre por la pandemia (Defensoría s.f.b). Los números reflejan los esfuerzos de la Defensoría por invitar (boca a boca) a personas que se acercan a su institución (en el centro de Lima), a acercarse a la muestra (en San Borja, a una distancia considerable). Además, quizá haya un público interesado en conocer la muestra a raíz de polémicas coyunturales sobre la violencia política (de modo que la estrategia de la extrema derecha tendría un impacto contrario al deseado).7 No obstante, por otra parte, varios de los visitantes que llegan actualmente a Yuyanapaq, probablemente sean personas que visitan el ministerio, o quizá busquen sin éxito el Museo de la Nación (que no está en ese lugar desde el 2008), y son dirigidas por el personal del edificio a «la exposición del sexto piso». ¿Cómo afecta la muestra a receptores que no se acercaron con la intención de ver algo sobre el tema de la violencia política?
Claramente, a fin de cumplir mejor con el objetivo para el que fue creado (fomentar la memoria pro-derechos humanos), la exposición Yuyanapaq necesitaría de mayores recursos económicos y respaldo político para fortalecer su institucionalidad e integrarse a una política educativa y de memoria, dentro del marco de un mayor apoyo estatal al sector cultural y educativo. En el panorama político actual de extrema resistencia a la memoria en las instituciones estatales, lo anterior parece un sueño irrealista, y es bastante el logro de seguir operando de la manera en que lo ha hecho en los últimos años, ofreciendo un servicio de calidad, pero de bajo perfil y a números relativamente pequeños de personas.
Ahora bien, en su otra dimensión formal —repertorio de imágenes de la violencia política, difundidos en diversos medios— Yuyanapaq sigue tan efectivo como siempre. Basta con buscar «Conflicto Armado Interno Perú» o «violencia política Perú» en Google Images para cerciorarlo: muchos de los resultados serán fotografías divulgadas por la CVR. Y, de hecho, como exploraré ahora, su impacto sociopolítico, como estrategia de medios, difiere notablemente del de su forma en cuanto exposición.
La política de la estética de la exposición Yuyanapaq
La muestra ha sido, como mencioné al inicio, generalmente entendida en la literatura crítica existente (Portugal, 2015; Degregori, 2015; Sastre Díaz, 2016; Saona, 2009 y 2014) como un ejemplo de lo que puede hacer un Estado desde la cultura para potenciar la memoria. Estos estudios dejan claro cómo esta muestra ha contrarrestado la lógica negacionista de sectores de la derecha, y ha hecho visible a la víctima como una identidad social que, durante la violencia, fue sistemáticamente ocultada y silenciada. Dado que el perfil de la víctima coincide con los sectores históricamente más precarizados de la sociedad peruana (pobres, rurales, racializados, quechuahablantes o hablantes de otras lenguas originarias y desatendidas por el Estado), aprecian también el efecto político de incorporarles al discurso y a la representación. Se considera también un logro la manera en que conmueve y despierta la empatía de sectores privilegiados de la sociedad peruana, que no estuvieron conscientes, durante el periodo de la violencia, de la magnitud de lo ocurrido. Por último, se le entiende como espacio pedagógico, que ofrece un «relato visual» (Comisión, 2003a) para que un público que no conoce el proceso y las características el conflicto armado interno, pueda pasar a conocerlo desde el marco de los derechos humanos y la democracia. Estas valoraciones presuponen que ver la muestra convertirá a los sujetos que la visitan en sujetos más empáticos, que aportarían por tanto a la construcción de un país más democrático. Ha habido, claro está, estudios más críticos hacia la muestra, como Arenas (2007), Murphy (2015), Ulfe (2013) y Wurst (2022). Sin embargo, estos también se orientan a partir del enfoque de los Estudios de la Memoria; a fin de cuentas, aportan a una reflexión sobre cómo lograr, a través de la producción cultural, una mejor memoria colectiva.
Ahora bien, ¿cómo opera la forma-Yuyanapaq para invitar a sus visitantes a concebirse dentro del tiempo histórico?, y ¿cómo nos anima a relacionar lo individual con lo colectivo, lo material con lo simbólico, y lo objetivo con lo subjetivo? A fin de guardar concisión, armaré la siguiente reflexión en torno al análisis de la Imagen 1, y contextualizaré esta, dentro de la forma de la exposición. Su leyenda especifica que se trata de un «Entierro de un policía fallecido en Lima durante una incursión de Sendero Luminoso ocurrida en 1984» (Comisión, 2003b). Fue tomada por Vera Lentz, reportera gráfica independiente, como varias otras varias fotos de la exposición. Incluida en la sala «Homenaje a las víctimas», el espacio central de la casona, y una de las once fotos-ícono, ha sido una de las imágenes que más ha circulado en la prensa a raíz del trabajo de la CVR. Además, un recorte de la foto fue utilizada como carátula de la versión resumida de su Informe final, Hatun Willakuy, difundida como libro impreso de relativamente bajo costo (Imagen 2), y como PDF.
Imagen 1. Foto representativa de la estética de Yuyanapaq. Fotógrafa: Vera Lentz. (Fuente: Comisión, 2003a).
Imagen 2. Carátula de Hatun Willakuy. Fotografía de Vera Lentz. (Fuente: fotografía de la autora).
La Imagen 1 se enfoca en una persona, presumiblemente hombre, que está inclinado sobre un ataúd, abrazándolo. Podemos observar claramente la cruz que lleva este en la tapa, que en la imagen aparece casi centrada entre las dos manos del hombre. Éste lleva puesto un sombrero de ala ancha, que impide ver cualquiera de sus facciones. A su costado, un poco más cerca de la cámara, vemos a una mujer que lleva una cofia o velo blanco; deducimos que es una monja. Está de espaldas, de modo que tampoco podemos ver sus facciones. En el centro de la composición, lo que se observa es que la monja está tomando del antebrazo al hombre. En el fondo, podemos ver que hay un grupo de personas (vemos siete de lo que parece ser un grupo más grande, pues están apretados entre sí) que están caminando hacia la derecha, dirección en la que también está mirando la monja. Las personas del fondo están vestidas en su mayoría con colores oscuros, en ropa para uso en exteriores; en efecto, parece una procesión funeraria. El encuadre de la foto no permite apreciar los rostros de estas siete personas. Si observamos con detalle, parece que dos de ellas también están tocando la espalda del hombre que abraza al ataúd, como para reconfortarlo. La imagen sugiere entonces un momento dramático: en una procesión fúnebre, uno de los presentes se ha emocionado tanto por la pérdida de su ser querido que ha detenido su marcha para abrazar, quizá llorando, a su ataúd. El tumulto sigue avanzando y una monja toma del brazo al doliente para consolarlo y animarlo a seguir la marcha.
Desde el enfoque de la memoria, esta foto sería interpretada aproximadamente de la siguiente manera: atraviesa cualquier indiferencia y llama a «nuestra» empatía con «la víctima» (el hombre del sombrero, que representa no a sí mismo sino a todas las víctimas), caracterizada por su dolor y por su pérdida. Efectivamente, el texto curatorial principal de la exposición reza así:
Nuestro deber fue ofrecer al país un retrato de sí mismo. Este retrato tenía el objetivo de restituir los dramas vividos por quienes fueron las víctimas de la violencia [...] en cuyos rostros de desolación y perplejidad ante la tragedia hallamos [...] un mandato perentorio: el de no consentir en el olvido indiferente o interesado, la obligación de escribir nuestra historia reciente en conocimiento de causa e integrando en ella la memoria de quienes la padecieron en silencio.
La Comisión de la Verdad y Reconciliación quiere ofrecer este rostro inmediato de una verdad que no solamente debemos reconocer y entender, sino que también necesitamos sentir como propia para edificar sobre ella un país más pacífico y más humano. (Lerner Febres, 2003).
Interpretando la foto desde este discurso, concluiríamos que no retrata a una persona y a un hecho particular, tanto como algo más simbólico: el dolor de una víctima abstracta y, más aún, la «tragedia» del «país» entero. Es esa la «verdad que debemos reconocer y entender» y «sentir como propia» para «edificar» una nación mejor . De hecho, la leyenda de la foto no nos da mayores detalles de que la víctima fue policía y el perpetrador, Sendero Luminoso: el punto no sería conocer el caso específico o interpretar la imagen como documento, sino sentir las fuertes emociones que suscita la foto, esa pena desbordante que llevó a ese hombre a abrazar al féretro. En su gesto, vemos entonces «desolación y perplejidad» representativa de todas las víctimas, ante las cuales no podemos seguir las lógicas negacionistas de algunos sectores. Y, sobre todo, la foto nos transmitiría un «mandato perentorio» de recordar a personas como él, de manera que las «integre» cuando antes eran excluidas e ignoradas.
No es, entonces, una imagen que debemos interpretar, pues este mandato y esta compasión se da de «inmediato» a través de la imagen que debemos tomar, por ende, como una representación transparente y fiel de esta «verdad», una verdad no histórica sino emotiva. Vista así, la foto se vuelve casi una ilustración del texto curatorial y de lo que debemos hacer como sujetos-recordantes: debemos ser como la monja. Como ha comentado Ubilluz (2021), la mano de esta encarna «el sujeto humanitario ante la víctima». Nuestro rol es, como ella, reconocerla desde la empatía o la compasión, y acompañarla en su dolor. La centralidad de la cruz y la religiosa parece poner de manifiesto un sustrato cristiano a tal discurso: el amor al prójimo y la caridad. La foto, entonces, nos haría más humanos y, por ende, al país más pacífico y democrático.
Presento en lo que sigue, seis tesis alternativas respecto al impacto sociopolítico de la foto y de la exposición, desde un enfoque histórico-materialista. Algunas pueden parecer entrar en contradicción entre sí, pero responden a la complejidad que está en juego en la forma-Yuyanapaq, que opera de múltiples maneras a la vez. No obstante, como se verá, todo gira en torno a que Yuyanapaq, en cuanto exposición, relaciona a su público con el tiempo (y con su sociedad) de una manera no-histórica.
La primera tesis es que la forma de Yuyanapaq configura una temporalidad donde el pasado a recordarse equivale a una tragedia englobante y uniforme. En contraste, el presente (fuera de la imagen) se configura como un romper con ese pasado hacia un futuro como progreso. En la foto, podemos ver esto en cuanto presenta un único momento, claramente un pasado (la foto como forma suele interpretarse como un instante congelado del pasado, y aquí está, además, en blanco y negro, cuando en el 2003 ya lo más común era la fotografía a color), y que caracteriza ese pasado desde el dolor de la víctima. Más aún, podemos ver a las personas que caminan hacia adelante y a la monja, como ese empuje del tiempo hacia un futuro mejor, que «incorporará» a la víctima.
La segunda tesis es que la exposición fotográfica divide el pasado del presente, de una manera tajante. Esto se puede apreciar, ante todo, al pensar en esta imagen dentro de la forma de una exposición fotográfica en un espacio museístico o galería. Los espacios museísticos o galerías —además de ser lugares prestigiosos, como para dar respaldo al trabajo de la CVR— tienen la particularidad de crear una distancia entre el adentro y el afuera, entre el «arte» y la «vida» (O’Doherty, 1986). Afuera, la vida cotidiana, el presente, el fluir del tiempo; adentro, el detenimiento del tiempo, el pasado, el aislamiento de la foto vuelta obra de arte. Claro está que ni la casona original ni el edificio ministerial constituyen espacios diseñados para serlo; sin embargo, fueron en la práctica transformados en uno al recibir la muestra. Además, la curaduría optó por reforzar este aislamiento temporal del pasado. En el caso de la casona, el hecho de que estuviera en ruinas fue aprovechada por la curaduría para dar la impresión que al pasar su umbral, uno viajaba hacia el pasado. Como ha notado Deborah Poole (s.f.), en al menos una ocasión se colocó una foto en tal escala y posición como para hacer parecer que su espacio derruido por la violencia era continuado por el espacio derruido de la casona. A su vez, en el caso del edificio del Ministerio, a pesar de ubicarse en un piso alto que cuenta con vistas a la ciudad, la curaduría optó por velar estas vistas con unas telas cremas similares al lienzo (ver imágenes 3 y 4), que le da un ambiente especial, dividido del presente.
Imagen 3. La vista a la ciudad desde Yuyanapaq en el edificio del Ministerio de Cultura, velada por telas cremas. Curaduría: Mayu Mohanna y Nancy Chappell. (Fuente: fotografía de la autora).
Imagen 4. Uso de telas cremas alrededor de la foto de Edmundo Camana, en Yuyanapaq en el Ministerio de Cultura. Curaduría: Mayu Mohanna y Nancy Chappell. Fotografía en el fondo: Oscar Medrano. (Fuente: Fotografía propia).
De esta manera, la experiencia del visitante a ambas localidades es una de suspensión de la vida presente para sumergirse en la exposición (es decir, en el pasado). Al volver a emerger del pasado al presente (a la ciudad), se genera entonces una extraña sensación temporal, de salto o viaje. El pasado, es decir la muestra, con su atmósfera espectral, queda encapsulada, dividida del presente. Quizá haya, incluso, una sensación de liberación o escape —Jorge Bruce la llama, sin afán crítico, una catarsis (citado en Chappell y Mohanna, p. 60)—. Desde la lógica de sus creadores, era importante crear un espacio autónomo de la vida cotidiana para permitir la reflexión y la recepción de las imágenes por su carga emotiva y simbólica, pero desde esta otra perspectiva, el efecto de esta desconexión temporal es presentar el pasado como irredimible, fijo y lejano. El presente parece ser un lugar donde la acción y la agencia es posible, pero no respecto al pasado, que solo se puede dejar atrás.
Al ser convertidas en símbolos, entonces, las fotografías son tratadas por la curaduría como capsulas de pasado fijo, sin conexión posible al presente. En la Imagen 1, no sabemos quiénes son retratados, no tenemos sus nombres; más aun, no tenemos ninguna manera de conectar sus imágenes son sus yos del presente. No se nos brinda, por ejemplo, su testimonio, o su fotografía actual, ni se nos cuenta qué pasó después con ellos. Más allá de la dificultad de contar con los datos, en cuanto forma, la exposición y su curaduría configuran una temporalidad no-histórica, en la cual el pasado parece por naturaleza distante e intocable (Jameson, 1992 [1989]). En términos de Benjamin, esto significa cerrar la historia a la posibilidad de cambio redentor (2008 [1940]).
Esto nos lleva a la siguiente (tercera) tesis: la muestra configura el tiempo de manera social. El pasado corresponde a los sectores menos favorecidos, representados en las imágenes, mientras que el «nosotros» del texto curatorial reúne a los sectores más privilegiados que visitan la muestra y a sus organizadores. Este segundo grupo encarna el presente y el futuro, el fluir del tiempo. Se detecta aquí un eco del estereotipo de sectores menos privilegiados como «atrasados» y más privilegiados como «modernos». Además, siendo una muestra estatal, oficial, este «nosotros» es también el de la nación o el Estado (todos los peruanos). Entonces, tal estructura hace parecer que «todos los peruanos» son las personas que, probablemente, más visitarían la muestra y a sus productores: sectores privilegiados. Esto deja de lado a las víctimas (es decir, sectores pobres, racializados, rurales, quechuahablantes, etc.), quienes son configuradas como un «ellos», no cuerpos presentes sino imágenes fijas. Esto resulta paradójico, como ha interpretado Daniella Wurst (2022), pues la intención de la muestra era reconocer a las víctimas como peruanos, es decir, borrar la distinción entre «nosotros» y «ellos» dentro de un Estado democrático e igualitario. La estructura social peruana que se manifestó tan cruelmente en la violencia política, se repite en la forma de la exposición de Yuyanapaq.
Dado que, debido a una herencia colonial, las personas de menos poder social en el Perú usualmente son personas racializadas, la Imagen 2 (tal como está recortada) se vuelve particularmente reveladora, como ha comentado Juan Carlos Ubilluz (2021), en tanto la mano de la monja tiene un tono más claro que la del hombre con sombrero. De esta manera, la imagen deviene en símbolo de la empatía de un Estado «blanco», hacia un sector históricamente precarizado y racializado. A la vez, el texto curatorial implica que la mano más clara «nos» representa como visitantes a la muestra, insertados en el presente, intentando hacer que la víctima racializada que se aferra al pasado (al ataúd), se incorpore al fluir el tiempo. La forma de la exposición cae, por tanto, en la idea de que sectores pobres, racializados, rurales, quechuahablantes, etc. no «progresan», e incita a ver la desigualdad como un pasado dividido del presente, en lugar de como un problema social actual sobre el cual se pueden tomar acciones.
En efecto, como han notado críticos como José Falconi (2008), Kaitlin Murphy (2015) y Camila Sastre (2016), el museo en el Perú, y más aún, la galería de arte, son tradicionalmente espacios socialmente excluyentes. Si bien varias galerías y museos contemporáneos han intentado cambiar esto, y si bien las mismas curadoras se esforzaron por encontrar un espacio para la exposición que «todos los peruanos» sentirían como accesible (Chappell y Mohanna 2006, p. 59), la realidad es que las poblaciones más pobres del país difícilmente sienten un museo como un espacio convocante, incluso si se trata de un museo estatal. Es una forma cultural más bien atractiva para las élites. Esto no quiere decir que personas de diversas situaciones socioeconómicas no hayan visitado la muestra, pero sí marca una tendencia: las personas que más la visitan y forman parte de ese «nosotros» del texto curatorial. En otras palabras, no es solo el texto curatorial lo que divide un «nosotros» y un «ellos», ni el hecho de que las fotografías sean solo de víctimas. Es, fundamentalmente, la forma misma de la exposición en cuanto exposición.
Por un lado, esto implica que un impacto sociopolítico de la muestra es presentar a sectores privilegiados con realidades sociales respecto a las cuales están cegados por sus privilegios. Y, asimismo, que algunas «víctimas» puedan sentirse reconocidas al constatar que imágenes que se refieren a su sufrimiento, se expongan dentro de un espacio oficial y galerístico asociado con las clases privilegiadas. Pero por otro, implica desincentivar la apropiación de las imágenes por parte de personas menos favorecidas, y la continuidad, dentro de la producción cultural, de las estructuras sociales desiguales y divididas del contexto peruano.
En esta medida, Yuyanapaq repite la estructura de una forma estética de larga trayectoria en el Perú: la del indigenismo, como han señalado Deborah Poole e Isaías Rojas (2011). En la estética indigenista, se retrataba al indígena en un código no indígena (por ejemplo, la novela en español), para un público no indígena, pero supuestamente para el bien del indígena (su inclusión en la nación) (Cornejo Polar, 1980). Yuyanapaq centra su representación en los sectores históricamente marginalizados, pero su forma misma no los incluye de manera horizontal y estructural en sus relaciones sociales de producción y de circulación. Ahora bien, por un lado, una proporción de las fotos de la exposición fueron donadas por víctimas, y hubo una relación entre los organizadores de la muestra y los dueños de las fotos, que cedieron sus derechos para su uso en la exposición. Pero por otro, las víctimas mismas no decidían qué imágenes se incluían en la muestra, ni cómo eran presentadas: las relaciones sociales de producción eran verticales. Además, ha habido, claro está, muchos intentos de parte de las personas encargadas de ella para mitigar los efectos excluyentes de su forma —visitas mediadas, una versión itinerante de la muestra, un último espacio en la muestra compuesta de testimonios en audio acompañados por unos retratos (Imagen 3), etc.—, pero estos intentos siempre tendrán limitaciones en cuanto siguen siendo variaciones de la forma galerística (como han comprobado Poole y Rojas (2011) en el caso de la muestra itinerante).
Por tanto, esto no se trata de un problema de intención de sus productores, sino de una manera en que la época histórica se manifiesta en sus formas estéticas. La estructura social peruana es un problema hondo para cualquier producción cultural que nace desde sectores privilegiados y que busca hacer un bien al «país», incluyendo los menos-privilegiados. La opción tradicional de que creadores e intelectuales privilegiados crean y piensen «por» los excluidos, claramente cae en la misma estructura desigual de poder que supuestamente se está intentando cambiar. La dificultad de fondo es encontrar formas de producción cultural que permitan intervenir a favor de relaciones socialmente más igualitarias (por ejemplo, que los menos favorecidos puedan representarse y hablar por sí mismos ante el poder estatal, económico y cultural).
El lado más problemático de las tesis 2 y 3 se vuelve evidente en el caso de lo que le ocurrió a una persona cuyo retrato (Imagen 4) es quizá el más conocido de Yuyanapaq: Edmundo Camana. Era un sobreviviente de una matanza perpetrada por Sendero Luminoso en un pequeño pueblo andino. La foto lo presenta mirando a la cámara con un ojo, mientras que el otro, y ese lado de su cara, están cubiertos por una tela clara en mal estado. Se deduce de la imagen y de su leyenda que la tela le está cubriendo la herida que le dejó la masacre. Como ha trabajado María Eugenia Ulfe (2013), a raíz de la forma de la exposición, el cuerpo físico de esta persona se volvió un campo de batalla. En 2009, un congresista aprista utilizó a Camana para intentar desprestigiar a la CVR y la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, alegando que habían mentido y utilizado a Camana al sugerir que había perdido un ojo por Sendero Luminoso (en realidad su ojo estaba afectado por un virus, decía), y al no ofrecerle ayuda económica (Andina, 2009, citado en Ulfe, 2013, p. 88). Luego, la congresista nacionalista Juana Huancahuari trasladó a Camana al Hospital de Ciencias Neurológicas en Lima. Desde entonces,
comenzó a publicarse una serie de entrevistas y declaraciones en el diario Expreso. En estas declaraciones, Camana mencionó que la CVR utilizó su fotografía sin su autorización y que no figuraba en el Registro Único de Víctimas (órgano que depende del Consejo de Reparaciones) y que por lo tanto, no estaba contabilizado para recibir una compensación económica individual. (Ulfe 2013, p. 88)
Por último, el congresista Núñez hizo que se le trasladara al Hospital Militar, donde a los pocos días, por motivos desconocidos, falleció.
Este terrible caso hace clara la gran división que hay entre la memoria como lucha simbólica y la historia como realidad social cambiante y compleja. Pese al gran cuidado que se tuvo para no revictimizar, las imágenes de Yuyanapaq se han desconectado históricamente de las personas reales que retratan y se han vuelto parte de una batalla simbólica con el sector negacionista. La inclusión que opera la estética de Yuyanapaq no es una inclusión social o histórica, es una inclusión estética, simbólica, divorciada de un cambio concreto en relaciones sociales determinadas; nuevamente, no por falta de esfuerzo de sus productores, sino porque es un resultado de las condiciones de su tiempo. Esa desconexión dejó abierto, en el caso de Camana, un espacio para la manipulación proselitista del sector negacionista.
La cuarta tesis es que la forma estética de Yuyanapaq presenta las fotos como «la realidad de los hechos», ventanas transparentes al pasado, evidencia fiel de «lo que pasó», y no como documentos históricos siempre reinterpretables (como han argumentado Poole y Rojas (2011)). Es decir, no relaciona a su visitante con el pasado ni con los sectores menos favorecidos de la población, de manera que dé cuenta de la historicidad de las formas de representación (es decir, de la fotografía misma), sino de una manera que simula una inmediatez al pasado. «Articular el pasado históricamente», como escribió Benjamin, «no significa reconocerlo “tal como propiamente ha sido”» (2008 [1940], p. 307). Dar la impresión de que las fotografías representan fielmente el pasado como hecho incuestionable desanima un acercamiento a ellas como miradas necesariamente parcializadas de la realidad. Por ejemplo, respecto a la Imagen 1, la exposición no lleva al visitante (por medios curatoriales) a preguntarse quién lo tomó y por qué, por qué recortó la imagen de tal manera que no saliera ningún rostro, por qué colocó al centro del encuadre el gesto de la monja; ni por qué esta imagen fue seleccionada por las curadoras en lugar de otras; ni a comparar esta mirada sobre los hechos con otra. Esto quiere decir que se naturaliza la manera en que la muestra representa el tiempo y las relaciones sociales, y se refuerza la brecha entre pasado y presente, pues no se nos invita a reconocer producción del pasado en el presente mediante el trabajo curatorial. Esto dificulta la reflexión crítica (y autocrítica) en sus receptores, y refuerza la sensación del pasado como tragedia irredimible, frente a la que hay poco o nada que se pueda hacer (como diría Benjamin (2008 [1940]) del historicismo).
Mi quinta tesis es que la forma de Yuyanapaq nos invita a mirar el pasado a través de lentes estetizantes, al darles a las fotos un aura (en el sentido de Benjamin (2004 [1935]). Es decir, miramos las imágenes como obras de arte, separadas de la vida, bajo una concepción estética del arte como algo que no nos acerca a la realidad histórica para ubicarnos en este y fomentar la posibilidad de actuar (como querría Lukács), sino como algo que invita al juego libre de la interpretación. Esto se puede apreciar en la lectura que algunos críticos han hecho de la muestra (por ejemplo, Vich, 2015), al explorar las connotaciones simbólicas y afectivas de una selección de las fotografías. Esto resulta de la forma-museística, reforzada por decisiones curatoriales, como las telas cremas, que hacen que Yuyanapaq sea un espacio que llame al silencio y a la contemplación. En la Imagen 4, podemos apreciar cómo son usadas para crear aura respecto a la imagen de Camana. Asimismo, la selección de las fotos respondía a un afán de no desbordar a la persona que visitara la muestra con el horror (Chappell y Mohanna, 2006). De hecho, como ha notado Sastre (2016), muchas imágenes presentan velos, como la comentada arriba de Camana (cuya herida es cubierta con una tela), y como también en la Imagen 1, donde casi todo está cubierto: la persona muerta, el rostro de la persona que le llora, y el cabello de la monja. El velo es entonces un dispositivo clave de la forma-Yuyanapaq, al «velar» la especificidad de cada caso, e invitar a su receptor a buscar sentidos indirectos, a evocar y asociar libremente a partir de las fotografías que, se sugiere, no están allí principalmente para denotar de manera directa, sino para ser contempladas y exploradas de una manera estética.
Mi última tesis es que Yuyanapaq presenta el pasado como algo que permanece como ruina irremediable en el presente, de modo que se complica cualquier sensación de futuricidad. Incluso podríamos decir que no hay futuro en esta muestra, que ese «futuro mejor» al que apunta la tesis 1 es socavada por una sensación de desborde del pasado como tragedia. De hecho, aunque lo animen a seguir, la víctima de la imagen se aferra al pasado, a su dolor. En efecto, pese a las intenciones curatoriales, en la práctica, ver la muestra sí resulta una experiencia emocionalmente agobiante, al menos para algunos visitantes, como argumenta Falconi (2008). Hay algo del contenido de las imágenes que desborda la estética y el discurso que las enmarca. La tragedia del pasado queda intacta en su fuerza desbordante. Esta fuerza opera en contra de la división entre pasado y presente que también construye la muestra (tesis 2), pues llama a una acción redentora desde el presente. Pero no llega a deshacerla. Juntas, la tesis 2 y esta sexta suman a que la sensación que se desprende de la visita a la muestra es finalmente de impotencia: el pasado no debe dejarse atrás, pero a la vez, no parece haber nada que hacer por él. Hay, entonces, una incomodidad, una mala conciencia, quizá incluso una culpa. Dada la estructura social de la forma de la exposición explorada en la tesis 3, se puede deducir que esta en el fondo se trata de una culpa de clase: la exposición crea una sensación de malestar en sus receptores de sectores acomodados, frente al sufrimiento de sectores menos acomodados. No obstante, nada en la curaduría lleva a la conceptualización de este trasfondo de clase al malestar difuso, promovido en los receptores de la muestra.
Si se admiten estas seis tesis, tenemos que la forma de Yuyanapaq como exposición encarna varios aspectos de la estructura desigual de la sociedad peruana dentro de la que fue creada, pero no funciona para ofrecer una consciencia de la realidad histórica de modo que se sitúe a sus receptores como actores dentro de ella. Por un lado, porque no convoca realmente a un público amplio, y por otro, porque incluso al hablarle al ciudadano peruano privilegiado, lo invita a sentirse maniatado frente al pasado como tragedia irredimible, y la desigualdad como hecho natural e incambiable.
Yuyanapaq como repertorio visual abierto a reinterpretaciones
La forma de Yuyanapaq en cuanto exposición hasta aquí analizada ha tenido, junto al del discurso de la CVR sobre la memoria, un impacto enorme con relación a la producción cultural peruana. Muchas producciones culturales buscan recordar como un deber ético, e instar a sus receptores a hacerlo también, a través de incorporar al menos algunas dimensiones de la forma-Yuyanapaq, además de referencias a fotografías específicas. Así, algunas de las tesis arriba señaladas sobre exposición podrían aplicarse también a varias otras producciones culturales peruanas contemporáneas que comparten aspectos de su forma, con modificaciones según se traten de novelas, películas, obras de teatro u otras formas, pero básicamente respetando sus estructuras (ver Hibbett, 2019). Un ejemplo claro sería La hora azul, novela de Alonso Cueto (2005) (ver Hibbett, 2020), y otros ejemplos podrían incluir Tempestad en los Andes (película de Mikael Winström, 2015), o el cortometraje La huella de Tatiana Fuentes Sadowski (2012), adquirido por el Museo de Arte de Lima. Son solo unos pocos ejemplos que sugieren que, entre el público más receptivo a la exposición, han estado los artistas y productores culturales (al menos los de sectores privilegiados —de hecho, ninguno de los ejemplos mencionados son lo que podríamos llamar «producciones populares»—).
No obstante, en lo siguiente sostendré que Yuyanapaq ha tenido un impacto bastante distinto desde su otra dimensión formal: en cuanto rescate de archivo y difusión de imágenes. Si bien no parece haber evidencia como para decir que «la persona de a pie» reconozca imágenes de Yuyanapaq y tenga una «memoria visual» de la violencia, sí la hay de que artistas y creadores están reutilizando las imágenes-ícono difundidas en prensa. Es decir, existen reapropiaciones de las imágenes de Yuyanapaq que no parecen haber devenido de que sus receptores hayan visitado la exposición. Más bien, pareciera que, en cuanto repertorio visual, la muestra ha circulado, no solo en los once «íconos» usados en prensa impresa y medios digitales, sino en catálogos de la muestra y panfletos de difusión de los resultados de la CVR. Como diría Benjamin (2004 [1935]), en estas formas de circulación, las imágenes pierden el aura que les da la forma museística y la curaduría estetizante, y se vuelven más cercanas, más reapropiables. Y algunas de estas apropiaciones han tenido el efecto de relacionar a sus receptores con el pasado de manera más histórica que la exposición.
A diferencia de lo que ocurre hoy, cuando lo digital hace que podamos ver lo que ocurre en todo el país, muchas veces en tiempo real, y tengamos disponible un gran archivo de imágenes en todo momento, las imágenes de la violencia política a inicios de los años 2000 eran relativamente escasas y habían circulado poco; Yuyanapaq, por ende, cobró un gran valor por reunir y poner estas imágenes nuevamente en circulación. Así, ha tenido un impacto distinto en cuanto repertorio de recursos visuales, al habilitar que otras creaciones puedan tomar de ahí para abordar el tema de la violencia política, cambiando significativamente la forma en que las presentan a sus públicos, es decir, sin ceñirse a la forma-Yuyanapaq en cuanto exposición.
Analizaré brevemente un ejemplo que reapropia y retrabaja de manera más histórica, justamente la imagen de Lentz que he analizado arriba y que ha circulado a partir de Yuyanapaq (como carátula, en el catálogo de la exposición, y en internet en diversos medios), pese a ya no estar físicamente en la exposición desde hace años.8 El ejemplo es este diseño de Álvaro Portales —un ilustrador y humorista gráfico popular en redes sociales— (Imagen 5).
Imagen 5. «Nos están matando», gráfica de Álvaro Portales (2022). (Fuente: archivo proporcionado por Álvaro Portales)
Diseñada en el contexto de las matanzas a causa de la represión en Ayacucho por la oposición al gobierno de Dina Boluarte, esta imagen fue posteada en Facebook el 20 de diciembre del 2022 y tiene 1.1K «me gusta» y 337 compartidas hasta la fecha. Además, ha sido apropiada por distintas personas para generar contenidos diversos. Por ejemplo, en Twitter ha sido utilizada para contestar tweets del gobierno, para mostrar oposición a este (No a Keiko 2022, en respuesta a Ministerio de la Producción 2022). Un video en TikTok utiliza la imagen para protestar contra los asesinatos del gobierno (Cortez, 2023). Ha sido tomada como ilustración en la difusión de una carta abierta de opinión de la oposición (Minga, 2023). Hasta se tomó parte de la imagen para hacer una gigantografía, llevada a un plantón a las afueras del Ministerio de Cultura por el Frente de Obrerxs del Arte en marzo 2023. El video del plantón ha circulado como reel en Instagram (Frente de Obrerxs del Arte 2023) (Imagen 6).
Imagen 6. Captura de un reel compartido en Instagram por la Frente de Obrerxs del Arte, de un plantón que realizaron en oposición al gobierno de Dina Boluarte. (Fuente: captura de la autora)
En la imagen de Portales, así como en la banderola del plantón, se han tomado, de la imagen original, únicamente el ataúd y la persona que lo abraza. Se ha prescindido de la mano de la monja, haciendo parecer que nunca estuviera ahí. En el caso de la gráfica de Portales, se le ha vuelto blanco al ataúd y se le ha colocado al centro de un fondo rojo, de manera que la imagen resultante es una bandera peruana modificada. El color del fondo es plano y artificial, mientras que el ataúd y la figura sí tienen textura y realismo (de manera fiel a los tonos de la foto).
La forma que está en juego aquí guarda algunas continuidades con la exposición de Yuyanapaq, pero finalmente resulta bastante distinta a esta. Los cambios realizados por el artista significan que la relación que establece la imagen entre su receptor, su tiempo y su sociedad, es otra. Si Yuyanapaq configura el pasado como una catástrofe, esta gráfica la reinterpreta como una representación del presente (la brutal represión de la protesta contra Boluarte en 2022), y la mete con fuerza a la coyuntura (en redes y calles). Es un presente mirado históricamente, pues el efecto de «a blanco y negro» de la imagen central, en contraste con el plano y fuerte color rojo, sugiere un montaje temporal que indica que la tragedia presente es la repetición de una tragedia pasada, incluso para receptores de la imagen que no conozcan la foto de Lentz. Si la forma museística separa sectores sociales, esta imagen, al habitar las redes (y la calle), no respeta divisiones de clase. Y aunque al igual que en Yuyanapaq, en esta imagen tampoco hay futuro, lo que hay, sin embargo, es un presente en crisis, un descreimiento nihilista en la imagen oficial, una indignación, de modo que no nos deja con una sensación de impotencia como lo hace la muestra.
En contraste con el ambiente contemplativo de la exposición, hacer que la figura y el ataúd sean el centro blanco de la bandera peruana, vuelve la imagen una crítica provocadora y directa al principal símbolo de la nación y al orgullo patrio. Se inserta, así, en la tradición de arte de protesta que, de distintas maneras, han manipulado la bandera peruana (creando versiones negras, o lavando banderas en lugares públicos, por ejemplo), para sugerir que los gobernantes autoritarios la han ensuciado o pervertido, de manera que la bandera oficial se ha vuelto un encubrimiento de la realidad del país. De hecho, esta gráfica forma parte de una serie de este tipo de banderas intervenidas, del mismo artista. De esta manera, el efecto crítico de la gráfica pasa por despertar en su receptor una mirada crítica a la política de la imagen oficial, en cuanto la bandera es desmentida como imagen patriótica y revelada como instrumento político; sin embargo, sí coincide con Yuyanapaq al colocar a la figura del hombre doliente no como una imagen-documento de un hecho particular, sino como un símbolo representativo de «todas las víctimas», y como esa «verdad» incuestionable que la bandera usualmente oculta.
Al circular en redes como flyer o meme, y al ser evidentemente un montaje, el diseño no estetiza a su contenido, en el sentido de que no le da un aura de «obra de arte» a ser contemplada con respeto y distancia, o sometida a un libre juego interpretativo. Más bien, la forma de esta imagen invita a que se le apropie, modifique y reutilice, como efectivamente viene ocurriendo. Y, por último, al eliminar la figura de la monja, se ha restado a la imagen la lógica humanitaria y caritativa que la portada de Hatun Willakuy colocaba en su centro. Así, la persona que mira la imagen es colocada de otra manera frente al doliente. Aún se parte desde la empatía por su dolor. No obstante, esta se lleva hacia la sensación de indignación y crítica a la oficialidad de la nación representada por la bandera. También, igual que Yuyanapaq, hay una inclusión de una figura usualmente excluida de las representaciones oficiales, pero —a diferencia del caso de la exposición— no es un «pasado» y, además, aquí el agente no es un «nosotros» de sectores privilegiados ni de una nación identificada con estos. Más bien, la inclusión del excluido es un acto de protesta; se interviene sin permiso la imagen oficial para socavar su apariencia limpia y revelar la violencia que encubre. Si es que convoca a un «nosotros», la Imagen 5 convoca al de los manifestantes a seguir su lucha.
Tenemos en la gráfica de Portales, en suma, una imagen tomada de Yuyanapaq en cuanto repertorio y circulación de imágenes, que guarda algunas continuidades con la forma de la muestra, pero que sobre todo constituye otra forma que configura de manera mucho más histórica la relación entre sus receptores y el tiempo. Frente a esta imagen, el receptor se puede concebir dentro de un tiempo histórico largo y aún abierto a los efectos de la acción presente. La imagen de Lentz ha devenido en esta otra imagen, menos como resultado directo de Yuyanapaq como exposición, que como resultado de su forma como repertorio de imágenes puestas en circulación en diversos medios, especialmente de la selección de once fotos que fueron elegidas como icónicas.
Conclusiones
Veinte años después de su inauguración, es provechoso volver a preguntarnos por el rol sociohistórico y político de Yuyanapaq. Ante todo, debe ser entendido desde su contexto de alta politización del tema de la violencia política, y mínimo apoyo estatal al sector cultural en general, contexto que ha marcado la exposición desde su mismo diseño hasta las limitaciones institucionales y de recursos que ha sufrido a lo largo de su trayectoria. Yuyanapaq existe dentro de una lucha entre versiones politizadas de la violencia política, y proteger su continuidad es sinónimo de oponerse al negacionismo y a los usos proselitistas de la manipulación del pasado traumático.
Sin embargo, la complejidad del impacto sociopolítico de Yuyanapaq no puede ser entendida si nos ceñimos a verla como parte de una lucha entre memorias. Interpretarla más bien desde una perspectiva histórico-materialista nos deja apreciar cómo este impacto se desprende de su forma, la que no resulta simplemente de las decisiones de sus organizadores, sino que corresponde a la época histórica y la honda desigualdad de la sociedad en las que fue creada y en las que ha venido siendo gestionada.
Así, he argumentado que, para analizar su rol sociopolítico, conviene distinguir entre dos dimensiones de su forma: una correspondiente a su existencia como una exposición física, y otra correspondiente a un repertorio o archivo virtual de imágenes puestas en circulación en diversos medios impresos y digitales. De esta manera, he mostrado por un lado que Yuyanapaq, en cuanto exposición, configura al pasado de manera que dificulta la conciencia histórica de sus receptores. Más bien, es presentada como una tragedia que debe convocar a un «nosotros» que reúne a la oficialidad estatal con los organizadores de la muestra y las clases sociales acomodadas, a empatizar con sectores sociales (configurados como un «ellos») pobres e históricamente marginalizados en la nación. Hace esto de tal manera que se asocia a esos sectores sociales con el pasado, que permanece fijo e irresuelto en su tragedia, y al «nosotros» receptor con el presente, que finalmente está a cierta distancia irremediable de ese pasado, tal que no parece haber mucho que hacer además de asumir cierta mala conciencia frente a él.
Por otro lado, he mostrado a partir de un ejemplo que, a contracorriente de estos efectos de su forma-museística y, en cambio, tomando su forma como repertorio visual difundido en prensa y medios digitales, Yuyanapaq opera de manera más histórica. Guardando ciertas continuidades con la exposición (como centrarse en la figura de la víctima, y tomar la imagen como símbolo más que como documento), el uso dado a Yuyanapaq como archivo por Portales tiene el efecto de posicionarnos (a un «nosotros» más amplio) de manera más histórica frente a nuestro tiempo y a las relaciones sociales de nuestro contexto. Esto me lleva a subrayar el gran valor que ha tenido Yuyanapaq en cuanto ha creado un reportorio visual de la violencia política, no tanto en cuanto «memoria visual» de la violencia, y no como imágenes fijas con significados únicos como aparecen en la exposición, sino como imágenes reutilizables y reinterpretables desde contextos y luchas cambiantes.
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1. Esto contrasta con la situación de ahora, cuando se ha vuelto a politizar de manera extrema el tema de la violencia política, tanto que ha llevado por ejemplo al cierre temporal del Lugar de la Memoria, Tolerancia e Inclusión Social durante abril de este año (Ojo Público, 2023).
2. El Estado peruano acostumbra destinar al sector cultural significativamente menos que el 1 % del presupuesto nacional anual.
3. Se creó el Ministerio de Cultura peruano recién en julio 2010.
4. El hecho de que respondiera marcadamente a su contexto de producción (la CVR, el 2003, la transición democrática) fue uno de los motivos por los que se frustró el proyecto, en los 2010s, de mudarla a un nuevo edificio, que luego se convertiría en el Lugar de la Memoria, Tolerancia e Inclusión Social. Hubo resistencia no solo de los opositores de la CVR sino de personas encargadas del Lugar que, reconociendo la importancia de la comisión, consideraban que era necesaria una exposición distinta, que reflejara mejor el contexto actual y las finalidades de un museo público de memoria. (Ver Ledgard y Hibbett 2020; Feldman 2021).
5. Natalia Consiglieri, en 2012, abordó la difícil cuestión de cuál es el impacto de la muestra sobre estudiantes, realizando una etnografía de las visitas a la exposición con universitarios. Estos habían asimilado la versión del periodo de violencia que culpa por completo a Sendero Luminoso y ve al Estado como un héroe, minimizando las atrocidades cometidas por este. Halló que la exposición no movía a sus estudiantes de su posición original (69). Quizás este estudio no tuvo suficientemente en cuenta que el efecto de una experiencia cultural en las personas puede ser sutil e inconsciente, y tener una temporalidad diferente a la que se puede medir o estudiar por los medios elegidos. No obstante, nos deja con la válida pregunta de cómo y hasta qué punto la exposición tiene realmente el impacto previsto en sus espectadores. Por otra parte, Portugal (2015) revisó un total de 763 entradas en los cuadernos de visita de la exposición e intentó deducir de ahí el impacto de la muestra, contando por ejemplo que solo 28 tuvieron un acercamiento insensible a las fotos de la muestra. Sin embargo, habría que tomar en cuenta que las personas más motivadas a escribir en el cuaderno serían aquellas personas que se hayan sentido más conmovidas por ella, y que hay mucho menos entradas en los cuadernos que visitantes a la muestra. La pregunta sobre el impacto de la muestra en sus públicos, por tanto, sigue abierta.
6. De hecho, durante la pandemia por el COVID-19, la exposición se cerró al público y recién logró su reapertura en enero 2023, debido a que sus encargados tuvieron dificultades en ser asignados los fondos para hacer el mantenimiento necesario a las instalaciones (Ruiz, 2023). Durante el periodo, sí lograron que se financiara y produjera una versión virtual en 360 grados de la exposición, de muy alta calidad, que está actualmente en línea (Defensoría s.f.a). Sin embargo, resulta revelador que ni la publicación de la visita virtual, ni la reapertura de la exposición luego de un cierre de casi tres años, fuesen publicitados por la Defensoría del Pueblo ni por ninguna otra institución estatal.
7. Este impacto no intencionado de la politización de la memoria de parte de la extrema derecha parece haberse dado, por ejemplo, en el aumento de visitas al Lugar de la Memoria tras su cierre temporal en abril 2023 (Ortega, 2023).
8. La versión impresa, que estaba incluida en la versión de la muestra en el Ministerio de Cultura, se deterioró y fue removida en el 2015 o antes, y nunca fue reemplazada por falta de recursos (Mohanna, 2023).