Presentación

La independencia desde otros centros:

reflexiones tras el bicentenario

de la batalla de Ayacucho

 

 

Cecilia Méndez

 

Las conmemoraciones son oportunidades para la reflexión. Y en un momento de depreciación de la palabra en la esfera política, en que lo que se dice suele guardar escasa relación con lo que se hace (cuando no es exactamente su opuesto) y la ley se manipula al capricho de voluntades individuales pervirtiendo su razón de ser, la reflexión histórica es más urgente aún. El estudio del pasado exige siempre un horizonte, algo necesario para trascender el cortoplacismo y la ausencia de horizontes de futuro que son la marca de la política de estos días, y no solo en el Perú. Hoy la historia no está de moda; no define la identidad nacional como lo hacía hasta hace algunas décadas, pero sigue siendo importante a nivel regional y tendría que ser importante para todos. La historia, en tanto disciplina que se propone encontrar la verdad del pasado, tendría que ser gravitante en los espacios públicos en un tiempo en que la verdad viene siendo destruida cotidianamente al servicio del autoritarismo.

Este número especial de Argumentos responde a la convocatoria abierta «La independencia desde otros centros» que lanzó la revista el año pasado con motivo de los doscientos años de la Batalla de Ayacucho. El número ofrece siete artículos académicos escritos por autores de diversas generaciones, contextos académicos y momentos de su formación, que cumplen con el llamado a reflexionar «desde otros centros». Y no solo desde centros geográficos fuera de Lima, a tono con el creciente interés por las regiones en la historiografía, sino también desde otros «centros» temáticos que no suelen estar necesariamente asociados con el estudio de la independencia, como el de la oratoria en los centros educativos, o desde centros documentales o archivos esparcidos en distintas geografías, desde Parinachochas en el sur de Ayacucho hasta el Archivo General de Indias en Sevilla, pasando por un archivo privado en Puno.

El número está divido en tres secciones. En la primera, «Batallas y memorias» María Luisa Sioux analiza proclamas y juras de la independencia realizadas al compás del paso del Ejército Libertador en el sur del virreinato peruano y la audiencia de Charcas (sur del actual Perú y norte de Bolivia), notando de modo fascinante cómo cuando las poblaciones debían jurar la independencia al paso del Ejército Libertador no era siempre fácil decir por qué entidad se iba a jurar, obligando la guerra a definir la identidad de las diversas circunscripciones, a medida que éstas ganaban terreno al ejército realista. Soux muestra hasta qué punto los jefes militares debían escuchar la «voz de los pueblos»; es decir, estas entidades —provincias y futuros estados nacionales— no estaban necesariamente dadas antes la independencia sino que se fueron definiendo en el fragor de la guerra y en una simbiosis entre militares y población civil. En cuanto a la capitulación de Ayacucho, la lectura minuciosa de Soux revela que aunque el texto estipulaba que el ejército del rey entregaría el Perú al Ejército Libertador, «el Perú» de la capitulación no incluía todo el espacio que nominalmente era el virreinato peruano, sino solo «hasta el Desaguadero», lo que a su vez obliga matizar la condición de rebelde con que la historiografía ha caracterizado al general realista Pedro de Olañeta, que se resistió a rendirse en Charcas después de la firma de la capitulación en Ayacucho. Por su parte, Nelson Pereyra retoma el tema de la misma batalla enfocándose en el sesquicentenario de su conmemoración en Ayacucho durante el gobierno militar de Velasco, en 1974, bastante menos estudiado que las conmemoraciones del sesquicentenario de 1821. Pereyra llama la atención sobre las tensiones que se suscitaron entre el programa de grandes obras del gobierno militar, diseñado «desde arriba», con acuerdos internacionales de por medio, y las demandas de la población local, destacando cómo estudiantes y partidos de izquierda radical Ayacucho, especialmente el PCP-Sendero Luminoso, rechazaron las celebraciones oficiales, no solo por tener fresca en la memoria la represión letal del gobierno militar a las movilizaciones por la gratuidad de la enseñanza en la provincia ayacuchana de Huanta en 1969, sino por su rechazo a algo más sustancial: la concepción nacionalista de la historia y el producto principal de las luchas por la independencia, es decir, el estado-nación criollo con el que no se identificaban. La independencia resultaba intrascendente en su proyecto político.

La segunda sección, «Guerra, recursos, bandos e ideas», ofrece tres aproximaciones diversas a las luchas independentistas entre los años 1814 a 1824 en Arequipa, Ayacucho y Puno respectivamente. Luis Puga pone la mirada en Parinachochas, la provincia más sureña del departamento, para señalar la forma en que intereses materiales generaron fisuras y enfrentamientos dentro en los diversos sectores de la provincia —comerciantes, hacendados y clérigos, población indígena— que llevaron a algunos a militar del lado patriota y a otros del lado realista, desdibujando la imagen de una provincia monolíticamente patriota en la memoria local y, tal vez, nacional. Por su parte, Roberto Ramos sitúa su investigación en una geografía dominada por las fuerzas realistas en el momento en que el ejército del rey atraviesa el partido (hoy provincia) de Azángaro, en el altiplano puneño, en setiembre de 1824, en camino a Ayacucho, donde se libraría la batalla final. Basándose en el archivo personal inédito del subdelegado del partido, Antonio Larrauri, Ramos revela una vasta estructura logística de carácter jerárquico que movilizó una ingente cantidad de recursos en el altiplano para la subsistencia del ejército del rey; en la base estaba el trabajo y la organización comunitaria de los ayllus dirigidos por sus segundas y hilakatas, o autoridades comunales, y en en la cúspide, el subdelegado del partido, una autoridad colonial simultáneamente civil y miliar, entre cuyas funciones estaba el cobro de impuestos. En congruencia con lo estudiado en otras regiones, Ramos nota la aparente pérdida de poder de los caciques, que había jugado un rol tan importante durante la rebelión de Tupac Amaru unas décadas atrás, tanto a favor como en contra del rey, ahora desplazados por autoridades españolas como Larrauri. En contraste, Luis Miguel Glave se aleja de la materialidad de los campos de batalla para desvelar un mundo de ideas y conspiraciones revolucionarias; la compleja urdimbre de la luchas independentista entre los criollos de Arequipa, que unieron fuerzas con los revolucionarios del Cuzco en 1814, abrazando lo que él denomina un «patriotismo romántico», que compartían en parte con la plebe urbana de la ciudad. No estamos frente al idealizado Melgar. Estamos frente a hombres y mujeres comunes, ausentes de los libros de historia, unos con trayectorias más consistentes que otros, pero que en su conjunto representaron una amenaza al statu quo colonial que los persiguió y reprimió duramente. Glave reconstruye meticulosamente este entramado de movilización y conspiraciones a través de documentos previamente no estudiados, del Archivo General de Indias. Y, al igual que Puga busca matizar la fama patriota de Parinacochas, Glave logra matizar convincentemente la fama realista de Arequipa que ha sido especialmente subrayada en estudios de la última década.

En la tercera y última sección, «De la guerra al Estado», Susana Aldana toma como eje la batalla de Junín para abordar (tácitamente) un tema clásico de la sociología política, aunque poco estudiado en Perú, como es la relación entre la guerra y la construcción del Estado; o más específicamente, lo que ella llama el cambio institucional de una sociedad regida por la iglesia a una en la que el ejército adquiere predominio institucional, social, cultural y político. El ensayo resalta también el papel de la sierra central como el centro de un eje comercial y cultural del espacio peruano y más allá, de allí que no fuera casual que se constituyera en sede de la batalla que devendría en la antesala del triunfo de Ayacucho. Su propuesta invita a matizar la idea de Jorge Basadre, para quien las dos instituciones que salieron fortalecidas con las guerras de la independencia fueron la iglesia y el ejército. Aldana señala más bien que la iglesia quedó disminuida a favor del ejército. De ello dan fe, entre otras evidencias, medidas como las que dictó Bolívar decretando la expulsión de órdenes religiosas y el cierre de conventos, en un claro intento por transformar el sistema educativo bajo el molde de una educación secular, golpes de los que la iglesia no se recuperaría sino hasta la década de 1840, marcando un buen tránsito al artículo de Antonio Espinoza, que cierra el número. En su sugerente análisis de una serie de discursos pronunciados por docentes y alumnos en diversos lugares del Perú en las primeras décadas republicanas, desatendidos por la historiografía, Espinoza sugiere cómo la lectura de estos discursos ofreció a sectores anteriormente excluidos de la oratoria una oportunidad de expresarse, no obstante el carácter fuertemente tutelado de estos actos, pues hubo ocasiones en que la gente podía salirse del libreto. Espinoza toma en cuenta las aspiraciones de estos sectores —niños, niñas, algunos de ellos estudiantes indígenas— a quienes no siempre les fue fácil ser reconocidos, ya que «hablar bien» significaba expresare en castellano con las convenciones de lo correcto, en un país en que el la mayoría no tenía como lengua materna el castellano. Espinoza no se inhibe de traer su reflexión al presente, en que el problema de base persiste y salió a flote de modo muy violento cuando un maestro rural de origen campesino fue elegido presidente de la república, siendo su modo de hablar uno de los mayores objetos de escarnio entre opositores políticos y medios. Y es que, volviendo a los inicios de la República, para unos la educación era un medio de ascenso social, para otros era una marca de distinción, una forma de perpetuar las jerarquías sociales racionalizadas.

En su conjunto, los artículos de este número no buscan héroes para mitificar, como lo hizo el nacionalismo oficial de hace algunas décadas, pero tampoco adhieren la idea de una independencia «concedida» que lo refutó, y según la cual los peruanos fueron pasivos espectadores de una independencia que «vino fuera»; una idea tanto más desacreditada cuanto más avanza la investigación. Más bien, y más allá de la diversidad de enfoques y dinámicas regionales, los estudios demuestran que las luchas por la independencia movilizaron política, intelectual y materialmente de manera intensa a vastos sectores de la población a lo largo de un territorio que en ese proceso se fue constituyendo en «el Perú», aunque no todos apostaran por el mismo bando. Sugieren también que el papel protagónico de los ejércitos no anuló «la voz de los pueblos», ya sea en fragor de las juras y proclamas de independencia o en las escuelas. Al mismo tiempo, esta participación se dio dentro de los límites impuestos por una sociedad jerárquica cuya matriz colonial, aunque considerablemente resquebrajada, no se ha terminado de derrumbar 200 años después. Pero estas constataciones, en vez de apesadumbrarnos, podrían ser el motivo para tener o reforzar un ideal; perseverar en las ideas revolucionarias de igualdad ciudadana y soberanía, empezando por nombrarlas como tales, como se hizo en su momento, rememorando tal vez sus textos fundacionales olvidados, como la primera Constitución Política de la República de 1823, cuyos artículos, primero y segundo, dicen a la letra: «Todas las provincias del Perú, reunidas en un solo cuerpo forman la Nación Peruana». Y: «Esta es independiente de la Monarquía Española, y de toda dominación extranjera; y no puede ser patrimonio de ninguna persona ni familia»1 (mayúsculas en el original).

Finalmente, solo me queda agradecer al IEP por la invitación a editar este volumen, a las autoras y los autores que contribuyeron en él, al equipo editor de la revista, y los colegas que fungieron de «lectores anónimos» y contribuyeron a realzar la calidad de los trabajos.


  1. 1. Constitución Política del Perú [Const.]. Art. 1 y 2. 12 de noviembre de 1823 (Perú).