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Tradiciones en conicto:
el Parlamento peruano
y la construcción de la
Ley Universitaria de 1983
Marcos Garfias
Recibido: 14-mar-20
Aprobado: 16-jun-20
doi: 10.46476/ra.vi1.25
Resumen
¿Bajo cuáles premisas y quiénes edicaron la Ley Universitaria Nº 23373 de
1983, que se mantuvo vigente por más de treinta años en el Perú? El presente
artículo responde estas interrogantes y muestra, entre otras cosas, las disputas que
surgieron sobre el papel del Estado en el campo de la educación universitaria.
Como se verá, la edicación de esta ley representó un hito importante en el
proceso de transformaciones que se iniciaron entre 1950 y 1960, las cuales
produjeron el declive de las universidades públicas y el favorable posicionamiento
de las universidades privadas, una tendencia que se consolidó en las siguientes
décadas. Estas disputas involucraron, particularmente, a senadores y diputados,
en un contexto marcado por la solidez de los partidos políticos en términos de
representación. No obstante, el artículo también recoge información sobre el papel
que cumplieron las organizaciones estudiantiles y los sindicatos docentes, con
la intención de mostrar los vínculos entre Parlamento y sociedad. Estos actores
discutieron sobre la autonomía, la gratuidad y la participación estudiantil en el
gobierno universitario, bajo el tamiz de dos tradiciones contrapuestas sobre la
injerencia estatal en estos asuntos.
Palabras clave: legislación universitaria, parlamento, gremios universitarios,
universidad pública, universidad privada, estado, autonomía, Perú, siglo xx.
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Abstract
Under what premises and which actors built 1983’s University Law No. 23373,
that remained in force for more than thirty years in Peru? is article answers
these questions and shows, among other things, the disputes that arose over the
role of the State in the eld of university education. e construction of this law
represented an important milestone in the process of transformations that began
between 1950 and 1960, which produced the decline of public universities and the
favorable positioning of private universities, a trend that was consolidated in the
following decades. ese disputes particularly involved senators and deputies, in
a context marked by the strength of political parties in terms of representation;
but the article also includes the role played by student organizations and teacher
unions, with the intention of showing the links between Parliament and society.
ese actors discussed autonomy, gratuitousness, and student participation in
university government, under the perspectives of two competing traditions on
state interference in these matters.
Keywords: university legislation, parliament, university unions, public university,
private university, state, autonomy, Peru, 20th century.
Resumo
Sob quais premissas e quais atores construíram a Lei Universitária nº 23373 de 1983,
que permaneceu em vigor por mais de trinta anos no Peru? Este artigo responde
a essas perguntas e mostra, entre outras coisas, as disputas que surgiram sobre o
papel do Estado no campo da educação universitária. Como se verá, a construção
dessa lei representou um marco importante no processo de transformações
iniciadas entre 1950 e 1960, que provocou o declínio das universidades públicas
e o posicionamento favorável das universidades privadas, tendência que se
consolidou nas décadas seguintes. Essas disputas envolveram particularmente
senadores e deputados, em um contexto marcado pela força dos partidos políticos
em termos de representação, mas o artigo também inclui o papel desempenhado
pelas organizações estudantis e pelos sindicatos de professores, com a intenção
de mostrar os vínculos entre o Parlamento e a sociedade. Esses atores discutiram
autonomia, gratuidade e participação de estudantes no governo universitário,
sob o crivo de duas tradições concorrentes sobre a interferência do Estado nesses
assuntos.
Palavras-chave: legislação universitária, parlamento, uniões universitárias,
universidade pública, universidade particular, estado, autonomia, Peru, século xx.
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Introducción
En este artículo se dará cuenta del proceso que llevó a la promulgación de la Ley
Universitaria Nº 23373 de 1983, la cual estuvo vigente durante más de tres décadas
antes de ser reemplazada en el 2014. Vamos a concentrarnos en el espacio del debate
parlamentario durante un período regido por el modelo bicameral, presentando
a los protagonistas y las posturas que defendieron, así como las estrategias que
montaron para imponerse a sus contendientes. Al mismo tiempo, veremos cómo
persistió y se ahondó una postura que llevó a establecer diferencias sustanciales
entre las universidades públicas y las privadas. A partir de todo esto, intentaremos
ensayar una aproximación al espíritu de la ley.
Aunque no se ahonda en los años previos, es necesario apuntar que esta norma se
edicó con la intención de distanciarse lo más posible del marco establecido en 1969
por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas que, para muchos de sus
detractores, quebró la autonomía universitaria, eliminó el cogobierno y estableció la
gratuidad condicionada, derrumbando de este modo las columnas de la tradición
universitaria que nació con el movimiento reformista latinoamericano de 1918. Los
militares pretendieron superar la acción desarticulada de las universidades para edicar
un sistema compacto de instituciones de educación superior, que actuaran bajo una
misma dirección con el objetivo de incorporarse a las reformas estructurales que se
iban a promover desde el gobierno revolucionario, y en particular a las políticas de
industrialización. Al instalar la agenda y el poder estatal por encima de las universidades,
los militares también pretendieron frenar la intensa politización de los estudiantes. Las
voces parlamentarias contra estas medidas fueron prácticamente unánimes.
Aquí se asume que, al reconstruir la historia de la Ley Universitaria de 1983, se
está reconstruyendo una parte de la historia del Estado peruano, justo cuando se
formula el componente normativo de una política pública. Se alude especícamente
al espacio parlamentario que, en el caso peruano, alcanzó una mayor proyección
democrática en la segunda mitad del siglo XX. En ese sentido, se hace énfasis en su
naturaleza representativa y en su función legislativa, ya que hasta cierto punto los
diversos sectores que componían la sociedad peruana en los años ochenta, estaban
representados y hacían oír su voz a través de los distintos partidos políticos que
ocuparon un lugar en el Parlamento. Esa naturaleza representativa convirtió a esta
entidad en una especie de bisagra entre el Estado y sus funcionarios con el resto de
la sociedad y sus múltiples actores. De este modo, la dinámica parlamentaria resulta
un escenario privilegiado para entender cómo el devenir del Estado no escapa de
un entramado social mayor, que permanentemente lo interpela y lo condiciona,
o como dice Enrique Bernales: «el Parlamento siendo un órgano del Estado, tiene
al mismo tiempo una naturaleza y composición que lo hacen particularmente
sensible a la situación de la sociedad» (Bernales, 1981, p. 11).
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Al respecto, dentro de los referentes teóricos para adentrarnos en la comprensión
del Estado, partimos de la línea trazada por Philip Abrams, quien ya en los años
sesenta mencionaba que una debilidad común, propia de los modelos conceptuales
sobre el Estado, ha sido su proclividad a la generalización, desatendiendo las
singularidades de los procesos y experiencias históricas en distintas partes del
mundo (Abrams, 2015). Del mismo parecer es Joel Migdal, quien nos alerta
sobre lo engañoso que puede resultar la alta dosis de abstracción teórica, pues al
hacer énfasis solo en los rasgos que mayores generalizaciones pueden soportar,
independientemente del tipo de experiencia histórica de la que se da cuenta,
nalmente dejan de lado los procesos más concretos y cotidianos, como los
mecanismos de toma de decisiones, la heterogeneidad de los actores involucrados,
los intereses y las ideologías que impregnan la postura de la diversidad de esos
actores o la propia dinámica social en la que está inmersa (Migdal, 2011). En
suma, una serie de elementos que requieren de una base empírica que permita
reconstruir con cierto detalle los microcosmos al interior del Estado, y que tienen
en conjunto un poder explicativo mayor sobre el carácter de este.
Migdal denomina a su enfoque de análisis Estado en sociedad, esto en alusión a la
permanente interacción, conicto y resistencia que se establece entre los actores
estatales y sociales. En atención a ello, Migdal sugiere que al analizar el Estado se
debe tener en cuenta que subyace a él, por un lado «la imagen de una organización
dominante coherente en un territorio, que es una representación de las personas
que pertenecen a ese territorio»; y, de otro lado, «las prácticas reales de sus múltiples
partes» (2011, p. 43). Con ello, acercándose a la postura de Oszlak (1978), nos dice
que para no caer en confusiones es necesario diferenciar dos niveles de análisis
del Estado en sociedad: «uno que reconoce la dimensión corporativa y unicada
del Estado —su totalidad— expresada en su imagen; y otro que desmantela esta
totalidad para examinar las prácticas y alianzas reforzadoras y contradictorias de
sus distintas partes» (Migdal, 2011, p. 43). El Parlamento, como una institución
política del Estado y como práctica cotidiana de quienes ocupan ese espacio,
muestra con claridad esta idea de un aparato estatal diverso en su composición
y donde sus componentes están en permanente disputa, como proyección de un
ámbito social mayor, de donde estos provienen.
En el artículo, por razones de espacio, se hace énfasis en la capacidad de presión de
los gremios de estudiantes y docentes universitarios, al momento de la discusión
parlamentaria, porque de acuerdo a la documentación de la época fueron los
actores con mayor capacidad de movilización; pero desde luego no fueron los
únicos. Lo cierto es que, como veremos, aquella fuerza no fue siempre un elemento
determinante al momento de denir la agenda del debate de la Ley Universitaria. Esta
agenda fue más bien delineada e impuesta por actores propiamente parlamentarios
con vínculos directos con algunas universidades, como el senador Ernesto Alayza
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Grundy, quien fue durante décadas docente e importante autoridad de la Ponticia
Universidad Católica, un centro privado; o del diputado Antonio Espinoza, que
por entonces era un reputado profesor de la Universidad de Lima, otra institución
privada. Ambos de la bancada del Partido Popular Cristiano, aliada del partido
de gobierno Acción Popular; una favorable posición que les permitió conducir
y controlar el debate. En el Parlamento de 1980, a diferencia de los anteriores,
senadores y diputados formados en universidades privadas o profesores en estas,
alcanzaron un peso político mayor que sus pares vinculados a las universidades
públicas. Ese hecho también marcará el derrotero de la promulgación de la Ley
Universitaria de 1983.
La importancia de los números: la composición política del
Parlamento
El parlamento peruano, que se instaló en julio de 1980, debía cumplir sus tareas
en un contexto sumamente distinto al de 1968, cuando fue clausurado por el golpe
militar de aquel año. En efecto, en poco más de una década, la sociedad peruana
se había transformado radicalmente al derruirse el viejo orden oligárquico y al
ampliarse como nunca antes las bases de la ciudadanía; así, por ejemplo, desde
1980 se permitió el voto de los analfabetos y la mayoría de edad se redujo a los 18
años (López, 1997). Este proceso vino acompañado de una intensa politización
de la sociedad que convirtió a los sindicatos, las organizaciones campesinas, las
asociaciones vecinales, las federaciones de estudiantes, etcétera, en interlocutores
con cierto peso político dado su poder de movilización, que no podían ser evadidos
fácilmente por los parlamentarios (Bernales, 1991). Además, estas fuerzas tuvieron
cierto nivel de denición en la organización y las posturas de los partidos políticos
que se disputaron el control del Parlamento (Lynch, 1999).
En el aspecto institucional, de acuerdo a la Constitución de 1979, el Parlamento
mantuvo su tradicional composición bicameral: la Cámara de Diputados y el
Senado. La diferencia entre unos y otros radicaba en el nivel de representatividad.
Los diputados eran elegidos bajo el sistema de distrito múltiple, por lo tanto su nivel
de representación se circunscribía a una jurisdicción territorial bien delimitada;
en tanto, los senadores eran elegidos por el total de electores del país, de este modo
su nivel de representación era nacional (Bernales, 1981). En términos de labor
parlamentaria, sus integrantes debían reunirse anualmente en dos legislaturas
ordinarias, intercaladas entre dos recesos parlamentarios: el de enero a marzo, y el
de junio y julio (Constitución Política del Perú, 1979, Artículos 191° y 192°.).
De otro lado, en lo que se reere a la tarea especícamente legislativa, la Constitución
le concedía a ambas cámaras las mismas atribuciones, así como el mismo peso en
cuanto al valor de sus iniciativas legales; pero para que estas iniciativas se conviertan
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en leyes promulgadas debían ser aprobadas en las dos. Este requisito, además de ser
objeto de un protocolo institucional, implicaba el desarrollo de una permanente
negociación de ida y vuelta entre senadores y diputados, en búsqueda de consensos
para obtener los votos sucientes en sus cámaras. Respecto al protocolo legislativo,
la norma indicaba que la Cámara donde se formulaba la iniciativa de ley pasaba
a denominarse Cámara de origen, si en esta se aprobaba la iniciativa, el proyecto
pasaba a la otra Cámara para su revisión, de ahí que esta pasara a denominarse
Cámara revisora. Si en esta última se modicaba el proyecto, este retornaba a la
Cámara de origen para que ahí se exprese la conformidad con las modicaciones,
pero también existía la posibilidad de que no se aceptaran tales modicaciones
y se insistiera en el proyecto original, una facultad que se lograba con el voto
favorable de los dos tercios de parlamentarios que componían la Cámara de origen
(Constitución Política del Perú, 1979. Artículos 191° y 192°). Las estadísticas que
reconstruye Bernales para la actividad parlamentaria de esta época, señalan que
primó la insistencia, convirtiendo la dinámica legislativa en una continua vuelta a
fojas cero. Esto explica por qué el sistema bicameral de este período se caracterizó
por su enorme lentitud.
Lo cierto es que las actividades parlamentarias adolecieron además de muchas
dicultades. Doce años de régimen militar revolucionario y otras tantas
interrupciones a la precaria democracia peruana a lo largo del siglo XX, no
permitieron que se desarrollara una uida actividad legislativa. «Lo que primó
—dice Bernales— fue una falta de hábitos parlamentarios y un desentendimiento
de lo que es el Parlamento en las democracias modernas» (Bernales, 1990, p. 19).
A eso se sumaron limitaciones más prosaicas, pero que los propios parlamentarios
juzgaron como limitantes de su desempeño, entre las que se contaban las
instalaciones inadecuadas, la escasez de personal de apoyo especializado en las
tareas legislativas, y una vieja burocracia poco proclive a la colaboración. El
resultado, dice el mismo Bernales, era «la lentitud, la pérdida de documentos,
la demora de los proyectos en las comisiones, la falta de información adecuada,
pida y centralizada, la tediosa y excesiva oralidad de los debates» (1990, p. 20).
No obstante, más allá de las limitaciones materiales y de los tediosos formalismos
institucionales, lo que primó en la promulgación de las leyes para tener éxito, fue
el tipo de correlación de fuerzas dentro del propio Parlamento y el juego político
que en función de ello se entabló. A esto se sumó el alto nivel de interacción que
alcanzaron los partidos políticos presentes en el Parlamento, con los numerosos
sectores organizados de una sociedad, relativamente politizada como la peruana de
comienzos de los años ochenta. En ese sentido, cualquier ley, desde el momento
de su formulación, estaba marcada por un innegable sello político, a causa de la
naturaleza de su contenido, por los objetivos que intentaba alcanzar y los sectores
que pretendía beneciar. «La elaboración de una ley —dice Bernales— nada tiene
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de técnico, pues es en esencia político» (1981, p. 22). Pero esa naturaleza solo se
hacía evidente cuando las iniciativas legislativas llegaban a las sesiones de debate de
las comisiones especializadas y nalmente a las del pleno. El debate parlamentario
entonces era «cotejo de posiciones, juego de proposiciones alternativas, aceptación o
rechazo a un proyecto de ley en razón de los propósitos, objetivos y benecios que a
través de él obtiene o no algún sector social. Y, por lo tanto, era la política expresada
a través de los partidos con representación en el Parlamento» (Bernales, 1990, p. 22).
La naturaleza política del debate parlamentario en su tarea legislativa, determinó
que el número de senadores y diputados que los partidos políticos tenían en el
Parlamento fuera un elemento central. Las cifras determinaban, en gran medida,
la fuerza de las bancadas ocialistas y las de oposición para lograr imponer sus
iniciativas, pero además empujaban a la conformación de alianzas coyunturales o
programáticas que, a través de los votos, por ejemplo, permitían imponer cierto
cariz a las políticas de Estado.
El Parlamento peruano, durante el gobierno de Belaunde, se compuso de 60
senadores y 180 diputados, al igual que el Parlamento que funcionó entre 1963 y
1968. Lo que cambió fue su composición política. Los resultados de las elecciones
generales de 1980, además de otorgarle la presidencia al partido Acción Popular
(AP), también le otorgó la mayoría plena en la Cámara de Diputados, con un total
de 98 parlamentarios de 180. Le siguió en segundo lugar la bancada aprista con 58
parlamentarios y luego el Partido Popular Cristiano (PPC) con 10. Las 23 curules
restantes fueron repartidas entre ocho agrupaciones de diferentes tendencias
izquierdistas. Algo parecido sucedió en la Cámara de Senadores, aunque aquí
Acción Popular solo alcanzó la mayoría relativa con 26 parlamentarios de un total
de 60, seguido por los apristas que lograron ocupar 18 curules, en tanto que los
pepecistas se hicieron de 6; y cinco agrupaciones de izquierda consiguieron las
restantes 10 plazas (Tuesta, 2001).
La correlación de fuerza signicó la composición de una mayoría formada por AP
y el PPC, que en conjunto sumaron 108 diputados, que representaba alrededor
del 60% de la votación. En tanto que en el Senado sumaron 32 parlamentarios,
que signicó el 55%, del total. La principal fuerza de oposición fue el APRA que
con sus 58 diputados alcanzó a sumar el 26 % de la votación en la Cámara Baja,
y sus 18 parlamentarios representaron el 28 % de la votación en el Senado. Los
partidos de izquierda también se ubicaron en la oposición, aunque en términos de
votación no tenían gran fuerza. La izquierda en conjunto solo tuvo 14 diputados,
menos del 10% de votos de la Cámara Baja; mientras que, en el Senado, con 10
parlamentarios, el peso de sus votos alcanzó el 18% (Tuesta, 2001).
Esta composición política de mayorías y minorías, de ocialismo y oposición,
denió a lo largo de cinco años «la direccionalidad de la acción legislativa, el
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tipo de relaciones que se establecieron en el gobierno, la forma cómo se ejerció el
control político y las demandas sociales a las que se les dio atención preferente»
(Bernales, 1990, p. 35). Bernales, protagonista y al mismo tiempo estudioso del
funcionamiento del Parlamento, dice que la mayoría, conformada por AP y el
PPC, controló absolutamente este poder del Estado, sin la menor consideración
a los grupos de oposición, a los cuales no se les concedió un lugar en la Comisión
Directiva de las Cámaras donde se diseñaba la agenda del trabajo parlamentario,
también se les mezquinaba con frecuencia la dirección de alguna comisión legislativa
o de investigación, y sus iniciativas legales por lo general eran permanentemente
postergadas o dejadas de lado. En tanto que, en los debates de las sesiones plenarias,
la voz de la oposición, más allá del valor de la sensatez de sus argumentos, era
acallado por el peso de la votación, un acto coloquialmente denominado carpetazo.
Así fue usual que las únicas iniciativas legales que culminaban con éxito fueran las
formuladas por la mayoría ocialista, en tanto que la tarea de control político se
quedó estancada en el plano protocolar (Bernales, 1990).
La agenda de los actores universitarios movilizados
En 1983, cuando se debatió la última etapa del proyecto de Ley Universitaria, se
inició el ciclo más álgido de movilizaciones, huelgas y otra serie de acciones de
protesta que sufrió el gobierno de Belaunde. Los diversos sindicatos de trabajadores
mineros fueron especialmente combativos, algunos llegaron en marchas de protesta
hasta la capital y se quedaron en ella durante meses.
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Los gremios universitarios
también estuvieron en pie de lucha durante aquel año. La Federación Nacional
de Docentes Universitarios del Perú, la FENDUP; y los trabajadores no docentes
de la Federación Nacional de Trabajadores Universitarios del Perú, la FENTUP,
decidieron coordinar sus acciones de protesta, a los cuales se les sumó después
la Federación de Estudiantes del Perú, la FEP, como una muestra de apoyo a sus
luchas. Los primeros en declararse en huelga y movilizarse fueron los docentes,
quienes luego de haber esperado al menos tres meses para negociar sus pliegos
únicos con las propias autoridades universitarias en cada rincón del país y luego
también con los ministros de Educación y Economía, decidieron nalmente iniciar
una huelga indenida el primero de junio de 1983.
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Por esa misma fecha se había
iniciado el debate del proyecto de ley universitaria en la Cámara de Senadores, por
lo cual esta fue incluida en la agenda de lucha de los docentes.
Al igual que los mineros, los profesores de educación básica, policías y médicos, así
como los docentes universitarios iniciaron su lucha bajo la bandera de mejoras en
1. «Mineros. Epopeya contra el olvido». En: La República, 14 de octubre de 1983.
2. «FENDUP – FENTUP – FEP. Por rentas, solución de pliegos de reclamos, libertad de estudiantes,
docentes y trabajadores, contra la ley universitaria antidemocrática y elitista». En: Diario Marka, 12
de abril de 1983.
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sus salarios. De acuerdo con sus cálculos, en poco más de una década su valor ca
estrepitosamente, pasando, en el caso de los profesores principales, de alrededor
de mil dólares a unos trecientos dólares mensuales entre 1972 y 1982.
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Entre ellos,
los más combativos fueron los docentes de los rangos más bajos: los auxiliares y
los profesores contratados, cuyos salarios eran mucho menores y en algunos casos
ni siquiera representaban la mitad que lo que ganaban los docentes principales,
que dada la elevada alza en los precios de la canasta familiar convirtieron el valor
de esos salarios en polvo, una angustia que llevó a poner en marcha acciones de
lucha. Pablo Macera, docente sanmarquino, por entonces el historiador peruano
de mayor fama y prestigio asiduamente consultado por la prensa para pronunciarse
sobre todo tipo de temas, se le ocurrió en una muestra irreverente de su malestar,
mandar una carta pública que fue reproducida en algunos diarios, en la que le
pedía al gobierno ser incorporado a la institución policial con el modesto rango
de subocial de segunda, pues hechos sus cálculos «estos tenían un salario más
elevado que cualquier docentes principal, con más de veinte años de servicio en la
universidad.»
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Macera, por supuesto, deslizó en su carta y en las declaraciones que acompañaron a
esta y a otras que le continuaron en los siguientes días, una cruda denuncia sobre la
forma en que «el gobierno accio-pepecista había engañado a la población», pues la
promesa de convertir a ese periodo presidencial en el llamado quinquenio educativo,
signicó, por el contrario, un descuido sin precedentes de la educación pública, al
menos desde el plano presupuestal. El malestar de Macera no respondía solo a su
pública antipatía por el gobierno sino también a cosas más concretas. Aquel año, por
ejemplo, debido a las medidas de austeridad del gasto scal, las asignaciones a las
universidades públicas se vieron afectadas, con lo cual a la posibilidad de congelar
nuevamente el salario de docentes y trabajadores, le acompañó drásticos recortes
de alrededor de 50% en los servicios de alimentación, vivienda y transporte que
recibían los estudiantes de bajos recursos. El reputado historiador sugirió entonces
que, si bien la austeridad era una medida para controlar la crisis económica, era
producto además del modelo neoliberal adoptado por los ministros de economía
que seguían los lineamientos del Fondo Monetario Internacional. Del mismo
parecer fueron los dirigentes de las federaciones de docentes y trabajadores de la
universidad peruana, quienes acusaban a los ministros Ulloa y Rodríguez de ser
agentes asalariados del imperialismo norteamericano y de sus redes nancieras.
Para estos, el mentado modelo neoliberal que había puesto en marcha el gobierno,
representaba el retorno al pasado, a una forma de redistribuir la riqueza que
beneciaba principalmente a la patronal de los empresarios y que obligaba al país a
3. «Los docentes universitarios». En: La República, 15 de diciembre de 1982.
4. «Historiador Macera pide integrar el cuerpo de policía». En Diario Marka, domingo 19 de junio de
1983.
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cumplir con los pagos de la deuda externa que favorecía a bancos internacionales.
Pensaban además que aquel modelo económico era una imposición política, con
implicancias igualmente políticas, pues las reformas económicas golpeaban a los
sectores trabajadores y golpeaban con ello su capacidad organizativa.
5
En las declaraciones de los dirigentes de estas federaciones, así como en sus acciones
de lucha gremial, subyacían posturas políticas de claro tinte antigobiernista que se
evidenciaban, por ejemplo, al momento de denir y denominar al régimen como
de derecha reaccionaria, antinacionalista y proyanqui.
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Esta lógica era producto
de la tradición política de izquierda que hegemonizó la organización docente
y estudiantil universitaria desde nes de los años sesenta, y que sobrevivió a
los intentos que el régimen militar hizo por desarticularlo y expectorarlo de la
universidad pública. Parte de aquella tradición consistió en priorizar el resguardo
del espacio universitario como campo estratégico para fortalecer la organización
de los gremios universitarios, dentro de un ámbito de lucha política mayor, en el
cual participaron junto con trabajadores y campesinos.
7
Así, durante esas décadas
la agenda propiamente política se impuso a otras agendas como la mejora del
desempeño académico y de la investigación (Degregori, 1990). De alguna forma,
las mismas protestas por reivindicaciones tan concretas como el aumento de
salarios y mayores asignaciones para los servicios de alimentación y de vivienda
estudiantil, respondieron a la lógica del fortalecimiento político de la militancia
universitaria o, si se quiere, era una lucha por evitar el debilitamiento de las fuerzas
políticas universitarias al descalabrarse sus bases estrictamente materiales.
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Proyectos parlamentarios en disputa: Estado, universidad y
autonomía
La cronología del debate que culminó con la promulgación de la Ley Universitaria
el 8 de diciembre de 1983, da cuenta de un proceso que tomó casi dos años. El
punto de partida se ubica entre los meses de enero y junio de 1982, cuando se
debatió y aprobó el proyecto original en la Cámara de Diputados. Este proyecto
pasó luego al Senado, donde jamás fue puesto a consideración de las bancadas.
Los senadores optaron por discutir un proyecto formulado en su Comisión de
Educación, presidido por el pepecista Ernesto Alayza Grundy, quien lideró la
iniciativa y mantuvo el control de ella desde su formulación hasta el debate, tras el
cual se aprobó en el pleno de su Cámara entre junio y noviembre de 1982. Alayza,
5. Véase, «Federación Nacional de Docentes Universitarios del Perú. FENDUP. Exigimos soluciones
concretas. La huelga continua». En Diario Marka, 13 de junio de 1983.
6. «FUSM. A la opinion pública. Apoyo locha FENTUP y FEDUP. Contra engreimiento de universida-
des privadas y gobierno proyanqui». En: Diario Marka, 18 de junio de 1983.
7. Testimonio de Rolando Breña Pantoja.
8. Testimonio de César Coronel.
91
antiguo militante de la Democracia Cristiana y después fundador del PPC, había
sido además profesor de la universidad Católica y durante décadas secretario
general de esta, uno de los cargos administrativos de mayor rango, así como
consejero de varios de sus rectores.
Después, al pasar este proyecto de los senadores a la Cámara de Diputados para
su revisión y debate en noviembre de 1982, sus integrantes formularon numerosas
observaciones, entre las cuales destacaba la ausencia de medidas claras que
favorecieran a las universidades públicas, como la posibilidad de obtener un
mayor presupuesto, o el condicionamiento de la gratuidad que afectaría a un sector
importante de estudiantes. También, de acuerdo con los diputados, el proyecto del
Senado tenía un sesgo que favorecía a las universidades privadas pues, entre otras
cosas, permitiría a los dueños y promotores de estas intervenir directamente en
sus órganos de gobierno. Frente a eso, los diputados optaron por desestimar la
propuesta del Senado e insistir en su proyecto original. Esto, según el protocolo
parlamentario, generó un impase. Los senadores tenían solo dos opciones: o
admitían la insistencia de los diputados y por lo tanto el proyecto original de estos
se convertiría en ley; o insistían en su propio proyecto para lo cual requerían al
menos dos tercios de los votos de su Cámara, lo que generaría traer a foja cero todo
el debate de ambas cámaras. El fastidio de volver a formular desde el comienzo
un nuevo proyecto, generó una tensión entre los senadores y por lo tanto Alayza
Grundy temió que de votarse en diciembre la insistencia en la Cámara Alta, no
lograría reunir los dos tercios necesarios.
De este modo, en el verano de 1983, entre los meses de enero y marzo, se entab
una serie de conversaciones entre algunos senadores y diputados pepecistas
liderados por el propio Alayza Grundy y sus pares del partido aprista, conducidos
por el senador Luis Alberto Sánchez, uno de sus líderes históricos todavía vivos,
rector en tres ocasiones de la universidad de San Marcos y uno de los promotores
del célebre movimiento de reforma universitaria de 1919. El objetivo era impedir
que el proyecto de los diputados se convirtiera en ley. Para ello, ganaron tiempo
durante estos meses a la espera de que el ambiente se calmara, para luego comenzar
a reunir los dos tercios de los votos necesarios para insistir en el proyecto del
Senado, con lo cual quedarían anulados los proyectos de ambas cámaras. En
segundo lugar, en ese ínterin, igualmente con el respaldo del senador Sánchez,
procedieron a confeccionar un nuevo proyecto que se pondría a debate una vez
que triunfara la insistencia en el Senado, como en efecto sucedió en abril de 1983.
Para cuando la insistencia en el Senado procedió y se anularon los proyectos de
ambas Cámaras, la nueva propuesta estaba prácticamente elaborada. Esta recogía
muchas de las medidas del proyecto original de los diputados, pero rearmando,
en algunos capítulos, excepciones para las universidades privadas, como la plena
autonomía de estas para denir la composición de sus órganos de gobierno y en
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especíco, el porcentaje que le correspondía a los representantes estudiantiles, que
para el caso de las universidades públicas obligatoriamente signicaba un tercio. El
senador Alayza Grundy procedió rápidamente para que, con la ayuda de Sánchez,
el tercer proyecto fuera aprobado en la Comisión de Educación y luego en el pleno
de esa Cámara de Senadores, tal y como sucedió en mayo de 1983. Ese mismo mes,
el proyecto se trasladó a la Cámara de Diputados para su revisión. Vale detenerse
con en esta última etapa.
El lamento de la bancada de Acción Popular fue la nota que marcó el debate nal
de la Ley Universitaria en la Cámara de Diputados, en la noche del 20 de setiembre
de 1983, cuatro meses después de haber recibido el tercer proyecto aprobado por
el Senado en mayo. Aquel lamento, pese a que la postura acciopopulista salió
airosa en la votación, se debió a que los diputados apristas no los acompañaron
hasta el nal en la defensa del proyecto que se había construido de manera
consensual con ellos, y decidieran votar en contra. En efecto, ya desde antes
de llegar al debate en el pleno, los diputados apristas habían mostrado su total
inconformidad con el dictamen que se elaboró en la Comisión de Universidad
sobre el proyecto que el Senado envió para su revisión. En aquel dictamen,
rmado por la mayoría de los miembros accio-pepecistas, la Comisión presidida
por Antonio Espinoza, por entonces un respetado profesor de la Universidad de
Lima, hacía suya el proyecto de los senadores con algunas reservas menores y
recomendaban su pronta aprobación. Las razones de esta opinión se basaban en
que ese tercer proyecto había sido ampliamente revisado y se habían corregido
los defectos más graves y las medidas anticonstitucionales que aparecían en los
proyectos originales y también porque «ha sido objeto de un mesurado trabajo
en su elaboración por parte de un grupo diverso de representantes, responde
cabalmente a los requerimientos de las universidades peruanas, tanto públicas
como privadas y recoge además los conceptos e instituciones medulares del
proyecto anterior aprobado en Diputados».
9
Los apristas no compartieron aquel punto de vista y elaboraron un dictamen en
minoría. En él reclamaban que el espíritu de la nueva ley debía contemplar «las
aspiraciones logradas a través de una lucha permanente por consagrar los principios
institucionales de la Reforma Universitaria, y hacer que nuestras casas de estudio
superior se identiquen en un compromiso con el cambio y el desarrollo económico
y social».
10
Para ellos, nada de eso se desprendía del proyecto llegado del Senado,
por el contrario, este mantenía «algunas medidas violatorias de la Constitución del
Estado que desprotegían a la universidad pública. Sobre esa postura observaron
en total nueve artículos que en su mayor parte problematizaban el ejercicio de
9. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 31, Folder n° 253, 20 de setiembre de1983, foja 45.
10. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS - Caja n° 31, Folder n° 252, 15 de setiembre de1983, s/f.
93
la autonomía universitaria».
11
Entre estos se encontraba el polémico artículo 41°
que para ellos arremetía contra la libertad académica y la composición de los
organismos de gobierno en las universidades, además de que establecía diferencias
entre universidades públicas y privadas.
Los diputados apristas lograron que el proyecto de ley fuera modicado en varios
puntos, entre ellos el de la organización académica de la universidad, que quedó
asentada sobre las Facultades, dejando relegados, a un nivel subalterno, a los
departamentos, un aspecto que el proyecto del Senado contemplaba de manera
confusa. También consiguieron que las atribuciones que se le habían entregado al
Consejo Interuniversitario se restringieran a un papel de mera coordinación y lo
convirtieron en una instancia de la Asamblea Nacional de Rectores, una entidad
creada para reemplazar al Consejo Nacional de la Universidad Peruana, que a lo
largo de la década de 1970 había ejercido una serie de poderes que rebasaron la
autonomía universitaria.
En otros puntos, la oposición aprista, a veces secundada por diputados de la
izquierda, fue derrotada y prevalecieron los artículos venidos del Senado, como el
que refería a la gratuidad de la enseñanza universitaria que mantuvo su carácter
condicional. Reacciones agitadas también precedieron la votación sobre el capítulo
económico, pues pese al persistente pedido de los apristas de hacer prevalecer una
asignación no menor del 6% del presupuesto nacional para la universidad pública,
sin el cual la creciente crisis de esta institución, producto de su pobreza no tendría
n, los diputados accio-pepecistas no cedieron y con sus votos mantuvieron el
articulado original que no establecía porcentaje alguno, pero sí señalaba que el
presupuesto universitario nunca podía ser menor al del año anterior.
Los debates más intensos se concentraron en los artículos que señalaban la
incorporación de las entidades fundadoras al gobierno de las universidades
privadas y la libertad de estas últimas para denir la composición de sus órganos
de gobierno. Los diputados apristas enlaron sus argumentos para arremeter
contra el contenido de estos artículos, por ser considerados inconstitucionales
y por consolidar el carácter privatista de la ley. Si esta se consagraba, decía el
diputado Carranza, «no habrá participación en la universidad privada, serán
universidades de una élite, universidades de privilegio, universidades que no
quiso la Constitución».
12
Para el diputado Aldo Estrada «la ley no puede hacer
excepciones, y en estas universidades privadas deben regir también las mismas
normas que cobran vigencia en las universidades públicas respecto a la participación
de docentes y estudiantes».
13
11. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS - Caja n° 31, Folder n° 252, 15 de setiembre de1983, s/f.
12. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 28, Folder n° 211, 29 de mayo de 1983, foja 371.
13. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 28, Folder n° 211, 29 de mayo de 1983, foja 333.
94
Para los apristas, la ley debía respetar el mandato constitucional, que si bien
reconocía la autonomía para que las universidades puedan organizarse, lo hacía
sobre el fundamento jurídico de que se mantengan dentro de los márgenes de
ese mandato y «sin que exista una discriminación entre públicas y privadas».
14
El
proyecto de los senadores negaba ese principio, pues se salía del marco general y
facultaba únicamente a las universidades privadas a determinar con plena libertad
la proporción de docentes, graduados y estudiantes en sus órganos de gobierno.
El argumento de Carranza fue rebatido por el diputado Enrique Chirinos. Este
privilegió el principio de la autonomía reconocida en la Constitución y resaltó
la existencia de universidades privadas muy buenas por su calidad y orden, por
lo que «nada debería contener la ley universitaria que la perjudique».
15
Decía
también que a él «no le asusta que, en este aspecto, me digan privatista, porque
si hay universidades privadas buenas, nada debemos hacer para deteriorarlas».
16
Chirinos reconocía, por su experiencia de dirigente estudiantil, la importancia del
cogobierno y del tercio «que, en mi época al menos, se requería frente a las argollas
de los catedráticos que hacían en la universidad lo que les venía en gana».
17
Pero
aquella gura valía ante todo como un principio de la tradición universitaria
peruana, sin embargo no tenía por qué funcionar en los mismos términos en la
universidad pública y en la privada. Para él «la forma de aplicar ese principio debe
dejarse a los estatutos de cada universidad, en reconocimiento de su autonomía
que la Constitución consagra».
18
Para él, daba igual si era un tercio o un quinto, lo
fundamental era respetar el principio del cogobierno y el principio constitucional
de la autonomía.
El mismo diputado Chirinos defendió luego la participación de las entidades
fundadoras en el gobierno de las universidades privadas. Tejía su propuesta
sobre el incuestionable hecho de que cómo nunca la Constitución reconocía «tan
claramente su respeto a la enseñanza privada».
19
Para él, en materia educativa, la
sociedad se anteponía al Estado, en ese sentido el primer derecho sobre la educación
lo tiene el padre de familia, quien goza de libertad de elección sobre el tipo, el
lugar y las condiciones que enmarcarían la educación de sus hijos.
20
Por lo tanto,
«el derecho del Estado es supletorio».
21
Humberto Carranza replicó. En efecto,
el aprista reconocía que la educación privada fue consagrada por la Asamblea
14. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 9.
15. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 31.
16. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 31.
17. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 31.
18. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, fojas 31 – 35.
19. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, fojas 48 y 49.
20. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, fojas 48 y 49.
21. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, fojas 48 y 49.
95
Constituyente de 1979, así como el reconocimiento de la familia como la célula
fundamental de la sociedad. Sin embargo, le reclamaba a sus oponentes olvidar
que «la Constitución es un todo, es integral y los artículos unos con otros tienen
relación».
22
Entonces cuando se declara que la familia es la célula fundamental
«nadie lo discute, tampoco el reconocimiento de la educación privada dentro de
los parámetros de la ley».
23
El problema es que al hacer énfasis en estos puntos se
deja de lado otros, igual de fundamentales, como el artículo 24° constitucional que
dice: «Corresponde al Estado formular planes y programas, dirigir y supervisar la
educación con el n de asegurar su calidad y eciencia».
24
Así, para él, una lectura
más atenta de la Constitución solo puede concluir en el rol fundamental que
cumple el Estado en la educación.
Dos perspectivas de Estado emergen del debate, concluye el diputado Carranza.
El Estado capitalista que deende el doctor Chirinos «al colocar la tarea educativa
fundamentalmente en ámbito social, dejándola librada a la manipulación y
aprovechamiento de los más fuertes».
25
Para Carranza, ese es el rasgo del Estado
capitalista, el mismo que genera «tantas injusticias, tantos privilegios, tanta
miseria, tanta discriminación». Este hecho de fondo explica, para él, por qué en
el Perú «las universidades privadas son para los ricos y los pobres tienen que ir a
una universidad pública». Frente a ello, los apristas «queremos formar un Estado
de Social Democracia»,
26
en el que el «Estado tiene participación fundamental
en la dirección de la educación, y por eso su defensa de la educación pública es
permanente».
27
Entendía, en ese sentido, que debido al carácter del gobierno
accio-pepecista, cualquier planteamiento que busque imponer la educación
pública, extendiéndola y mejorándola, no sería tomado en cuenta, pero «los
apristas —enfatizaba— lo conseguiremos no ahora, en el futuro sí, para bien de
los miles y millones de hijos del pueblo que no pueden acceder a la universidad».
28
No hay tal Estado capitalista, le contestó el diputado Antonio Espinoza, menos
cuando la Constitución arma «que estamos en un Estado al servicio del hombre»,
cuando también dice que «la propiedad tiene un servicio social fundamental
que cumplir», y que «la Econoa Social de Mercado es el principio básico en
cuanto al orden económico». Desde su perspectiva, el orden legal que impone
la Constitución peruana de 1979 no corresponde al «liberalismo capitalista del
22. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 50.
23. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 50.
24. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 50.
25. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 51.
26. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 51.
27. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 51.
28. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 51.
96
siglo pasado». La explicación de ello, le recuerda a los apristas, se encuentra en el
consenso de «valores de la Social Democracia del APRA con el Social Cristianismo
del Partido Popular Cristiano que los circunstanciales oponentes alcanzaron en
la Asamblea Constituyente». Le tocaba entonces a los socialistas democráticos,
apristas y pepecistas, defender «una sociedad en la cual todo hombre pueda
desarrollar su personalidad en libertad», y sobre ese base «cooperar a la formación
de una sociedad en la que todos gocen de los mismo derechos».
29
Aspiro, dice el
diputado Espinoza, a que:
Social demócratas y Social cristianos nos entendamos en lo fundamental, y los
principios de libertad de enseñanza, de libertad de creación cultural, de libertad
universitaria, los armemos juntos. Porque, aquí, de eso se trata, que la libertad
de enseñanza en la universidad tenga el sólido apoyo y respaldo de la mayoría
democrática de la representación nacional.
30
Los apristas mantuvieron su posición frente a lo que consideraban un atentado
contra la universidad pública, y las consecuencias que esto acarrearía para los
sectores populares de la sociedad. Los diputados del ocialismo, por su parte,
insistieron en armar que la norma no pretendía favorecer a las universidades
privadas sino lograr la práctica plena de la autonomía. El diputado acciopopulista,
Amador Amico, negaba tajantemente que el progreso de las universidades pueda
alcanzarse por la vía de la uniformización, forzándolas a «entrar en un sistema en el
que se les ordene cómo deben organizarse, cómo deben gobernarse», maltratando
con ello el principio de la autonomía universitaria. Para él, la historia reciente
ofrecía ejemplos ilustres que demuestran que las «universidades que más se han
destacado en el mundo son las que han gozado de mayor autonomía, las que se
han dado a sí mismas los sistemas y tareas que han juzgado más convenientes».
Aquel sistema uniformizante, le recordaba al pleno que ya fue practicado en el
Perú por la dictadura militar y todos la recuerdan por «la tragedia que le signicó
a la universidad».
31
El debate del pleno de la Cámara de diputados no cambió de tono. La intervención
nal estuvo a cargo del pepecistas Antonio Espinoza, quien argumentó que si
bien la Constitución reconoce la diferencia de la procedencia jurídica que tienen
universidades públicas y privadas, ella consagra los mismos derechos para ambas:
«El derecho de formar profesionales, el derecho de conferir grados y títulos,
el derecho de investigar, y el derecho básico de auto-regirse».
32
Y los mismos
deberes: «se integran por profesores, alumnos y graduados; tienen Facultades
29. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, fojas 80 y 81.
30. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 233, 29 de agosto de 1983, foja 84.
31. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 238, 31 de agosto de 1983 foja, 21.
32. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 238, 31 de agosto de 1983, 102 y 103.
97
como unidades básicas docentes».
33
Vetaba además el lucro en las universidades
privadas «porque estimamos que esa es una verdadera prostitución de una causa
noble».
34
En suma, la Constitución y el proyecto de ley universitaria daban cuenta
de que «esta es una nación en que se vincula lo más fundamental de nuestra
concepción pedagógica a la libertad de enseñanza».
35
Sobre esos fundamentos
raticó el concepto fundamental del artículo 41° en nombre de su bancada y de
sus poderosos aliados de Acción Popular, para luego, gracias al voto mayoritario
del ocialismo, consagrar una nueva ley universitaria.
A modo de conclusiones: tradiciones en conicto
La construcción de la Ley Universitaria que se promulgó en 1983 no escapó al
campo de la disputa y el consenso propio de la práctica parlamentaria. Tales
disputas se extendieron al ámbito social, donde fuerzas ajenas al Parlamento,
como los gremios de estudiantes y docentes universitarios, trataron de insertar
con relativo éxito sus demandas en el espíritu de la nueva ley. Sin embargo, más
allá de su real capacidad de inuencia, la potencial movilización de estos también
fue utilizada como estrategia para intentar imponer los argumentos de un sector
de los parlamentarios, y en especial de los diputados apristas y los senadores
de izquierda, aunque con erráticos resultados. Por el contrario, como se vio,
fueron algunos actores parlamentarios quienes lograron imponer la agenda del
debate. En particular, fue determinante la gura del senador Alayza Grundi del
PPC y del diputado Antonio Espinoza, también pepecista. Ambos ligados a dos
de las universidades privadas más importantes de la época, como muchos otros
parlamentarios ocialistas, un vínculo que fue más determinante en el sentido que
se le otorgó a la Ley Universitaria.
Por otro lado, si bien el peso de los argumentos en el marco del debate log,
en algunas ocasiones, imponerse en la denición del sentido de los artículos del
proyecto, predominó nalmente la lógica del voto partidario y de las alianzas
permanentes o circunstanciales que se hicieron para incrementar el número de
esos votos. Esto explica la sostenida derrota de las posiciones de izquierda en el
Senado y del aprismo en la Cámara de Diputados. Del mismo modo, permite
armar que la Ley Universitaria de 1983, aunque no nació como una iniciativa de la
alianza ocialista de Acción Popular y el Partido Popular Cristiano, fue nalmente
delineada en su mayor parte por las posturas e intereses de los parlamentarios de
estas bancadas, bajo el marcado liderazgo del pepecista Ernesto Alayza Grundy
en el Senado y, en menor magnitud, del también pepecista Antonio Espinoza en
33. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 238, 31 de agosto de 1983, 102 y 103.
34. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 238, 31 de agosto de 1983, 102 y 103.
35. CRP-AG-DEBATES-DIPUTADOS, Caja n° 30, Folder n° 238, 31 de agosto de 1983, 102 y 103.
98
la Cámara de Diputados. Sin embargo, aquel triunfo fue posible, en gran medida,
por el circunstancial respaldo que los ocialistas recibieron del partido aprista
en el Senado, con la determinante venia de Luis Alberto Sánchez. En este apoyo
debió pesar, entre otras cosas, la tenaz disputa que entablaron las izquierdas con el
aprismo por el control de las universidades públicas, que desde la década de 1960
favoreció a los primeros.
El debate parlamentario discurrió sobre diversos aspectos que siempre conducían
a problematizar el papel del Estado en el campo de la educación universitaria.
Sobre ese tenor se plasmaron dos posturas bien marcadas. La primera apeló a la
antigua institucionalidad decimonónica que reconocía el papel central del Estado
en la denición de la marcha de las universidades, tanto públicas como privadas,
por lo cual la legislación debía abarcarlas a todas sin establecer excepciones para
algunas de ellas, pero bajo la premisa indiscutible de la autonomía académica y
de gobierno. Esta postura fue defendida por los diputados del partido aprista y
de la izquierda, y en el Senado solo por los de izquierda. Una posición que quedó
ligada a la defensa de otros tres componentes históricos de la institucionalidad
universitaria: el predominio académico y administrativo de las Facultades, el
cogobierno bajo la fórmula del tercio estudiantil y la gratuidad incondicional.
Estas dos últimas banderas, de acuerdo a la lectura histórica de los parlamentarios
que las defendieron, tuvieron su origen en el movimiento estudiantil de reforma
universitaria que estalló en de 1919 —un referente ineludible en el debate—, y en
las demandas por la democratización de la educación universitaria que surgieron
en las siguientes décadas. El tercio estudiantil había sido consagrado en las leyes
universitarias de 1946 y 1960, y una norma especial de 1964 consagró la gratuidad
de la educación universitaria. Ambas luego fueron arrinconadas por la Ley
Universitaria de 1969, promulgada por el gobierno Revolucionario de las Fuerzas
Armadas, en el que además se dejó de lado las tradicionales Facultades, para dar
paso a los Programas y Departamentos.
La segunda postura fue defendida por los parlamentarios de Acción Popular y
el Partido Popular Cristiano en ambas cámaras, sumándoseles en el Senado
los parlamentarios apristas. Esta postura apeló a la necesidad de trastocar el
protagonismo del Estado en la denición de la organización y funcionamiento
de las universidades. Así, bajo el manto ideológico de las posturas liberales, que
comenzaron a ganar terreno nuevamente tras el errático gobierno reformista de
los militares de la década de 1970, se cuestionó la antigua institucionalidad del
Estado docente, que había predominado a lo largo de la historia republicana en el
campo educativo.
Las diferencias de ambas posturas pusieron en tensión tanto la noción como
la práctica de la autonomía universitaria, otro componente central de la
institucionalidad de la universidad peruana. Entre quienes abogaban por desterrar
99
el espíritu impositivo del Estado docente, para dar paso a un marco institucional
abiertamente liberal, aquella autonomía debía ejercerse con mayor plenitud en
todos los ámbitos de la vida universitaria, y entre ellos el de su gobierno. Esto llevó
a los parlamentarios pepecistas como Alayza y Espinoza a proponer que sean los
propios universitarios quienes decidan la composición de los órganos gobierno
de sus centros. No obstante, esta posición sobre la autonoa colisionó contra
el principio del cogobierno y el tercio estudiantil que defendieron los diputados
apristas y de izquierda, y estos últimos también en el Senado. En sus intervenciones,
tanto Alayza como Espinoza se cuidaron de lanzar opiniones contrarias a la
gura del cogobierno, temían probablemente más que la reacción de sus colegas
apristas y de izquierda, el impacto que esto podría tener entre los agitados gremios
estudiantiles. Su salida fue entonces exonerar de la obligada gura del tercio
estudiantil en los órganos de gobierno a las universidades privadas, donde era
menos probable alguna arremetida gremial, y así lo impusieron con sus votos.
La misma tónica de establecer excepciones en la normatividad para las
universidades privadas, mientras que las públicas parecían quedar aplastadas por
las mismas, fue recurrente en otros aspectos a lo largo del debate y nalmente
terminó caracterizando a la norma que se aprobó. Esto lleva a pensar que la Ley
Universitaria de 1983 consolidó el proceso de inexión en la historia de la acción
estatal en el campo de la educación universitaria, que comenzó con la Ley de 1960,
pues en ella, por primera vez el Estado promovió abiertamente la participación
de la iniciativa privada en el ámbito de la educación universitaria, en un contexto
delimitado por la expansión de la demanda y de la matrícula de este nivel
educativo, la radicalización política de las dirigencias de los gremios docentes y
estudiantiles de las universidades públicas, la sistemática mudanza de las elites
hacia las universidades privadas, y una creciente presencia de los graduados de
estas últimas en los aparatos del Estado, entre ellos el Parlamento.
Estas circunstancias históricas, junto con el tono de los argumentos que se fueron
imponiendo, permite percibir en el espíritu de la norma la consistente voluntad de
quienes condujeron y controlaron el debate, de proteger el dinamismo que habían
alcanzado las universidades privadas, a costa, a veces, de sacricar las posibilidades
de desarrollo de las universidades públicas, como cuando le cerraron el paso a las
iniciativas que buscaron asegurar para ellas un mayor presupuesto. De igual modo,
la norma, en varios aspectos, le concedió a las universidades privadas una mayor
exibilidad institucional para que estas se consolidaran en aparatos de gobierno
y gestión más ágiles y ecientes que el de sus pares públicas. Como hemos visto,
al excluir a las universidades privadas de la obligación de contar con un tercio de
estudiantes en sus órganos de gobierno, suponemos que se pretendió, desde la
lógica de sus promotores, blindarlas de los peligros de un estudiantado altamente
politizado. Desde luego, para quienes abogaron por la persistencia del tercio, este
100
no tenía connotaciones negativas y por el contrario valoraban enormemente su
existencia como un componente de la tradición institucional de la universidad
peruana, ganada por las históricas movilizaciones del gremio estudiantil, que en
aquel contexto aparecía además como un conictivo grupo de presión.
Un mayor consenso se dibujó en ambos bandos, respecto a la necesidad de
alejarse casi diametralmente de la herencia de la política universitaria del régimen
militar. En tal sentido, quienes defendieron la necesidad de una mayor presencia
e iniciativa estatal para promover el desarrollo de las universidades públicas, no
comulgaron con iniciativas como la de implementar una entidad como el Consejo
de Coordinación Interuniversitaria, al quedar revestido de algunas facultades
que había tenido el antiguo Consejo Nacional de la Universidad Peruana, órgano
creado por la Ley Universitaria de los militares en 1969, y que en la práctica
restringió enormemente la autonoa de las universidades. El consenso vino en la
gura de una entidad que fue denominada Asamblea Nacional de Rectores, la que
fue concebida como un órgano de coordinación sin mayor capacidad para incidir
en la dinámica de las universidades. Así, el sentido liberal se impuso en la norma,
ocasionando con ello otro quiebre fundamental con toda la historia previa de la
institución universitaria, pues en nombre de la autonomía alejaba a estas de una
vinculación mayor con los proyectos de Estado respecto a las líneas del desarrollo
económico y social. La idea de sistema universitario que se instaló en el régimen
militar solo mantuvo la etiqueta, pues en los hechos cada institución comenzó a
demarcar su marcha sin atender a sus pares.
101
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